El Código Civil no necesita una revolución jurídica
El egipcio Imhotep fue un arquitecto conocido que construyó la pirámide escalonada de Saqqara, hace 4600 años. Napoleón es más famoso, porque además de sus conquistas militares y de la concepción moderna de Europa, nos dejó dos monumentos legales que Francia y el mundo occidental todavía usan: los códigos Civil y de Comercio, que tienen poco más de 200 años.
Cristina Fernández ha dicho que creía ser la reencarnación de un gran arquitecto egipcio. Y, ahora, con su proyecto de reemplazo de los códigos Civil y de Comercio, no es necesario que nos diga que aspira a emular a Napoleón.
No se trata aquí de analizar los vericuetos legales de los actuales códigos, ni del proyecto lamentablemente aprobado por el Senado que ahora, con su monolítica obediencia al Gobierno, Diputados parece dispuesto a aprobar con rapidez ilegal, pasando incluso por arriba del análisis más elemental que deberían dedicarle, tanto cada diputado individualmente como las diferentes comisiones involucradas, que son muchas.
Alcanza con una lectura rápida para comprobar que el proyecto tiene muchos aspectos opinables. Lectura rápida quiere decir lectura de pocas semanas o meses, y aclaro, para quienes no son abogados, que entender, analizar y abarcar todas las materias de un código civil y comercial lleva años. Aún así, permanentemente, aparecen nuevas dudas, cuestiones, dilemas y razonamientos que asientan el texto frío de sus artículos.
Por eso existen la doctrina y la jurisprudencia, que son los análisis de autores eruditos y de jueces, que poco a poco van puliendo las aristas, las oscuridades, las incongruencias y los defectos de semejante catarata de normas que, como toda obra humana, tiene defectos proporcionales a su enorme volumen.
Nuestros venerados códigos Civil, de 1869, y de Comercio, de 1859, vienen siendo analizados y perfeccionados desde hace más de 150 años; han sido modernizados por muchas reformas que los han mantenido actualizados y adecuados a cada momento histórico. Se han escrito decenas de miles de páginas que hoy constituyen la piedra angular de cómo vivimos los argentinos.
Todo eso será tirado a la basura por el arrebato cristinista de cambiarlo de un golpe. Los 200.000 abogados y los miles de jueces, fiscales y defensores federales, nacionales y provinciales deberemos reestudiar todo y empezar, como hicieron nuestros antepasados de mediados del siglo XIX, casi desde cero.
Sumemos a ese caos el otro gran monstruo legal del Digesto Jurídico Argentino, que con las mejores intenciones ha creado un tembladeral: llevará décadas saber si algunas leyes están vigentes o no.
¿Aporta esa revolución jurídica algo a nuestro futuro? Obviamente, beneficia a la vocación protagónica de la Presidenta, que será Imhotep y Napoleón. Y al currículum de sus autores, que desplazarán a Vélez Sársfield y quizás hasta publiquen voluminosos tratados que serán envidiables best sellers.
Pero al país no le suma casi nada y es por eso que, salvo excepciones como la Italia de Mussolini, en 1942, o el Paraguay de Stroessner, en 1985, a casi ningún país se le ha ocurrido la aventura de cambiar todo el sistema legal de manera abrupta.
Porque además de desperdiciar 150 años de riqueza doctrinaria y jurisprudencial, supone correr enormes riesgos que no compensan sus pocas ventajas.
¿Qué ventajas? La modernización de algunos aspectos de detalle, que puede hacerse perfectamente como se hace en casi todo el mundo, a través de cambios puntuales. Pero claro, con esos cambios ni se pasa a la historia ni se modifica subrepticiamente todo el sistema de propiedad que nos convirtió en un gran país y que la ideología camporista quiere cambiar, al someter esa propiedad a condicionamientos que la relativizan y la someten a lo que quiera tal o cual juez. O tal o cual gobierno.
Volvamos a lo primero que estudiamos en las facultades de derecho: para no ser dominados por los gobiernos, tenemos a los jueces. Y para evitar caer en la arbitrariedad de los jueces, tenemos a las leyes. Se supone que en el intrincado equilibrio dinámico de los tres poderes los ciudadanos comunes encontramos al menos algo de certidumbre y seguridad. Pero si las leyes permiten interpretaciones demasiado elásticas, se termina esa previsibilidad y con ella nuestra libertad.
Eso es así, digan lo que digan los teóricos de esperpentos legales fascistas como la ley de abastecimiento, o peor aún, del Digesto Jurídico, pleno de tantas buenas intenciones como innecesarios riesgos y consecuencias nefastas.
Toda nuestra vida está en los códigos Civil y Comercial: nacer, crecer, educarnos, casarnos, tener hijos y familia, trabajar, tener actividades, envejecer, enfermar y ser curados, morir y dejar nuestros bienes a quienes nos hereden.
Pero la Presidenta quiere dominar los próximos 200 años de la Argentina, en una especie de fantasía napoleónica inconcebible porque ni es necesario ni ella es Napoleón.
En 1804 el mundo salía de la época absolutista y por eso se necesitaba cambiar de raíz los sistemas legales, como ocurrió a mediados del siglo XIX en la Argentina. Hoy estamos en una época de evolución, no de revolución, y por eso los cambios son y deben ser graduales, sin épica pero con seriedad y mesura. Justo lo que no tiene el kirchnerismo.
Ojalá que la Cámara de Diputados ponga freno a este nuevo golpe a nuestro futuro. Si no lo hace, deberemos someternos una vez más a un bando real de un gobierno que inconcebiblemente ha logrado dominarnos y esperar a que en 2016 se deroguen de inmediato y sin más trámite todas las leyes con las que el cristinismo ha querido instaurar su dinastía.
El autor es miembro del Consejo de la Magistratura