El caso Fernando Báez Sosa: la foto y la película
Tal vez convenga alejarse un poco para ver en perspectiva que el horror que tuvo lugar en Villa Gesell es producto de una suma de fallas y carencias
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Hay palabras que, de tan ricas, pueden confundirnos: a veces no sabemos bien cuál de sus significados es el que corresponde en una frase o en una circunstancia determinadas. La que me ocupa hoy -una palabra común, que usamos con frecuencia- puede designar tanto una delicia de la cocina peruana como un proceso judicial, pero también un motivo o la razón (a veces, la sinrazón) por la que ocurren las cosas.
El término “causa” -lo habrán deducido ya- se forjó allá lejos y hace tiempo en los albores del pensamiento griego. Fueron los presocráticos, cinco o seis siglos antes de nuestra era, los primeros en preguntarse por qué se producen los fenómenos naturales. Hasta ahí, los mitos “explicaban” que la lluvia o los terremotos obedecían a algún dios enojado o similares motivos de fantasía.
Los chicos son filósofos en potencia: insisten con su “¿por qué?” para tratar de entender ese mundo vasto y embrollado al que han venido. Necesitan armar en sus cabezas alguna lógica para prever lo que sucederá e, incluso, poder medir los efectos de sus propios actos. Así, en el mejor de los casos, se van haciendo adultos. Ser adulto significa, fundamentalmente, asumir la responsabilidad por las acciones y elecciones que realizamos. El núcleo mismo de la Ley es la prohibición. Es en base a lo que no se debe hacer que se construye el sujeto, alguien capaz de entender el lazo entre causa y consecuencias.
Claro que no todo es tan matemático: ni el universo es un ovillo azaroso de sucesos sin sentido, ni la lógica de causas y efectos es tan unívoca, transparente y lineal como nos gustaría. En el terreno de lo humano se mezclan y se influyen muchos factores que, a veces, hacen difícil distinguir las cadenas causales.
Los encargados de transmitir esos principios para que los niños armen su propio razonamiento son los padres; pero ellos, a su vez, han sido receptores de esa legalidad que regula la existencia en lo personal, lo familiar y lo social. Nadie, por más poderoso que se crea, está por fuera o por encima de esa estructura.
En estos días nos inundan emociones amargas: el dolor por el asesinato de Fernando Báez Sosa, la espera de la sentencia pero, sobre todo, la zozobra que produce presenciar, una y otra vez, el horror. Es que no entendemos: ¿qué llevó a esos ocho jóvenes a cometer tamaño crimen? Somos todos niños preguntándonos el porqué, la causa del espanto. En gran medida, la respuesta a tal interrogante determinará el castigo. ¿Dolo eventual? ¿Una circunstancia desafortunada y no prevista? ¿Alevosía y premeditación? En suma, ¿qué motivó la conducta criminal?
Tal vez sea preciso alejarse un poco para ver más allá de la foto y advertir que en realidad se trata de una película, una secuencia de situaciones entrelazadas.
El permanente ataque a la Justicia que emana de las máximas autoridades políticas de nuestro país transmite un mensaje peligrosísimo: la ley es cartón pintado, los poderosos (o los que se creen tales) pueden torcerle el brazo y actuar movidos por sus pulsiones y sus caprichos. Tiranos y psicópatas de todas las épocas han encarnado semejante delirio. ¿Cómo instaurar, para la gente de a pie, la sana lógica de la responsabilidad si quienes nos gobiernan se muestran indiferentes a ella?
El Estado es, o debería ser, el representante máximo de la ley, su garante y su referente. Los padres, maestros, funcionarios y líderes son eslabones imprescindibles en esa cadena de transmisión que funciona al modo de una cascada: la legalidad derrama e impregna desde esa cúspide hacia toda la sociedad. Cuando ese esquema falla, los efectos no tardan en producirse. En lugar de una nomocracia (de nomos, ley en griego), el imperio de la ley, vivimos en una nomofobia. La ley se vive como un obstáculo a remover, una molestia, un impedimento a mis deseos. El jurista Pierre Legendre afirma que los humanos “nacemos dos veces: a (y de) los padres, y a la ley”. A diferencia de los animales, no tenemos crías sino hijos, es decir, seres ligados a las normas, afectados por el límite y atravesados por las reglas de convivencia.
No podemos establecer con certeza ni rigor científico las causas de las acciones humanas, como si se tratara de fenómenos de la naturaleza. Sin embargo, sí es válido y necesario interrogar la diversidad de elementos que intervienen en la cuestión.
En una lúcida nota titulada “Interrogantes sobre la condición humana” (LA NACION, 20 de enero de 2023), Diana Wang nos recuerda el libro de William Golding El señor de las moscas, un clásico de la literatura de ciencia ficción donde se relata “una orgía de persecución y muerte en manos de chicos de 10 años”. Actúan, torturan y matan en manada. La característica fundamental de estos niños es que sobreviven a un accidente aéreo en el que mueren todos los adultos. No hay, en toda la novela, un padre. Nadie que diga “no”, ningún mayor que instale una prohibición.
La palabra “causa”, en griego aitía, antes de convertirse en un concepto abstracto de la filosofía y la ciencia, era algo bien concreto: aitiós significaba “asesino”. El que causa la muerte de otro, y por eso debe ser encausado. Tal vez nunca sepamos (posiblemente, también ellos lo ignoran) el motivo de la conducta criminal de los ocho acusados. La mente es un laberinto casi indescifrable. Lo único que podemos afirmar y sostener es que la ley es para todos, y sanciona las acciones de los sujetos que eligieron ignorar la prohibición fundante de la existencia humana: no asesinar.
Filósofa, escritora