El ciudadano William Randolph Hearst
Por Harold Evans The New York Times
NUEVA YORK.- TODOS sabemos cómo termina sus días William Randolph Hearst, el magnate de la prensa. Es un despojo enclaustrado en su palacio de Xanadú que camina hacia la muerte por galerías en penumbra, arrastrando los pies, abandonado hasta por su amante, una arpía borracha. Por supuesto, ése era Orson Welles en El ciudadano , pero para la mayoría de nosotros el Charles Foster Kane de la película y William Randolph Hearst son indistinguibles y se han transformado en el arquetipo del barón periodístico demagogo que, con sus manipulaciones cínicas, amenaza la democracia y, de paso, se enriquece.
El ciudadano es un retrato distorsionado de Hearst, pero aun así, ha engañado por décadas nuestras percepciones porque Kane fue creado por un artista. La historia debe temer más al artista que al escritor mercenario. Ricardo III no era jorobado; lo vemos así porque Shakespeare quiso compendiar en él la maldad y su castigo inevitable. Welles tampoco puede permitir que su monstruo muera en su florida y luminosa finca de San Simeon, feliz y agasajado, asistido por la actriz Marion Davies, su compañera por treinta y cinco años, porque ese final insinuaría la posible redención de un hombre que había traicionado los ideales socialistas del joven Welles.
Tal vez, The Chief ("El jefe", Boston, Houghton Mifflin Company, 687 páginas), una nueva biografía atrapante e ingeniosamente armada por David Nasaw, libere finalmente a Hearst de la maldición de Kane. No es una biografía autorizada, pero la familia Hearst y Hearst Corporation permitieron a Nasaw, profesor de historia en la Universidad de la Ciudad de Nueva York, el libre acceso a la documentación privada guardada desde los años 20 en un depósito del Bronx, y a los papeles de San Simeon, puestos a salvo en el búnker de la finca tras la muerte de Hearst, acaecida en 1951 a los ochenta y ocho años.
Nasaw fue una elección acertada. Investigador meticuloso, analista frío, su Hearst es una figura más grande y atractiva que el criptofascista vengativo y falto de humor que ve en él la izquierda. No exculpa al propagandista que contrató a Hitler y Mussolini, y despellejó a Franklin D. Roosevelt motejándolo de comunista incauto. Lo explica y lo humaniza. Nos identificamos con el amante octogenario que escribe poemas a Davies. Sus paradojas nos divierten. Un tirano siempre cortés con su personal, que nunca se decide a despedir a los ineptos. Que gasta millones en sus residencias fantásticas, pero ordena a su servidumbre que atrape los ratones vivos y los suelte en los jardines. Un pionero de los ataques despiadados a figuras públicas que jamás hurga en la vida privada.
Gracias al nuevo material recogido, Nasaw puede aclarar interrogantes que intrigaron a biógrafos anteriores. ¿Por qué su padre, George Hearst, que tenía ambiciones políticas, le entregó el control de The San Francisco Examiner ? A los veintitrés años, William era un desertor de Harvard que iba de fiesta en fiesta del brazo de un par de coristas, y en la universidad enviaba a sus profesores orinales personalizados con sus nombres. La respuesta convincente de Nasaw es que The Examiner fue un soborno de los padres para que su hijo rompiera su ardiente relación con Eleanor Calhoun, una aspirante a actriz que, según ellos, buscaba su fortuna.
Luces de Hollywood
De todos modos, The Examiner era un fiasco. ¿Cómo se explica, entonces, el brillante éxito de su joven director? Nasaw demuestra que no se limitó a trepar a fuerza de dinero. En los años decisivos que siguieron a la muerte del padre, en 1891, debió pedírselo a su madre, Phoebe, que había heredado toda la fortuna paterna. En 1895, Phoebe le dio 150.000 dólares para comprar el maltrecho New York Journal , pero antes él debió renunciar a Tessie Powers, una camarera con la que había convivido casi diez años.
Cuando Hearst se hizo cargo de The Examiner , en 1887, el diario tenía 15.000 lectores. Al promediar su vida, sumaban 20 millones o más. Era "el Jefe" que dictaba la política editorial e informativa de veintiocho diarios, un servicio cablegráfico y varias radioemisoras; producía noticiarios innovadores, controlaba un imperio de revistas y dirigía los estudios Cosmopolitan, siendo uno de los productores más exitosos del Hollywood de los años 20. Inventa la sinergia entre la prensa y el cine, insistiendo en que los cuentistas de sus revistas le den la opción sobre los derechos cinematográficos; produce las primeras series; construye casas fabulosas y asombra a los arquitectos con su memoria visual; se postula para alcalde de Nueva York y gana, sólo para ser desvalijado en el fraude de Tammany Hall; ocupa una banca en el Congreso por dos períodos; en la Convención Demócrata de 1904, llega segundo en la votación del candidato presidencial. Y se divierte muchísimo.
Observador agudo y escritor ameno, tenía inventiva y buen ojo para descubrir talentos. Insistía en encarar la noticia como narrativa. Cuando no la había, la inventaba mediante campañas e investigaciones. Por tres décadas, estuvo de parte del pueblo, los inmigrantes y los gremios, y contra el Southern Pacific Railway, los caciques del Partido Demócrata, los bancos y Wall Street, los trusts y sus títeres republicanos. ¡Cómo lo odiaban! Le cuadraba lo que se decía de su antiguo aliado William Jennings Bryan: probablemente, ningún civil aterrorizó a tantos sin matar a nadie.
¿Por qué pasó de tribuno del pueblo a cruzado del capitalismo? No fue un simple caso de endurecimiento de las arterias. Para Nasaw, el punto crítico fue el sangriento año 1934, en que terminó la falsa paz entre capital y trabajo.
Hearst temía que los excesos revolucionarios generaran un fascismo local que destruiría la democracia norteamericana. Recorrió la Europa meridional y central, con una flotilla de limosinas negras, y vio cómo se habían engendrado y propagado el nazismo y el fascismo a modo de antídotos contra el comunismo. Los mensajes examinados por Nasaw revelan cuán implacable se volvió Hearst en la imposición de su orden de combatir el comunismo: "Es hora de llamar al exterminador de cucarachas", ordenó a su director editorial. Sus reporteros, haciéndose pasar por estudiantes, se lanzaron a atrapar profesores universitarios "no norteamericanos" y desencadenaron en toda ciudad donde hubiese un diario de Hearst una caza de brujas que duró veinte años.
Hacia el final de su vida, se aplacó. Quedó consternado cuando sus diarios abrieron sus archivos a McCarthy. En vísperas de cumplir ochenta y siete años, ordenó a sus editores que abandonaran la campaña anticomunista, porque irritaba al pueblo y "podía estar incitando a una histeria belicista". Y concluía, típicamente: "Ésta es una orden para todos los diarios. Estas instrucciones deben acatarse al pie de la letra". Lo atípico fue que su imperio lo desoyó: eran los espasmos de una bestia agonizante.
Confianza en Hitler
Esta explicación del anticomunismo de Hearst es creíble. Más difícil de tragar es su reacción frente a Hitler y Mussolini. Una cosa era contratarlos como columnistas (el codicioso Duce pidió 1500 dólares, 15.000 al valor actual, por cada nota, pero no sabía redactar; Hitler jamás cumplió los plazos de entrega). Otra muy distinta era cablegrafiar a sus editores neoyorquinos, respecto al corresponsal en Berlín: "Artículos y cables de Von Wiegand parecen demasiado incendiarios. Creo deberían ordenarle que envíe noticias de interés general sin parcializar". En verdad, la prensa de Hearst informaba sobre la violencia nazi bastante más que el londinense The Times bajo Geoffrey Dawson, y en una reunión privada con Hitler, en 1934, Hearst intercedió por los judíos. Pero se equivocó al juzgar al hombre. Su ceguera a las realidades del régimen nazi y su antisemitismo constituyeron una falla singular y grave. Su aislacionismo fue uno de los factores clave en la fatal vacilación norteamericana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Al término de su minucioso análisis, Nasaw confiesa que la confianza puesta por Hearst en Hitler sigue siendo "desconcertante". La conclusión evidencia la escrupulosa sinceridad que distingue esta biografía del editor más poderoso que hayan conocido jamás los norteamericanos.
Harold Evans dirigió los periódicos londinenses The Sunday Times y The Times . Su libro más reciente es The American Century ("El siglo norteamericano").