El chat de mamis
Antes de que existieran los celulares, el misterio era total y nadie sabía dónde estábamos ni qué estábamos haciendo; y qué bien se vivía
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Hubo un tiempo que fue hermoso y fuiste libre de verdad. Nadie tenía celular y los pocos modelos que había los tenía el presidente, algún que otro empresario y, quizás, Susana Giménez. Entonces, como no había forma de comunicarse en tiempo real, lo que había era confianza. La madre dejaba que el hijo saliera a jugar con los amigos del barrio. Se iba a las tres de la tarde en pleno verano con la pelota bajo el brazo y volvía a las ocho. En el medio, el misterio absoluto. La madre no sabía si su hijo estaba haciendo dos goles, trepándose a un árbol o a las piñas con los otros chicos. Confiaba en que iba a volver y el chico volvía. Y si no volvía, iba a tocar timbre a la casa del amigo y ahí lo encontraba, con toda la banda, jugando al Sega, viendo la televisión o tomando Nesquik. Lo retaba, lo mandaba a bañar y al día siguiente se repetía la historia: se iba a jugar a la calle y confiaba en que iba a volver.
Lo mismo pasaba cuando ese hijo adolescente iba a bailar. Era confiar que llegaba, que entraba al boliche, que salía a la hora acordada, que se subía al colectivo y regresaba al hogar. No había a dónde llamar a chequear si había llegado bien. ¿Acaso el DJ de El Cielo iba a bajar la música para pasarle la llamada? ¿había un teléfono en la barra de Coyote para emergencias? ¿existía un 0800 en Pueblo Límite por si alguien no llegaba la hora que decía? Lo único que había era la confianza de que todo iba a salir como debía. Y también las dudas y el nerviosismo constante, porque ante un colectivo demorado, una travesura de chicos de quedarse un rato más o un olvido de la campera en el guardarropas se encendían las alarmas. ¿Dónde está? ¿Dónde se metió? Preguntas que solo se respondían cuando el susodicho regresaba.
Ni hablar del viaje de egresados a Bariloche. Diez días de misterio absoluto en torno a todo lo que pasaba y donde los únicos responsables eran dos coordinadores de veintitrés años con cero experiencia en primeros auxilios, nulo conocimiento en coordinación de grupos y amplia expertise en problemas y consumo de alcohol.
Nieve, perro San Bernardo, Grisú, By Pass y Cerebro. El único adulto con todas las letras era ese padre cansado y obligado a viajar, pese al ruego de su hijo que le decía que le iba a arruinar el fin de curso. Pero pese a todo ahí estaba, siguiendo de atrás a un grupo de adolescentes que se le escapaban por todos lados. A todo reventar llamaba una vez por día a otro padre para contarle las novedades y ese padre llamaba a otro, que llamaba a otro y así daba curso a una cadena humana de llamados bastantes inconexos. Es que si hoy en día, con la fiebre del grupo de WhatsApp de Mamis hay malos entendidos y teléfono descompuesto, es bueno preguntarse qué llegaron a comunicarse y con qué fidelidad en aquellos tiempos. Quizás una frase como “hoy fuimos al Cerro Otto” terminó en los oídos del último padre como: “Hoy jugamos al Lotto”. Y así había que ser bastante cauto a la hora de comunicar. Por ejemplo, si alguien se patinaba en la nieve y todos se reían, el momento quedaba ahí. Pero ahora, eso es enviado con un video a un grupo donde todos los padres se ametrallan a mensajes, la mayoría repetidos hasta el infinito: “¿Está bien?”; “¿Qué pasó?”; “No se rían, ¿está bien?”; “Yo no me río”; “¿Fue al médico?”; “¿Está bien? ¿Fue al médico?”; “Leamos los mensajes por favor, ya preguntaron si está bien”; “¿Está bien?”.
Para cuando el grupo vuelve a Buenos Aires ya no hay nada para contar. Todos vieron todo y ni siquiera hay secretos. Ya se compartió hasta el hartazgo qué se pusieron para la fiesta de disfraces, quién fracasó con los esquíes y hasta quién terminó a los besos con quién. Se perdió la famosa frase: “¡No sabés lo que pasó!”. No hay que ir a la casa de nadie para ver la foto revelada y ensobrada en un álbum de Kodak. Lo que pasó en Bariló quedó olvidado en Bariló.