El clima global entró en un terreno desconocido
El pasado 16 de julio la sensación térmica en Irán superó los 66°C: 10°C más que el límite tolerable para la vida humana. Las aguas de las costas de la Florida, en los Estados Unidos, superaron los 36°C: 2°C por encima de lo normal, y suficiente para eliminar por completo la vida de los corales que albergan el 25% de la vida marina. Los incendios en Canadá, que aún continúan, ya incineraron una superficie equivalente a todo el territorio de Portugal, pulverizando cualquier récord conocido.
Los últimos 8 años han sido los más calurosos jamás registrados. Y este 2023 romperá las marcas anteriores. El clima global entró en un terreno completamente desconocido. Lo que la ciencia temía que sucediera en 20 o 30 años está aconteciendo hoy. O mejor dicho: empezó a suceder ayer.
La ONU advierte sobre la situación límite, emitiendo un código rojo para la Humanidad entera, que ya no genera cambios ni sorpresa. Y es entendible. No siempre las advertencias tienen la fuerza necesaria para alcanzar objetivos precautorios. No siempre alertan sobre lo inesperado. Por el contrario, y sobre todo con el pasar del tiempo, sus repetidas alarmas se invisibilizan en la obviedad.
Cuando el concierto de voces se multiplica señalando persistentemente lo ya sabido, la advertencia se debilita y se formula como un mecanismo de defensa psicológica antes que como un llamado a la corrección o modificación urgente de los hechos que la suscitan. Un mecanismo que termina de cumplir su función terapéutica cuando el evento señalado finalmente acontece, y quien lo advirtió puede desahogarse con la frase identitaria de todo buen argentino: ¡te lo dije!
Pero tanto el emisor como el receptor del mensaje -que suele barajar excusas para justificar su accionar equivocado o su indiferencia- saben, desde el primer momento, cuál será el desenlace. Por lo que el “¡te lo dije!” cumple también una función exculpatoria. Al encogerse de hombros y aceptar el reproche, el responsable de los hechos que con frecuencia tienen damnificados difusos se libera de la culpa. Y todos estamos listos para dar vuelta la página, para que todo siga igual.
Emisor y receptor son partícipes necesarios del desastre: uno por acción pasiva, el otro por omisión activa.
En 1955, Tom Dale y Vernon Carter publicaron un texto tan indispensable como olvidado en los tiempos que corren: Topsoil and Civilization. De modo breve y claro demuestran cómo el auge y caída de las principales civilizaciones de Occidente pudieron deberse a múltiples factores, pero que sólo uno de ellos fue decisivo y absoluto: la erosión del suelo fértil indispensable para producir los alimentos que permitieran sostener el florecimiento de la cultura humana. Cuando las sociedades olvidaron o desconocieron esta ley natural, las civilizaciones colapsaron. Los autores señalan seguidamente que nuestra civilización actual sólo difiere de las pasadas en su capacidad abrumadora de acelerar ese proceso definitivo de destrucción de la tierra. Y de poder hacerlo además, como nunca antes en la historia, a escala planetaria.
Desde entonces, las advertencias desesperadas del mundo científico, las organizaciones ambientales, las propias Naciones Unidas, y cualquiera dispuesto a ver el estado actual del planeta Tierra, vienen señalando lo demasiado obvio: no hay sustento para la vida humana sin una Naturaleza viva. Sin ecosistemas que funcionen. Sin embargo, desde hace 70 años, con galimatías económicos e ilusiones tecnológicas, evadimos sistemática y ciegamente la responsabilidad primera e insoslayable de la acción individual y comunitaria.
No importa cuántos teoremas y herramientas financieras inventemos. No importa con cuánta vehemencia sofística se vociferen sus beneficios en nombre de la libertad. No importa cuánto enamoren esos discursos. No importa cuántas promesas de tecnologías procrastinen el momento de ver la realidad y de actuar en consonancia. Sin ciclos biogeoquímicos que regulen el clima, den agua y fertilidad al suelo, no habrá posibilidad de sembrar trigo. Y sin trigo, no habrá pan. Y sin pan, no habrá circo que siga adormeciendo a nuestra ya adormecida sociedad.
Por lo general, quien advierte sobre el infortunio, esconde inconscientemente un pálido deseo de que acontezca lo advertido para poder cerrar el ciclo del “¡te lo dije!” reivindicatorio. Pero no es este el caso. Nadie desea tener una razón para la que ya no habrá desahogo ni exculpación. Y vuelvo al comienzo: el pasado 16 de julio, la sensación térmica en Irán superó los 66°C, 10 grados más que el límite tolerable para la vida humana.
Director Ejecutivo, Capítulo Argentino del Club de Roma