El caso Vicentin como ensayo de un proyecto autoritario
El proyecto de expropiación del complejo agroindustrial Vicentin constituye un caso conspicuo del anacronismo ideológico que abarca a porciones no menores tanto de nuestra clase política como de la sociedad. Es indudable que la firma está atravesando una situación crítica cuyas causas y responsabilidades habrá que dilucidar en los estrados judiciales. Tanto como que se la ha escogido para probar un experimento político de más largo aliento. Sus lineamientos generales son esbozados por el Instituto Patria y luego, reproducidos por distintos voceros de oficio. Su núcleo es el "nuevo contrato social" que el kirchnerismo irá diseñando durante la presente gestión transicional para su final consecución en la siguiente, después de 2023. Una prospectiva de secuencias análogas a las de otras experiencias autoritarias afortunadamente fallidas durante las últimas décadas.
Lo llamativo de esta última versión regeneracionista es menos el sustantivo de su denominación –"contrato"– que su adjetivo –"nuevo"–, porque se trata en el plano económico de la reedición de políticas ensayadas entre la Gran Depresión de 1930 y el final de la segunda posguerra. Una curiosa antigualla cifrada en la situación de excepcionalidad de la pandemia, pero que se inspira en una rancia concepción ideológica. Aquella que concibe a la trayectoria histórica del país como una guerra eterna entre dos entidades antitéticas: el pueblo, indiscernible de la nación, y la oligarquía, su enemiga, ambas trabadas en una suerte de dialéctica maniquea entre el bien y el mal, lectura que produce varias consecuencias, entre las que se destaca la reivindicación de políticas e instituciones cuyo fracaso no se interpreta como tal, sino como una batalla perdida que aguarda su revancha en el momento oportuno.
Durante los últimos 40 años el país ha experimentado una verdadera revolución agropecuaria cuyos contornos los sectores ideologizados metropolitanos ignoran o se resisten a comprender por necedad ideológica
La eventual estatización de Vicentin es menos importante en términos cuantitativos –esa empresa solo ocupa el 10% de las exportaciones granarias– que cualitativos, consistentes en convertirla en cabecera de puente de otro experimento: una empresa nacional de alimentos que garantice la "soberanía alimentaria" mediante la regulación de los precios de su comercialización. Inscribe a la firma en el campo de la oligarquía, y por lo tanto la corresponsabiliza de la pobreza y del "hambre del pueblo". Un juicio que pasa por alto que durante los últimos 40 años el país ha experimentado una verdadera revolución agropecuaria cuyos contornos los sectores ideologizados metropolitanos ignoran o se resisten a comprender por necedad ideológica.
El proyecto se asocia a otra idea extraída del arcón de instituciones del pasado, como la recreación de la Junta Nacional de Granos, diseñada –al igual que otras entidades anticíclicas– por el gobierno del general Justo y su ministro Luis Duhau a principios de los 30 en procura de contener el impacto de la depresión internacional en los sectores agroexportadores mediante un sistema de precios sostén. Luego de un desempeño eficiente en sus primeros años, tanto esta como las demás juntas reguladoras fueron colonizadas por intereses prebendarios. La inflación comenzada a mediados de los 40 y la volatilidad cambiaria desde fines de los 50 fueron el caldo de cultivo de su instrumentación para distorsionar los precios, lo que generó posiciones de privilegio contrarias al interés general. El saldo fue exactamente contrario al espíritu de sus inspiradores: tendió a concentrar poder económico en grupos empresariales de industriales y comercializadores subsidiados por sucesivos auspiciantes políticos a costa de los productores.
Su disolución en los 90 rompió esas madejas colusivas y habilitó un impresionante flujo de inversiones. Conjugadas con los aportes de la revolución tecnológica posterior a la Guerra Fría, aumentaron sideralmente la oferta y proyectaron al país hacia un sitio más respetable en los mercados internacionales. Desde los 2000, sobre todo, en los del eje Asia-Pacífico con China a la cabeza. Sus jalones fueron la nueva técnica de la siembra directa, la utilización de semillas transgénicas, la difusión de nuevos herbicidas y los silobolsas, las cosechas dobles y la ganadería de invernada en corrales artificiales (feedlocks). La superficie cultivada se duplicó y se extendió a las provincias del interior, atenuando nuestra histórica asimetría regional.
Su producto estrella, la soja –en cuyo procesamiento y comercialización exterior Vicentin se especializa–, no operó en desmedro de los cultivos alimentarios tradicionales, que también se expandieron, aunque a un ritmo menor. La Argentina está actualmente en condiciones de alimentar a 400 millones de personas, con lo que derrumba otra falacia del discurso oficial: la soberanía alimentaria. La nueva "revolución en las pampas" no ha sido solo económica, sino también social. Los grandes latifundios han sido reemplazados por una amplia gama de sectores encadenados de productores, industriales, proveedores de insumos, contratistas de maquinaria, corredores, cooperativas, ingenieros agrónomos y ahorristas de las nuevas ciudades medianas renacidas que componen un compacto bloque de intereses mucho más vasto que el de los arrendatarios y colonos de la Pampa Gringa de hace un siglo. Significativamente, muchos de estos segmentos perjudicados por el estado financiero de la empresa en la actual coyuntura impugnan sin excepción su estatización.
El cambio social interpela también a la política. Porque la rentabilidad de este próspero pero esforzado racimo de actividades está condicionada por factores impredecibles que abarcan desde el clima hasta la evolución de los precios internacionales, pasando por la voracidad fiscal, además de la inflación y la volatilidad cambiaria endémicas del país. No admite, por lo tanto, una presión tributaria confiscatoria ni maniobras burocrático-administrativas que comprometan su competitividad. Mucho menos su estigmatización ideológica en nombre de repertorios perimidos. Basta con tocar uno solo de sus eslabones para que se dispare la solidaridad del resto. Así ocurrió en 2008 y lo ha vuelto a hacer desde principios de año, activándose aún más a raíz del caso Vicentin, empresa que deberá responder, no obstante, sobre las causas de su situación. La mancha se extiende a sectores de las clases medias de las grandes ciudades, hartas de pagar con sus impuestos los de estatizaciones y prebendas estatales de los amigos del poder de turno. Se expresan mediante cacerolazos y movilizaciones que van dando contenido a una oposición que apelará a importantes sectores territoriales del peronismo.
Esta masa crítica requiere de un sector representativo poderoso capaz de enunciar un relato alternativo al de la vieja mitología nacionalista poniendo en negro sobre blanco las nuevas realidades socioeconómicas y culturales, y el diseño de un patrón de crecimiento reparador de nuestro dañado tejido social. Solo así se podrán plantar los cimientos de la resolución del crónico empate argentino político y socioeconómico exhibido como trofeo por la dialéctica reaccionaria. Y quizás, en un plazo mediano, recuperar la confianza perdida, volver a crecer dejando atrás las idealizaciones de un pasado sórdido, y empezar a remitir nuestra pobreza suburbana y rural en cuya explotación política y económica sustentan sus privilegios retardatarios administradores disfrazados de progresistas.