El censor que llevamos adentro
En la Feria del Libro, el Nobel sudafricano J.M. Coetzee recordó su sorpresa cuando se enteró de quiénes habían sido sus censores durante el apartheid. La experiencia lo llevó a sombrías conclusiones sobre este viejo oficio
Esta tarde voy a hablar sobre la censura ", dijo J.M. Coetzee al empezar su conferencia magistral en la Feria del Libro, hace unas semanas. Fiel a su estilo, no improvisaba, sino que incluso esas primeras palabras estaban escritas, y él las leía con la misma seriedad con que las había leído, antes, en Curitiba, Texas, París y vaya a saber cuántas otras ciudades, como un cantante de rock que repite las mismas canciones, ora ante un auditorio, ora ante otro, hasta dar la vuelta al mundo entero. Sólo que Coetzee, el sudafricano que ganó el Nobel de Literatura en 2003, es lo menos parecido a una estrella de rock que podamos imaginar.
Introvertido, parco, pausado : no en balde Coetzee tiene fama de ermitaño. Un colega que trabajó con él durante diez años dice que lo vio reír sólo una vez y que asistió a cenas en las que el autor no pronunció palabra en toda la noche. Tampoco sonrió esa tarde en la Feria. A los aplausos, al final del discurso, respondió con una inclinación de cabeza. En contraste con ese silencio, su prosa es afilada como un cuchillo de carnicero: parca, sin ornamentos, cada palabra escrita parece estar ahí por necesidad. Por eso, cuando me enteré de que hablaría sobre la censura supuse que diría algo original a pesar de que ya se ha escrito tanto sobre el asunto.
Coetzee conoce el tema de primera mano. Durante el apartheid , la censura era el telón de fondo para todos los artistas sudafricanos. Sin embargo, sus novelas nunca fueron censuradas aun cuando tocaban temas políticos y morales espinosos. A Coetzee esto siempre le resultó extraño y, por eso, cuando hace unos años un investigador se ofreció a enviarle los informes de sus censores, él aceptó inmediatamente.
En cuanto empezó a leerlos se quedó atónito: los censores no habían sido "burócratas humildes y anodinos que llegan puntualmente a su trabajo a las ocho y se pasan el día hojeando libros, subrayando en rojo párrafos ofensivos y que cuando suenan las cinco, cierran la oficina y toman el colectivo para volver a sus casas y pasar el resto de la tarde mirando tonterías en la televisión". Por el contrario, se trataba de profesores universitarios a quienes él conocía e, incluso, uno de ellos era una novelista en cuya casa él mismo había estado tomando té, sin tener ni la más remota idea de la verdadera relación que los unía. "Diariamente me codeaba con personas que en secreto estaban emitiendo juicio sobre mí, sobre si debía o no ser publicado y leído en mi propio país", dijo Coetzee.
Este desconocimiento de quienes nos rodean, este asombro ante el verdadero ser de quienes amamos, este aislamiento del individuo en medio de los otros son temas recurrentes en la novelística de Coetzee. También es recurrente un clima de profunda desesperanza en la especie humana. De todas sus novelas, probablemente sea en Desgracia donde esta ausencia de fe se manifiesta de modo más conmovedor.
Desgracia fue el primer libro que Coetzee escribió después del apartheid . El primero que no pasó por las manos y los ojos de los censores antes de ser publicado. Más allá del argumento de la historia -el desmoronamiento vital de David Lurie-, la novela muestra la situación de anarquía que vivía Sudáfrica, y tiene como tema central el poder -y la inequidad que inevitablemente provoca el poder- no sólo en el campo de la política, sino también entre hombres y mujeres, padres e hijos, profesores y alumnos, humanos y animales.
En un momento de la historia, un personaje menciona "la larga historia de explotación de la que esto es parte". Esa larga historia de explotación marca a fuego la obra de Coetzee. Una obra que, tomada en su conjunto, tiene al ser humano como personaje principal: el ser humano como depredador inteligente que trae al mundo la paradoja de ser el único animal capaz de un pensamiento ético y, a la vez, el que perpetra las crueldades más perversas.
Una variante de esta paradoja caracteriza también a la censura. Coetzee continuó su charla diciendo que, después de leer los informes sobre sus libros, se dio cuenta de que los censores se veían "no sólo como guardianes de la moral y la seguridad del país, sino también como guardianes de la república de las letras", como "una especie de héroes ignorados" que probablemente "se hayan considerado buenas personas trabajando en momentos históricos difíciles" sin que nadie reconociera ni agradeciera el valor de su trabajo.
Desesperanzados, completamente escépticos, así son los personajes de Coetzee, y así es también su visión del ser humano y de toda posibilidad de transformación social y política. Quizás esa desesperanza tenga que ver con la desilusión del autor cuando, tras la caída del apartheid , comprobó que los que vinieron después tampoco representaban precisamente el paraíso de los justos; o con su experiencia en Estados Unidos, cuando se le negó la residencia por haber participado en protestas contra la Guerra de Vietnam; o con su constatación de nuestra reiterada crueldad con los animales, con los más débiles, con nuestro prójimo más cercano.
"¿Qué habrá que hacer?", se pregunta Lurie en Desgracia después de que tres campesinos negros violan a su hija y ella se niega a denunciarlos. "Nada menos radical que empezar de nuevo desde el ABC. Para cuando las grandes palabras vuelvan reconstruidas, purificadas, dignas de que se confíe en ellas de nuevo, él ya habrá muerto." La colosal tarea de reconciliación es imposible, parece decir Coetzee: habría que inventar de nuevo el lenguaje -un lenguaje que no distinga entre ellos y nosotros, que no admita apartheids , holocaustos, dictaduras- para que el mundo empiece a ser más justo.
"Tal vez sonriamos al oír que alguna vez, en un lejano país de África, el régimen estableció un elaborado sistema para impedir que los ciudadanos miraran imágenes de cuerpos desnudos o leyeran los escritos de Karl Marx", dijo Coetzee hacia el final de su conferencia en la Feria. "Al menos somos mejores que eso, nos gusta decirnos; al menos nos deshicimos de los sombríos censores y afirmamos nuestra libertad de leer y mirar lo que nos venga en gana; al menos en algo progresamos."
Pero ¿es real ese progreso?, preguntó a continuación, e inmediatamente respondió de modo negativo, al decir que en 1950 nadie habría creído que, medio siglo más tarde, sería delito hacer una declaración pública sometiendo el islam al mismo tipo de escrutinio histórico que se le aplica al cristianismo.
"La verdad es que no existe el progreso cuando se trata de la censura", dijo Coetzee para cerrar su discurso. Y culminó: "Llevamos el impulso censor en lo más profundo de nosotros. Cuando se nos niega un objeto de deseo, encontramos otro. Cuanto más cambian las cosas, más iguales permanecen".
Pensar que el enemigo es siempre el otro es un error: la amenaza viene de nuestra naturaleza humana. Es muy probable que el peor enemigo de la justicia sea bajar la guardia: creer que porque vivimos en democracia estamos a salvo de las inequidades del pasado.
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