El camino es el gradualismo, con fuertes inversiones
El Gobierno debe evitar una nueva caída en el ciclo de ajustes y populismo que marcó la decadencia del país
El gradualismo económico tiene mala imagen porque parece que significa hacer de a poco, lentamente, lo que se podría hacer de una manera más rápida, más contundente. Esa confusión existe en la Argentina de los últimos 65 años. Recuerdo a Mariano Grondona, hace más de 25 años, diciendo algo así como "los argentinos nos la pasamos saltando para bajar las manzanas de un árbol, en lugar de usar una escalera y subir escalón por escalón". Y ya hace 12 años que escribí junto con Martín Lousteau Sin atajos, cuya tesis central es justamente el fracaso de las políticas de shock (atajos), cuyo éxito se basa en "logros" que no son sostenibles ni política ni socialmente. La Argentina de los últimos 65 años está plagada de esos "atajos" macroeconómicos basados en planes espectaculares, cambios monetarios, megadevaluaciones que sólo funcionaron durante un período, más o menos largo dependiendo de las circunstancias externas.
Otra forma de entender lo que ha pasado en la Argentina en estos 65 años es analizarlos desde el punto de vista cambiario. En este período sufrimos cinco procesos de atrasos cambiarios superiores al 50%, que condujeron a crisis externas y/o fiscales que, excepto en el último caso, dieron lugar a megaajustes y políticas de shock. Los cinco procesos fueron los de: Perón, en el período de 1952-1955; Perón, en el de 73-75; Videla, en el de 78-80; Menem, en el de 91-99, y los Kirchner, en el de 2007-2015. Esos períodos de dólar barato posibilitaron mejoras en la capacidad adquisitiva de los salarios más bajos, porque abarataron el costo de los alimentos y de los bienes importados. Y consecuentemente produjeron éxitos electorales contundentes. Pero esas mejoras no eran sustentables; cuando el colapso de las economías exportadoras (y en los 90 el impacto de las importaciones en la industria) generaba las crisis en las cuentas externas y fiscales, surgía la huida de capitales y sobrevenían las devaluaciones y la caída del salario real. A veces se intentaron corralitos, cepos, controles de precios y de cambio, atrasos tarifarios, "mesa de los argentinos" y otros intentos de tapar el sol con la mano, que sólo lograban atrasar y empeorar la situación.
En casi todos los casos aquellos gobiernos populistas fueron reemplazados por otros, generalmente no peronistas, que aplicaron los ajustes, al precio de una importante caída del salario real y del empleo. El consecuente descontento social hacía muy difícil el éxito electoral de los "ajustadores" y, consecuentemente, al cabo de unos pocos años, retornaban los populistas al poder. Éste era el plan de CFK si ganaba Scioli; que no tenía más remedio que implementar un fuerte ajuste, especialmente si no generaba confianza externa. Y el kirchnerismo duro lo iba a acusar de "ser la derecha" y lo iba a voltear para que Kirchner volviera al poder en 2017, con la ayuda de Zannini, y con el dólar y las tarifas ya ajustadas. El modelo fue admitido implícitamente por Guillermo Moreno en febrero último cuando afirmó que "Macri es un paréntesis entre dos décadas ganadas".
El desafío del Gobierno es evitar caer en ese círculo tramposo de populismo y ajuste que explica la decadencia argentina de las últimas siete décadas. Y la receta para lograr ese objetivo transita por un gradualismo fiscal y cambiario. El objetivo es doble, pero en realidad son las dos caras de la misma moneda. Por un lado, se trata de evitar los costos políticos del ajuste a un gobierno no peronista, cuando los cuatro anteriores no lograron terminar su mandato. Y, por otro lado, no permitir que sean los más pobres los que paguen el costo del ajuste y se enriquezcan aún más los dueños de los ahorros en dólares. O sea, ese gradualismo responde a una necesidad ética y a una conveniencia política, sintetizada en el compromiso de campaña de eliminar la pobreza.
Pero la transición gradualista no es sencilla para el mundo empresario; con un tipo de cambio todavía apreciado, los costos laborales (salarios más cargas sociales) van a ser mucho más altos que la productividad media del trabajo. Y los impuestos demasiado altos para la calidad del gasto público que recibimos, ya que la informalidad impositiva y laboral es altísima. El profesor Dornbusch lo sintetizaba así: "La Argentina tiene dirigentes sindicales ingleses y contribuyentes impositivos italianos; así no funciona".
Entonces, ¿cómo podríamos superar estas restricciones sin un shock fiscal y cambiario que nos devuelva al ciclo de populismos y devaluaciones? Mediante un triple proceso de fuertes inversiones privadas en la producción, enormes inversiones públicas en infraestructura y aumentos en la productividad laboral. Ése es el camino: dotar a cada obrero de mejores máquinas-herramientas, reducir los costos de energía y de transporte, y trabajar juntamente con los dirigentes sindicales para aumentar la productividad. Pero eso no alcanza si no se logra también bajar impuestos, especialmente el IVA, débitos bancarios y los aportes patronales, lo que a su vez es imposible fiscalmente si no bajamos los altísimos niveles de evasión impositiva y marginalidad laboral. Y, además, todo esto en un contexto de una menor inflación, de mucho menores tasas nominales de interés, que permita ir recomponiendo la competitividad cambiaria muy gradualmente, y con abundante financiamiento desde la banca pública y privada.
El desafío es generar un clima de inversión, provocando el optimismo de los empresarios para que inviertan. El exitoso blanqueo que termina en marzo es un importantísimo paso en este proceso, ya que habilita un monto equivalente al 25% del PBI para financiar inversiones públicas y privadas, desarrollando un mercado de capitales local.
En la economía que viene, la inversión retoma el protagonismo que nunca debió haber resignado en favor del consumo. En los 250 años que tiene el pensamiento económico formal, nadie afirmó que el consumo puede ser el motor del crecimiento y menos del combate a la pobreza. Desde el invento del papel moneda es sumamente fácil estimular el consumo a través del aumento del gasto público, financiado por emisión monetaria. Lo que no es fácil es evitar la inflación y el estancamiento que genera, como consecuencia de la pérdida de inversiones productivas, y la posterior huida de los ahorros hacia otros países o destinos improductivos.
Sin embargo, ya hace más de 200 años que el economista y empresario textil Jean-Baptiste Say afirmó que "la oferta crea su propia demanda", o sea que la inversión y la producción pagan los salarios que genera el consumo, y no al revés. Algún mal informado puede pensar que John M. Keynes creía que el estímulo a la demanda vía gasto público podía generar crecimiento económico, pero un estudio un poco más profundo descubriría que esa recomendación, hecha en 1933, era sólo válida para casos de depresión prolongada y de deflación, claramente un escenario que no es el de la Argentina de los últimos años.
El gradualismo es la anestesia, o el catalizador, para posibilitar un shock de inversiones productivas. Es el camino más rápido hacia una reconstrucción productiva de la Argentina, que pasa por el fortalecimiento de Cambiemos como alternativa política y por el compromiso de luchar contra la pobreza.
Economista, ex presidente del Banco Central