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El comienzo de una era de rupturas y cambios sin precedente
PARIS.- La mayor virtud de las grandes invenciones que propulsaron la era industrial –como la máquina de vapor, la electricidad, el motor a explosión, el telégrafo o el teléfono– fue desencadenar una cascada de nuevas tecnologías para desarrollar los procesos industriales que necesitaban esas ideas originales.
Los procesos revolucionarios de fabricación de acero, por dar solo un ejemplo, posibilitaron la mecanización del transporte –automóviles y ferrocarriles– y crearon nuevos mercados ex nihilo, propulsaron el interés de los inversores y respondieron a una necesidad insatisfecha de los consumidores. Así nacieron los procesos industriales eficientes que modificaron la economía mundial y la vida cotidiana de los humanos.
Casi tres siglos después de comenzar ese proceso, el mundo parece haber entrado en otra era de rupturas sin precedente en la historia, marcada por cambios transformadores tanto en el ámbito geopolítico, tecnológico como científico, según prevé una prospectiva de la consultora McKinsey Institute. El vertiginoso ritmo de ese cambio predice un agitado futuro, con acontecimientos trascendentales destinados a reconfigurar profundamente la vida humana y los equilibrios sociales sobre la Tierra en los próximos 25 años. Estas transformaciones están impulsadas, a la vez, por fuerzas convergentes y antagónicas que perturbarán las estructuras tradicionales, creando nuevas oportunidades y desafíos colosales.
El primer elemento perturbador es la inseguridad internacional, debido a la rivalidad entre China y Estados Unidos, agudizada por la embestida de potencias intermedias –como Rusia, Turquía e Israel–, con el agravante de la inestabilidad que generan algunos satélites dinámicos que pugnan por ubicarse en el mismo nivel de las superpotencias. Pocas veces en la historia desde la firma del Tratado de Westfalia de 1648 hubo tantos focos de desestabilización en actividad, como volcanes a punto de erupcionar. Es precisamente en ese claroscuro de la historia, como diría Gramsci, que comenzaron a surgir las grandes tecnologías que dominarán este siglo. Nadie se ruboriza frente a la perspectiva de un “imperialismo tecnológico” encarnado por los siete magníficos (Alphabet, Amazon, Apple, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla) y otros gigantes de la tech que esperan participar en el audaz proyecto Stargate de inteligencia artificial. Inmediatamente después de derogar las tibias medidas de regulación que había adoptado Joe Biden, Donald Trump lanzó un ambicioso programa que recibirá 500.000 millones de dólares en los próximos cinco años, un monto equivalente al PBI de Irlanda o Bélgica.
El previsionista Ian Pearson, respetado por la exactitud de sus predicciones sobre tecnología, calcula ahora que esa colosal inyección financiera a la IA desinhibirá las energías de otros proyectos que dormían desde hace años, paralizados por falta de audacia y de suficientes inversiones. Pearson prevé que en seis años el tren de alta velocidad Hyperloop, idea promovida por Elon Musk desde 2012, en 2031 será capaz de circular a 1200 km/hora dentro de tubos a baja presión entre seis ciudades de California. Dentro de 10 años también será banal construir viviendas con impresoras 3-D y usar robots como asistentes domésticos.
Otros futuristas también anuncian para fines de la próxima década la aparición de computadoras que tendrán la misma capacidad de reflexión que los seres humanos, el uso de realidad virtual en reemplazo de los libros de texto y los primeros proyectos de viajes habitados a Marte, poco verosímiles en un futuro inmediato. A pesar del fracaso del séptimo test del cohete Starship de Elon Musk, no es difícil imaginar la exploración del new space a comienzos de los años 2040, calcula el científico norteamericano Scott Kelly, que pasó 340 días a bordo de la Estación Espacial Internacional con el ruso Mikhail Kornienko. La conquista del “planeta rojo”, como le gusta decir a Trump, exigirá resolver una serie de problemas fundamentales de física y química, que demandarán una participación de primer orden de esas dos tecnologías relativamente nuevas –la IA y la informática cuántica– que dominarán la ciencia, la investigación y la tecnología en los próximos 30 años hasta que sean destronadas por nuevos inventos. Esas dos ramas del conocimiento serán cruciales para acelerar los progresos en biotecnología que ya aportan pistas de estudio en diversos aspectos de la ciencia y prometen soluciones para combatir enfermedades que hasta hace poco parecían incurables.
En 2045 una buena parte de la población será cyborg y el mundo podrá –teóricamente– depender de energías renovables, a condición de no provocar conflictos de intereses con los gigantes petroleros, que, probablemente, conocerán una expansión sin precedente, gracias a la política de “drill, baby, drill” (“perfora, chico, perfora”) prometida por Trump. La mayoría de sus iniciativas amenazan con perturbar el desarrollo de nuevas tecnologías orientadas a consolidar la transición energética.
La desesperada rivalidad por el acceso a recursos cada vez más escasos, pero imprescindibles a las nuevas tecnologías prefigura una implacable ofensiva de los nuevos robber barons (barones ladrones) que rodean a Trump y su acólito Elon Musk. Así se llamaba en el siglo XIX a los magnates de la primera edad de oro acusados de emplear métodos inescrupulosos para enriquecerse, como Cornelius Vanderbilt, William Randolph Hearst, Andrew Mellon, J.P. Morgan o John D. Rockefeller, entre otros. En la “era dorada” que promete Trump, la actual alianza entre los empresarios y financistas más influyentes de Occidente remite a pensar en la asociación que narra Compulsion (Impulso criminal). En ese film de Richard Fleischer, protagonizado por Orson Welles, dos jóvenes de “buenas familias”, convencidos de que están por encima de las leyes, se coligan para delinquir y enriquecerse.
Esa feroz disputa está condenada a provocar chispas si entra en colisión con la fuerza geopolítica que respalda la transición energética para evitar que el mundo se transforme en una caldera en ebullición dentro de algunas décadas.
Las inmensas perspectivas que presenta el progreso científico son tributarias en gran medida de las incertidumbres que existen sobre la futura estabilidad del dólar. Esas inquietudes se multiplicaron cuando Trump evocó abiertamente su proyecto de hacer bajar la cotización de la divisa norteamericana como arma de su estrategia comercial frente a China. Esa medida, capaz de propulsar una nueva estampida inflacionaria en Estados Unidos, no solo alarma a Barry Eichengreen, uno de los mayores especialistas mundiales del billete verde. Quienes más temen ese escenario son los europeos, que no olvidaron la crisis monetaria de 1971. Ese forcejeo, que duró 14 años, puso término a los Treinta Gloriosos, ese milagro que permitió recuperar la economía de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Por la misma razón, esa misma manipulación monetaria implicó a Japón, potencia que empezaba a rivalizar con la economía norteamericana. Los acuerdos del Plaza de 1985, en plena gloria de Ronald Reagan, revalidaron el “privilegio exorbitante” de la moneda norteamericana a nivel mundial –como había denunciado el entonces presidente francés Valéry Giscard d’Estaing– y sacralizaron el liderazgo indiscutido del dólar como moneda universal. Ese dilema del pasado seguirá siendo una pesadilla persistente en el futuro.ß
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