El cíclico retorno de un fantasma que siempre está al acecho
Saqueos: muestra del empobrecimiento social, se trata de un fenómeno presente en la historia argentina durante los últimos 35 años, cuyas causas, desde entonces, no han hecho más que agravarse
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El fantasma de los saqueos recorre la historia argentina durante los últimos 35 años. Es un fenómeno novedoso cuyas causas, desde entonces, no han hecho más que agravarse. Convive con otro más subrepticio y continuo, pero que constituye el otro testimonio de la desintegración social comenzada a mediados de los 70: las ocupaciones masivas de tierras públicas y privadas para radicar viviendas en zonas muchas veces no aptas para la habitabilidad humana.
Ambos dan cuenta del empobrecimiento social, la impotencia estatal y la relativización del Estado de Derecho. Lo llamativo es que se desplegaron durante el período democrático más sólido de nuestra historia contemporánea (aunque también en el que hubo más exclusión). ¿Cómo ordenar las causas y los caracteres de los saqueos ocurridos hace algunas semanas y sus similitudes y rupturas respecto de los anteriores? Intentaremos un breve ejercicio de comparación histórica.
Los saqueos de mayo de 1989, en medio del desenlace hiperinflacionario reiteradamente contenido durante los 15 años anteriores, fueron la develación de una realidad social asombrosa respecto de nuestro imaginario colectivo de integración y homogeneidad cultural. Al compás de la descomposición de la industrialización protegida desde los años 30, cientos de miles de trabajadores perdieron la formalidad amparados en sus organizaciones sindicales, hundiéndose en la desocupación y la precariedad laboral.
La “detonación” de 1989 coincidió con el fracaso del Plan Primavera, que dejó al BCRA sin reservas y cuya devaluación anticipada disparó, imparable, la sombra acuciante en 1975, 1981 y 1985. El hambre activó los reflejos de las organizaciones territoriales que en los nuevos asentamientos venían encomiándose a garantizar la subsistencia de sus vecinos mediante informales ollas populares. En ese contexto volátil, se atravesó del primero al segundo turno democrático.
La estabilización finalmente alcanzada merced a la convertibilidad, en 1991, puso coto a la transferencia regresiva de ingresos. Y aun la pobreza –que la hiperinflación espiralizó hasta las nubes luego de un ascenso de 16 puntos desde principios de los 80– perforó por un breve período el piso del 20%. Conforme al clima internacional de ideas con que la nueva versión del peronismo se alineó, se apostó fuerte a que el prodigio reintegrador no correría por cuenta de un Estado, sino del “mercado”.
Fue un grave error de percepción, como lo indicaban los crecientes índices de desempleo atizados por las privatizaciones y la paridad cambiaria convertible. Bastó el primer trastorno internacional, en 1995, para que la recesión evocara el carácter estructural de la exclusión que la mayor parte de la sociedad aceptó como costo fatal de la estabilización.
El gobierno tomó nota tardíamente, a raíz de los piquetes y fogones que se extendieron desde las cuencas petroleras hacia el GBA, en 1997, sentando las bases de organizaciones que aspiraban a representar sindicalmente a los destituidos. La nueva recesión comenzada en 1998 culminó en la depresión de 2001. Como en 1989, una fuga masiva de capitales obligó al gobierno del presidente De la Rúa a evitar el quiebre de los bancos implementando el denominado “corralito” de los depósitos, que suscitó la protesta de clases medias mediante “cacerolazos”.
A la par, en los grandes conurbanos la penuria extrema resurgió como 12 años antes, aunque esta vez “trabajada” desde intendencias y comisarías para que los referentes barriales saquearan “quirúrgicamente” comercios reticentes a pagar las cuotas protectoras de rigor. Desde entonces, saqueos y ocupaciones territoriales resultaron de un cuidadoso “armado” que los convirtió en un negocio en cuya base se asentaron mafias tributarias de los sistemas recaudatorios informales de municipios fiscalmente exhaustos para financiar la administración de la pobreza.
Desde la crisis del denominado “modelo de matriz productiva diversificada con inclusión social”, hacia fines de los 2000, el fantasma reapareció complicado por la tensión entre punteros territoriales de las intendencias, movimientos sociales y bandas delictivas. Ya en 2010 se registró el intento de una ocupación multitudinaria del Parque Indoamericano en Villa Lugano. Un fenómeno contiguo a la profundización de la informalización de la economía y su articulación con la inmigración de los países limítrofes para producir textiles baratos comercializados en La Salada. Los conatos de saqueos se reeditaron en vísperas de las fiestas de fin de año de los dos años posteriores a la reelección como presidenta de Cristina Fernández, en 2011.
Desde entonces, y durante una década, se los sustituyó mediante una ingeniería asistencial tan costosa como informal para contentar a los agregados de referentes territoriales y organizaciones sociales. Durante el gobierno de Mauricio Macri, el Ministerio de Seguridad nacional diseñó un sistema de coordinación entre comercios de proximidad y fuerzas policiales para filmar desde cámaras de monitoreo a los saqueadores y no darles el tiempo que antes se negociaba desde las jefaturas departamentales. Pero el sistema está desmantelado desde 2020. Luego vinieron la cuarentena, la radicalización de la miseria, la reactivación de 2021 y la crisis de 2022. Sin embargo, la conmoción que muchos daban por descontada desde diciembre de ese año no ocurrió hasta el último agosto.
Las causas fueron varias: el empobrecimiento abrupto generó, a diferencia de 1989 y 2001, más violencia, inseguridad y muertes procesadas implosivamente en los barrios. Y todo contribuyó a un repliegue temeroso de los vecinos. El piso alimentario desde comedores comunitarios y escuelas atemperó el cuadro de 1989 y 2001, así como la reactivación de un empleo informal oscilante, pero sostenido. Como contrapartida, la implosión motivó otras secuelas: el desdibujamiento de las figuras ordenadoras de los referentes territoriales, eclipsados –cuando no remplazados– por punteros narcos, y la fractura sociocultural entre trabajadores y marginados. Organizados en bandas, estos últimos absorben a niños y jóvenes desafiliados por “detonación” de sus hogares, donde se incuba una subcultura de la miseria, con sus respectivas jerarquías, estéticas, religiosidades, lenguajes tumberos y códigos normativos.
Pertenecer a una banda confiere respetabilidad, dinero fácil e identidad. Distinción que cotiza novedosamente exhibiéndose ante las cámaras de video comunitarias como potenciales militantes de choque de barras bravas o de movimientos políticos y sociales. Llegados a este punto, se yuxtaponen dos problemas adicionales: la volatilidad de las bandas disputándose territorios de influencia y su uso como dispositivo de presión corporativa en el reparto de las bocas de recaudación para la administración de la pobreza.
Desde las vísperas de la PASO, la radicalización de la violencia regulada por el mayor uso de estupefacientes indicaba que algo extraordinario iba a pasar. La “vagancia” marginal y sus “satélites” se dispusieron a recibir instrucciones por las redes sociales. Una operación de inteligencia detrás de la que se ocultan actores políticos que toman posiciones frente al recambio inminente. También, una suerte de ensayo sobre los riesgos, dado el novedoso alcance del narcoconsumo, que requirió su supervisión exhaustiva, evaluando la productividad de un viejo repertorio ante la fragmentación social y el incremento de la pobreza extrema. El mapa de su desarrollo contiene información aún no decodificada, aunque de designios inequívocamente mafiosos y antidemocráticos.
Miembro del Club Político y de Profesores Republicanos