El caso De Vido, un paso adelante
Desde hace 10 años los medios de prensa comenzaron a divulgar, cada vez con mayor intensidad, graves actos de corrupción que involucraban a importantes ex funcionarios kirchneristas. Entre ellos, Julio De Vido, ya sea en forma directa o a través de testaferros. Tales actos podían configurar delitos que conllevaban el enriquecimiento del funcionario a costa del Estado o, al menos, inconcebibles faltas de ética republicana condenadas por el artículo 36 de la Constitución. En ambos casos se imponían investigaciones administrativas y judiciales para determinar el grado de verosimilitud de aquellas denuncias a fin de preservar el principio de autoridad y la presunción de inocencia, y disipar las dudas que brotaban en la sociedad sobre la honestidad de sus gobernantes.
En la Argentina el fenómeno de la corrupción gubernamental nunca tuvo la difusión pública registrada en estos años. Ella no se oculta ni su conocimiento y desarticulación se reservan a ciertos sectores sociales. Acarrea un mecanismo de control horizontal desde la ciudadanía muy positivo porque le permite conocer sus secuelas desfavorables para el bien común, una mayor preocupación social y una sólida firmeza para su condena. Esa difusión reduce los riesgos respecto de la expansión de los comportamientos lesivos para los valores morales que nutren a un pueblo, mediante el funcionamiento de los anticuerpos éticos que alberga toda sociedad civilizada. Anticuerpos que, si bien pueden ser insuficientes para provocar sanciones jurídicas, son eficaces para desencadenar sanciones sociales, que muchas veces son más severas que aquéllas, tal como se deduce de los resultados electorales de 2015 y 2017. En ambos casos no solamente fue rechazado el populismo autoritario, sino también la corrupción.
Sin embargo, prosigue la perplejidad ciudadana al constar la ineptitud o politización de ciertos jueces federales de instrucción y fiscales que poco o nada hicieron para esclarecer aquellos hechos. Su pasividad y complicidad con la corrupción provocaron un daño inmenso en la autoridad del Poder Judicial y, por añadidura, en la estructura institucional de la República. Que algunos de esos jueces resolvieran desempolvar ciertas causas penales contra aquellos funcionarios en modo alguno avala su conducta anterior, y menos aún el enriquecimiento ilícito de integrantes del estamento judicial. Esa perplejidad también se proyecta sobre aquellos integrantes de la Cámara de Diputados que se negaron a excluir de su seno a De Vido sobre la base de los principios morales que menciona el artículo 66 de la Constitución, siguiendo así el mal ejemplo registrado en 1985 cuando ese cuerpo legislativo rechazó el pedido de desafuero del diputado Norberto Imbelloni, quien estaba involucrado en el homicidio de un colaborador de Jorge Triacca. Antes de concluir su mandato se trasladó al Paraguay donde, algunos años más tarde, fue extraditado, juzgado y condenado a pena de prisión por los jueces nacionales. También se apartaron del ejemplo que dieron en 1991 con el diputado Ángel Luque, que fue excluido de la cámara por sus excesos verbales; y el propio De Vido no tuvo la grandeza republicana de Eduardo Angeloz, que solicitó la suspensión de sus funciones de senador para quedar sometido a un proceso penal, en el cual luego quedó acreditada su inocencia.
La decisión de la Cámara de Diputados tomada anteayer al desaforar a De Vido para someterlo a la autoridad de dos jueces federales es una señal positiva y quizás sea el inicio de una nueva etapa judicial traducida en el respeto a la Constitución, a la ética republicana y a las sanas aspiraciones de un pueblo para que la corrupción sea definitivamente erradicada de la función pública. Un ejemplo para las jóvenes generaciones que no fueron salpicadas por aquel flagelo. Es una decisión que priva a De Vido de las prerrogativas propias de los legisladores y lo somete a la autoridad judicial en un plano de igualdad con cualquier otra persona imputada por la comisión de delitos. Es de esperar que decisiones similares se adopten respecto de otros legisladores para fortalecer las instituciones democráticas y que los magistrados judiciales actúen con la máxima celeridad posible para disponer su condena o absolución conforme a las reglas del Estado.
Doctor en Derecho, profesor emérito de la UBA