El complejo fenómeno del cambiante voto peronista
Las transformaciones socioculturales se hacen sentir en las elecciones; el movimiento que solía asociarse a la clase trabajadora en un país cuyo origen inmigratorio pone en duda la existencia de “clases”, está en crisis
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Relevar el voto peronista nunca resultó sencillo. Solió asociárselo a la clase trabajadora en un país cuyo origen inmigratorio pone en duda la existencia de “clases”. El peronismo, por lo demás, remite al “pueblo” que no constituye una categoría sociológica sino política. Mirado en perspectiva histórica, el peronismo encarnó una ciudadanía social que facilitó la formalización cuasi universal de los obreros; y, por lo tanto, su ingreso al mundo de las clases medias. Pero todas estas salvedades se complican a raíz de los vertiginosos cambios sociales acaecidos durante el último medio siglo; medibles en cada escrutinio electoral.
El de 1983 constituyó para el “Movimiento Nacional Justicialista” un primer “cisne negro” que rompió el mito de la inexorabilidad de su victoria sin proscripciones. La ruptura era más tangible en el orden generacional. Pero los primeros estudios sobre el fenómeno daban cuenta de otras flexiones: había un sector obrero crítico por la actitud de sus dirigentes sindicales durante la dictadura militar. Sobre todo, los que habían perdido su trabajo; y con ello, su cobertura social. El dardo apuntaba, entonces, a la “columna vertebral” gremial que tras el “rodrigazo” de 1975 se había hecho cargo de un gobierno desfalleciente, primero, y luego de la transición a la democracia. Esta sutil discordia fue un elemento adicional que alimentó la idea de Alfonsín de sintetizar un “tercer movimiento nacional” que la vorágine económica devoró velozmente.
El cambio, sin embargo, germinó en otro legado cultural del presidente radical a sus opositores: la “renovación peronista” que supuso la transformación del “movimiento” en un hasta entonces despreciado “partido liberal” de bases menos corporativas que territoriales. Asimismo, el ascenso del gobernador riojano Carlos Saúl Menem y su victoria respecto del bonaerense Antonio Cafiero en la elección interna de 1988 incubaba otra novedad: la de la nueva pobreza social que se extendía desde los desocupados hasta vastas zonas de las clases medias. Un año más tarde, el incendio hiperinflacionario, galvanizó al voto peronista en torno a Menem, licuando la diferencia entre “ortodoxos” y “renovadores” y entre trabajadores formales, desocupados y pobres. Pero no tardarían en registrarse otros movimientos telúricos.
El giro neoconservador –así se lo llamaba entonces– del nuevo gobierno justicialista generó perplejidad aunque también resignación. Simultáneamente, importantes contingentes de las clases medias acomodadas y altas se descubrían seducidos por el “nuevo” peronismo. Menem estaba logrando un prodigio inimaginable perceptible en la “plaza del sí” a sus radicales reformas convocada en 1990. Como lo había señalado José Luis de Imaz a propósito de los festejos del campeonato mundial de fútbol de 1978, “negros” y “oligarcas” confluyeron en la Plaza de Mayo. La curiosa coalición social se soldó a partir de la Convertibilidad, aunque algunos segmentos políticos y sindicales tomaron distancia. Pero el retorno del crecimiento y la pulverización de la inflación compensaron el drenaje y, reforma constitucional de 1994 mediante, Menem logró su reelección. La promesa ya no era la “revolución productiva” de 1988/89 sino acotar la desocupación que durante la “crisis del Tequila” de 1995 ascendió al 18%, un índice sin precedentes desde la depresión de 1929.
El menemismo seguía dominando al PJ, pero sin dejar de exhibir fracturas como la del Frepaso, que recolectó un 29% de los votos y su expresión sindical corporizada por la CTA. Sin prejuicio de la reactivación comenzada en 1996, la desocupación no pudo perforar el piso de 12%. “Fogoneros” y “piqueteros” se extendieron desde las cuencas petroleras hacia el pauperizado GBA. Un año después, fue derrotado por la coalición radical-peronista-progresista de la Alianza, al tiempo que las organizaciones piqueteras del conurbano se dedicaron a ampliar sus “bases territoriales” mediante ocupaciones masivas en contra del duhaldismo, su indeseado heredero. Derrotado en las elecciones nacionales dos años después, la victoria aliancista duró poco. Resquebrajada por etapas, saltó por los aires en diciembre de 2001. La pobreza estructural se consolidó, tornando su identidad peronista tan condicional como a la del resto de los partidos.
Las elecciones de 2003 marcaron una inflexión geográfica: Menem preservaba su predicamento en el interior, pero un sector no menor de la pobreza del hipertrofiado conurbano bonaerense –aunque desconfiado y con sectores que siguieron apoyando al riojano– lo hizo por el candidato del presidente provisional Eduardo Duhalde: Néstor Kirchner. A lo largo de su gobierno y la primera parte del primero de su esposa, la recuperación económica le valió el apoyo de las clases medias y de los trabajadores formales impactados por la depresión de 2001. Pero la reactivación extendió aún más el empleo informal, y no pudo perforar el 25% de la pobreza. En esas regiones de la sociedad, su voto fue desamorado y atento a la preservación de subsidios como los planes Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, el alimentario Vida, o los de vivienda y urbanización.
El conflicto con el campo de 2008, la derrota electoral del año siguiente y el agotamiento de su “modelo” económico indujeron al matrimonio gobernante a producir la gran reforma del asistencialismo, hasta entonces disperso, mediante dispositivos como la AUH, las jubilaciones masivas sin aportes previos y la promesa de reformalización laboral del “cooperativismo” y de su expresión más emblemática: “Argentina trabaja”. Trascartón, y en plena –y póstuma– recuperación, se sucedieron cuatro acontecimientos extraordinarios: la fiesta del Bicentenario, la muerte de Kirchner y la reelección de CFK. Para entonces, la indiferencia de los pobres se invirtió como un guante suscitando en los grandes conurbanos –especialmente el GBA– una devoción robusta dirigida menos al extinto mandatario que a su doliente viuda. Pero el desencanto no tardó en expresarse en dos flancos: el de los trabajadores formales agobiados por la presión fiscal y la inflación, y el de millones de pobres a raíz de la malversación sistemática del cooperativismo tercerizado en organizaciones piqueteras.
La protesta se hizo sentir en las mermas electorales de 2013, 2015 y 2017, e indujo a estudiosos de la talla de Juan Carlos Torre y Rodrigo Zarazaga a suponer una fisura profunda en sus bases sociales. La larga crisis cambiaria de 2018 resuturó brevemente la grieta, como lo confirmó la consigna de los comicios de 2019 del FdT: “Es con todos”. Pero también duró poco. Tras los rigores de la cuarentena y en medio del desencanto del “vicepresidencialismo”, se le sumaron otras rajaduras ampliadas generacionalmente: la administración de la pobreza redistribuía las limosnas de una dirigencia opulenta, venal y lejana. Debieron redoblarse los esfuerzos autónomos por la supervivencia y surgieron amplias franjas juveniles rebeldes en contra de sus padres y del propio peronismo. Los resultados de la vorágine electoral de este año corroboraron la fragmentación.
¿Se trata del “canto del cisne” del peronismo reducido a su versión pobrista? ¿Resurgirá exhibiendo su sorprendente versatilidad? ¿O se disolverá entre las distintas expresiones del reseteo político que se acaba de inaugurar? Habrá que seguir indagando en los pliegos culturales de sus bases sociales durante los próximos años, que se prometen pródigos en nuevas torsiones.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos