El código Da Vinci
Por Sebastián Dozo Moreno Para LA NACION
Prohibir un libro es tan absurdo como obligar a que se lo lea. Sobre todo tratándose del público lector adulto. ¿Quién puede arrogarse el derecho de decidir lo que debe leerse y lo que no? El que adopta una actitud prohibitiva en cuestiones de lectura manifiesta una desconfianza radical por la libertad y la inteligencia humanas, e incurre en el orgullo de creer que los demás son incapaces de discernir entre lo que es bueno y lo que es malo, lo que es ficción y lo que es realidad. Pero, sobre todo, la prohibición es un método de coerción poco inteligente e ineficaz, ya que prohibir equivale a incitar, y la incitación no es algo amable como una sugerencia o una invitación.
En este sentido, el cardenal Tarcisio Bertone, que recientemente comparó el libro El Código Da Vinci con una “comida putrefacta” que debería ser retirada de las librerías, parece más un promotor encubierto de la obra en cuestión, que un denostador de su contenido. Por demás –siempre que no haya niños implicados en el asunto– el escándalo es siempre deshonesto, en tanto que nace del supuesto de que el mundo se divide entre puros e impuros, corruptores y corrompidos, y de que “uno” está del lado de los inmaculados.
La actitud sensata en el caso de este best seller que lleva vendidos más de 30 millones de ejemplares es hacer una crítica objetiva de su valor literario, tanto como de su contenido histórico. En primer lugar, hay que destacar que la obra es un thriller policial-esotérico de lectura fácil, sin pretensiones artísticas, filosóficas, ni psicológicas, que teje la trama de una historia liviana e inverosímil, y cuya intención no parece ser otra que entretener al lector con enigmas inventados, conspiraciones secretas que sólo se las creería un niño, y tergiversaciones de hechos históricos que, por momentos, divierten por su evidente falsedad, aun cuando el autor, al comienzo del libro, declare que: “Todas las descripciones de arte, arquitectura, documentos y rituales secretos en esta novela son veraces”. Esta declaración de autenticidad –comprende el lector desde el principio– debe interpretarse como un guiño del autor, que significa: “hagamos como que todo esto es verdad, para que sea más entretenido”.
Decepcionado, el lector comprueba demasiado pronto que la única manera de sostener la lectura es creyendo que se trata de un documento verídico y no de una novela, ya que los méritos literarios de la obra son escasos, pero la desilusión crece más aún cuando el autor abusa de la credibilidad del lector, y ya no es posible mantener el pacto ficcional contraído en las primeras páginas.
Un lector imaginativo y de buena voluntad puede jugar a creer que un hecho no sea rigurosamente cierto, pero que todos los datos históricos que se barajan sean falsos hace que la obra pierda atractivo. Es como si leyéramos una novela ficticia en la que Napoleón, en vez de perder en Waterloo, vence a Wellington en la famosa batalla. Podemos imaginar que esto es posible. Pero si además se nos dice que Napoleón fue un travestido, que no nació en Córcega sino que provino de Marte, el planeta de la guerra, y que concibió a un hijo inmortal que vive hoy en Buenos Aires, entonces la ficción colapsa como una estrella supermasiva, y el lector se precipita por el agujero negro del desengaño.
Este exceso de ficción en El Código Da Vinci, o de adulteración de hechos históricos, motivó que los críticos literarios del mundo defenestraran el libro de un plumazo. Por ejemplo, Meter Millar, del diario The Times, de Londres, describió a la obra como “el más tonto, inexacto, poco informado, estereotipado, desarreglado y populachero ejemplo de pulp fiction que he leído”, y Francisco Casavella, en El País, de España, calificó a la novela como “el bodrio más grande que este lector ha tenido entre sus manos desde las novelas de quiosco de los años setenta”, y Cynthia Grenier, de la revista estadounidense Weekly Standard, suplicó: “Por favor, alguien debería dar a este hombre y a sus editores unas clases básicas sobre la historia del cristianismo, y un mapa”.
Entre un sinfín de “inexactitudes”, Dan Brown afirma que las catedrales fueron creadas por los templarios, cuando fueron los obispos las que las mandaron edificar. Que la celebración de las olimpíadas tenía que ver en la Antigüedad con la diosa Afrodita, cuando en realidad se hacían en honor a Zeus. Que en La última cena, de Leonardo, no aparece el cáliz porque el Santo Grial está representado por María Magdalena, cuando en realidad no aparece el cáliz porque Leonardo se inspiró en el Evangelio de Juan, en el que no se menciona la institución de la Eucaristía. Que Mona Lisa representa a un ser andrógino, y su nombre es un anagrama de los dioses egipcios Amón e Isa, o Isis, cuando en realidad fue la esposa de Francesco di Bartolomeo del Giocondo. Que el papa Clemente V eliminó a los templarios y echó sus cenizas al Tíber, cuando en realidad Clemente V no eliminó la Orden del Temple, fue el primer Papa que estuvo en Avignon, y el Tíber está en Roma. Que al dios hindú Krisna también se le ofreció en su nacimiento, como a Jesús, oro, incienso, y mirra, cuando en realidad esto no aparece ni en el Bhagavad-Gita, ni en el Harivamsa Purana, ni en el Bhagavata Purana, ni en ningún otro texto sagrado de la India. Que el cristianismo se basó en el nacimiento del dios pagano Mitras para celebrar la natividad de Cristo, cuando en realidad la fiesta pagana del 25 de diciembre, en Roma, la inventó el emperador Aurelio en el año 274, mucho después de que los cristianos la hubieran adoptado como festividad sacra. Brown asegura que los cinco anillos de las olimpíadas son un símbolo de la diosa Venus, cuando lo cierto es que, al diseñarse el símbolo de las primeras olimpíadas, el plan era empezar con un anillo e ir añadiendo otro en cada evento, pero al final se quedaron en cinco.
Brown afirma que ningún cristiano creyó que Jesús era Dios hasta que el emperador Constantino lo deificó en el concilio de Nicea, en el año 325, cuando en realidad esta creencia data del siglo I de nuestra era. Que Jesús tuvo como compañera sexual a María Magdalena y concibió con ella un hijo, cuando en realidad no hay un solo documento histórico serio que avale semejante hipótesis, como tampoco la afirmación de Brown de que Jesús y María Magdalena representaron originalmente la dualidad masculino-femenina del cosmos, como Ares y Atenea, Isis y Osiris.
Basándose en ésta y otras falsedades históricas, es que Brown afirma que “la lacra del cristianismo” es la gran mentira de la historia, cuando en realidad el que miente groseramente es él, al presentar como “pruebas sólidas” un montón de disparates que cualquier lector medianamente instruido es capaz de reconocer como falaces y ridículas, al punto de que un crítico de The New York Times calificó al libro de “insulto a la inteligencia”.
Cuando el personaje principal, Langdon, defiende sus absurdas teorías afirmando que se basa en más de cincuenta libros de “historiadores serios”, lo que el autor no aclara es que esas fuentes de Langdon son libros sin ningún rigor histórico, muy típicos de la New Age, como Los evangelios gnósticos, de Elaine Pagels, La revelación de los templarios, Secretos guardianes de la verdadera identidad de Cristo, de Lynn Picknett y Clive Prince, El enigma secreto, de Michael Baigent, etcétera. Así que, cuando Sophie le dice a Langdon, aparentemente escandalizada por sus teorías: “Eres un historiador licenciado en Harvard, por el amor de Dios, y no un charlatán cualquiera ávido de dinero”, el lector presiente que estas palabras son un lapsus en el que saltan las intenciones ocultas del autor, y que la obra, en efecto, es un incesante macaneo de más de quinientas páginas lanzado por el cohete del marketing a la estratosfera de la celebridad para saciar la avidez de dinero del autor y de sus inescrupulosos editores.
Por esto es que, al contrario del cardenal mentado que aconsejó la prohibición de la obra, y dada la ineficacia de ese método de persuasión, propongo más bien obligar su lectura, con estas palabras: “Está terminantemente prohibido no leer El Código Da Vinci, del escritor norteamericano Dan Brown”.