El caso García Belsunce nos recuerda por qué no confiamos en la Justicia
Alcanzan cuatro capítulos de Netflix para recordarnos por qué hemos perdido la confianza en la Justicia.
El documental sobre el crimen de María Marta García Belsunce expone con crudeza la incompetencia del sistema judicial y acentúa, en el ciudadano común, una sensación de orfandad e indefensión. Muestra lo que ya sabemos, pero lo muestra en su desnudez: la Justicia nunca aclara nada, siempre embarra la cancha, escribe montañas de expedientes para decir una cosa y exactamente la contraria. Con las mismas pruebas, un acusado puede ser culpable o inocente. Es un sistema que se regodea en su ineficiencia y que siempre encuentra atajos y justificaciones para garantizar impunidad. Experta en pisotear la escena del crimen, es una Justicia con auxiliares muy débiles, con departamentos periciales que han pasado de ser referencia internacional a convertirse en oficinas públicas y con investigadores que ni siquiera parecen haber leído los policiales de Agatha Christie.
El caso Belsunce corre el velo sobre una Justicia –la de la provincia de Buenos Aires– que, en lugar de investigar, manosea los casos. Puede dar vueltas durante veinte años alrededor de un crimen para no llegar a ninguna certeza. Detrás de esa realidad hay policías y funcionarios judiciales que manipulan la información y las pruebas, que han perdido capacidad técnica y formación profesional para investigar delitos de relativa complejidad.
La serie muestra una escena que parece trivial, pero que, sin embargo, resulta muy reveladora. En pleno juicio al viudo de María Marta, la presidenta del tribunal dedica un tramo crucial de la audiencia a pelear con el abogado de la defensa por la temperatura y la orientación del aire acondicionado
La serie muestra una escena que parece trivial, pero que, sin embargo, resulta muy reveladora. En pleno juicio al viudo de María Marta, la presidenta del tribunal dedica un tramo crucial de la audiencia a pelear con el abogado de la defensa por la temperatura y la orientación del aire acondicionado. Si intentáramos desentrañar la anatomía secreta de ese instante, quizá podríamos ver hasta qué punto llega el extravío de una Justicia que ni siquiera parece reconocer el tamaño de su responsabilidad ni el valor de su investidura. Muestra a un sistema judicial que se pierde en la minucia, se distrae y se enreda en su propia inoperancia, pierde el foco y hasta derrocha energías en una exhibición de vulgaridad y pequeñez. La verdad, muchas veces, se esconde en los detalles.
Cuando el documental muestra a uno de los testigos sumergido en un pozo ciego para buscar una bala bautizada como "pituto", en realidad muestra otra cosa: muestra el amateurismo y la desprolijidad con que se realizan procedimientos fundamentales para cualquier investigación criminal. La pregunta resulta obvia: si esto ocurría en un caso que conmocionaba al país y atraía, naturalmente, todos los reflectores, ¿qué podemos esperar de la investigación de un crimen menos resonante o de un delito común y corriente? Padecemos una Justicia lenta, engorrosa, atrapada en sus propios vericuetos. Las reformas procesales no han cambiado las cosas. Al contrario: han agregado burocracia. Son reformas que –como la que se propone ahora en la Justicia Federal– se han hecho a la medida de oportunismos políticos. Para las víctimas y los ciudadanos, los nuevos códigos procesales no han aportado ningún alivio tangible.
La de Belsunce tiene un hilo conductor con otras causas que nos han conmovido. La misma combinación de chapucería, ineficacia y cosas peores se ha visto en la causa Nisman, en la del terrible atentado contra la AMIA, en crímenes resonantes como el de Nora Dalmasso o en las tragedias de LAPA o de Cromañón. Es un listado arbitrario, pero si se incluyen las causas por corrupción se verá que la inoperancia judicial no es una excepción: es una constante. Tampoco es patrimonio exclusivo de la Justicia Federal o bonaerense. Todos los poderes judiciales (provinciales y nacional) parecen afectados por una generalizada degradación funcional e institucional. La politización, por supuesto, es un mal que corroe a magistrados de todos los niveles y jurisdicciones.
El caso de la Justicia bonaerense, sin embargo, tiene una particularidad que lo distingue del fuero federal: está menos expuesto, quizá menos sometido al escrutinio permanente. Eso ha permitido que, durante décadas, se enquistaran en altas posiciones del Poder Judicial magistrados que, demasiado tarde, han sido expulsados por su grotesca connivencia con el delito. El propio sistema, muchas veces, los termina protegiendo. Es el caso (a propósito de Belsunce) de uno de los camaristas que absolvió de culpa y cargo a Carrascosa: Martín Ordoqui está acusado de integrar una banda delictiva, pero (a casi 3 años de su suspensión) ni siquiera se ha reunido el jury para avanzar en la destitución.
Ordoqui no era una oveja negra. Era uno de los referentes de un Poder Judicial en el que pisaban fuerte César Melazo (preso por liderar una banda delictiva) y fiscales como Fernando Cartasegna y Tomás Morán, destituidos por hechos vergonzantes. Ordoqui integra, además, el tribunal que preside Víctor Violini, famoso por la liberación masiva de presos con la excusa de la pandemia y uno de los máximos exponentes de la Justicia militante.
En estos días hemos hablado mucho de la politización y el adoctrinamiento docente. Es, sin duda, uno de los virus más peligrosos con los que nos toca lidiar. Pero deberíamos hablar también de ese virus en la Justicia y del daño que provoca la ideologización de los magistrados. Diana Cohen Agrest habla de un Poder Judicial colonizado por el garantismo abolicionista. La consecuencia –afirma– es "un sistema cómplice: una justicia injusta".
Está claro que entre jueces y fiscales conviven distintos criterios e interpretaciones. Pero en las últimas décadas se ha caído en una arbitrariedad que siempre es funcional a la impunidad. Los hechos importan poco y nada. Las pruebas se acomodan a la medida de un relato. Para un fiscal, como el que intervino en la usurpación de Cariló, hasta la propiedad privada queda sujeta a su burda interpretación. Recuerda la idea (acaso irónica o exagerada) de un historiador francés: "La interpretación es un método de tortura aplicado a un texto (a una prueba o a una ley) para obligarlo a que diga aquello que, en verdad, no dice". El fiscal Eduardo Elizarraga no es, por cierto, una excepción en el paisaje técnico y moral de la Justicia bonaerense. En la metáfora del historiador francés (Charles Guignebert), no es el único "torturador" de hechos y de leyes para hacerles decir lo que no dicen. El problema es que todo eso, en el fondo, es una tortura para las víctimas
Solemos ver con mayor frecuencia las fallas en el ámbito penal, pero no son menos graves las que existen –por ejemplo– en el fuero de familia, donde todos los días se juegan los dolores y destinos de padres, madres e hijos.
También debe decirse –por supuesto– que hay muchos jueces y fiscales honestos y dedicados, competentes y ecuánimes. Son los que aportan ejemplos de dignidad y permiten alentar la esperanza de una regeneración institucional. Les toca, sin embargo, remar contra la corriente. Deben trabajar en juzgados y tribunales saturados de causas, con herramientas precarias y procedimientos obsoletos. En algunas áreas (como la Procuración bonaerense) han incorporado tecnología de vanguardia. En otras siguen cosiendo expedientes y trasladándolos en carretillas. Lo que se necesita –sin embargo– no es tanto 2.0 ni software de última generación. Tampoco se necesita un reformismo galopante. Se necesita recuperar el prestigio, la transparencia y el profesionalismo en el servicio de justicia. La ciudadanía necesita volver a creer en un sistema que a María Marta García Belsunce (como a tantas otras víctimas) no le concede "ni justicia".