El círculo vicioso del descontento global
Luego de la pandemia y la guerra, una ola de crisis económicas, conflictos de gobernabilidad y protestas sociales se expande por el mundo; la situación es más grave en países con problemas estructurales, como la Argentina
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Una ola de crisis económicas, protestas sociales, problemas de gobernabilidad y fragilidad política se expande por todo el mundo: de Sri Lanka a Panamá, de China a Sudáfrica, de Ecuador al Reino Unido y de Italia a Haití, prácticamente no queda país que logre desacoplarse del terrible efecto combinado que producen las múltiples consecuencias de la pandemia del Covid-19 y la disrupción en los precios y el abastecimiento de energía y alimentos disparada por la invasión de Rusia a Ucrania. Naturalmente, aquellos que venían arrastrando problemas estructurales internos y cuentan con un liderazgo aún peor que la modesta media global atraviesan circunstancias aún más dramáticas. En esa lamentable lista se destaca la Argentina.
El Monitor Mundial de Protestas del Fondo Carnegie para la Paz Internacional hace un seguimiento en tiempo real de todas las manifestaciones antigubernamentales del planeta. A principios de julio registraba más de 230 que podían considerarse “significativas” y que estaban ocurriendo en más de 110 naciones. Según el mismo reporte, el 78% de los países autoritarios o de tendencia autoritaria experimentan algún tipo de malestar social de este estilo. En muchos casos, aparecen factores puntuales que agudizan la situación; así, el 25% de estos reclamos estuvieron relacionados directamente con el coronavirus.
Sin embargo, una mirada retrospectiva de mediano plazo permite identificar un ciclo de descontento y conflictividad mucho más amplio y profuso, con una dinámica de polarización y ruptura de lazos de pertenencia al entramado existente de instituciones formales e informales incluso (o sobre todo) en democracias avanzadas. Para peor, predomina una tendencia a la galvanización extrema de los debates domésticos sobre una multiplicidad de cuestiones cada vez más ideologizadas y, por eso, imposibles de resolver, ordenar o priorizar. Parecen haberse diluido el umbral mínimo de diálogo, respeto por los intereses y opiniones del otro y el consecuente intercambio de ideas y opiniones que hasta no hace demasiado caracterizaba a los sistemas políticos más estables. Los más endebles, que siempre habían tenido una dinámica cambiante y a menudo caótica, están mucho peor. En términos relativos, los autoritarismos y totalitarismos parecieran capaces de enfrentar con más recursos y menos pruritos esta singular ola de protestas que se expande por todos los rincones de la tierra.
Esto ocurrió en Zhengzhou, provincia de Henan, China, cuando una marea humana que llevaba meses luchando por recuperar sus ahorros congelados en un banco fue reprimida violentamente por las autoridades. Algo parecido a lo que sucedió hace un año en Cuba, conmovida por las protestas del 11J y su emocionante grito de “patria y vida”, en entero contraste con el detestable “patria o muerte” que abrazaron incontables grupos guerrilleros que hicieron del terror un objetivo y un instrumento de lucha política. O a los que vemos en Nicaragua, donde la represión se focaliza en gobiernos locales, luego de apuntar a los escasos organismos no gubernamentales que resistían al sometimiento del matrimonio Murillo-Ortega. Esto precipitó una nueva corriente migratoria con tensiones dramáticas en las fronteras, en especial con la de Costa Rica.
Recién ahora se retiran los manifestantes que tomaron por asalto la sede del Poder Ejecutivo en Sri Lanka, obligando al presidente Gotabaya Rajapaksa a huir. Quedarán como signo de esta era esas imágenes de la turba enardecida zambulléndose en la piscina del palacio presidencial. Un análisis de este caso nos advierte de las consecuencias de una crisis de deuda soberana combinada con escasez de alimentos no solo por el bloqueo ruso a los puertos ucranianos, sino también por decisiones internas desatinadas, como desalentar el uso de agroquímicos y fertilizantes para promover una agricultura supuestamente más sustentable. ¿El resultado? Hambrunas, desesperación, violencia, vacío de poder. A propósito, los que confunden el embargo norteamericano a Cuba con un bloqueo inexistente disponen ahora de una excelente oportunidad para comprobar las profundas diferencias entre una mera sanción económica y una táctica militar.
Antes de la actual ola de protestas y conflictos veníamos observando comportamientos similares con causas divergentes. Fue el caso de la Primavera Árabe: una serie de levantamientos sociales espontáneos pero concatenados entre sí que atravesaron del norte de África a Medio Oriente y conmovieron las bases de sustento de líderes predominantemente autoritarios que llevaban décadas en el poder. Algunos quisieron ver en esos movimientos las semillas de una ola de participación popular con ingredientes identitarios, culturales y por supuesto religiosos. Pero en la mayoría de los casos esas experiencias terminaron muy mal: más autoritarismo, fragmentación territorial, influencia de grupos religiosos extremadamente radicalizados, intolerantes y violentos, violaciones masivas de los derechos humanos y migraciones forzadas. Uno de los disparadores de ese proceso fue la gran recesión precipitada por la crisis financiera internacional de 2008-2009, que interrumpió las corrientes migratorias e impidió la relocalización de muchos jóvenes relativamente educados que solían terminar residiendo en los suburbios empobrecidos e inseguros de grandes metrópolis europeas, como Londres y París, trabajando en sectores de servicios con escasa remuneración. Fue precisamente en esas barriadas donde anidaron nodos integrados a redes financiadas por grupos islamitas radicalizados y violentos, como EI/Daesh.
En el último lustro, América Latina también tuvo grandes crisis y movilizaciones populares masivas y desestabilizantes, incluso (y en particular) en los países que más y mejor se habían preparado para insertarse en el mundo globalizado, como Chile, Perú y Colombia. En otros, como México y Brasil, surgieron líderes hipercríticos de los establishments políticos de los que eran parte, como AMLO y Bolsonaro. En los últimos meses, Ecuador y Panamá enfrentaron movilizaciones muy significativas que conmocionaron a sus respectivos gobiernos. La Argentina, por su parte, curiosamente ha normalizado la presencia de grupos piqueteros que sistemáticamente se movilizan con diferentes reclamos, con la particularidad de que están principalmente financiados por el presupuesto público mediante una miríada de programas sociales.
En efecto, siempre existe algún grado de organización o intento de capitalización de estos conflictos por parte de actores políticos locales. Algunos argumentan que al menos en los últimos tiempos pudo haber habido intentos de desestabilización por parte de actores externos o redes de crimen organizado. Sin embargo, estos eventos reconocen desde el punto de vista causal la combinación de factores estructurales con disparadores coyunturales. Sociedades caracterizadas por altos umbrales de pobreza y desigualdad, debilidad o ausencia de infraestructura estatal capaz de brindar bienes públicos de calidad, conflictos por el acceso a recursos naturales vitales para la reproducción de pueblos originarios y violencia sistémica contra minorías suelen a menudo experimentar comportamientos con potencial de desestabilizar (des)órdenes políticos frágiles o ilegítimos como resultado de causas puntuales que actúan como catalizadores.
En general se trata de cuestiones de orden material, como una crisis de balanza de pagos o la falta de energía o alimentos. Otras veces surge de aspectos religiosos, culturales o ideológicos. Últimamente aparecieron episodios derivados de problemas ambientales de magnitud, como sequías (incendios, falta de alimentos) o inundaciones. Este es el contexto en el que surgen movimientos o candidatos de características etnonacionalistas y populistas que pueden cuestionar los fundamentos del sistema político constitucional existente y hasta promover su remoción, como ocurrió en Bolivia y podría suceder en Chile, de aprobarse en septiembre el nuevo texto constitucional.