El cambio prevalece con la buena política
Un error grave es asociar la renovación necesaria a la cuestión etaria o generacional; siempre seduce reproducir en versión autóctona la “revolución de los jóvenes turcos”
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Cuenta Plutarco en Vidas paralelas que queriendo el padre de Temístocles apartarlo de mezclarse en los asuntos públicos, le mostró en la orilla del mar las galeras viejas maltratadas y abandonadas, para darle a entender que del mismo modo se porta el pueblo con los hombres públicos cuando ve que ya no son de provecho. Temístocles subestimó la lección paterna y se dedicó con vehemencia a los negocios públicos en busca de gloria. Conoció el poder y la fama y fue héroe de los atenienses combatiendo contra los persas. Pero ya en el ocaso de su carrera pública en Atenas, las luchas políticas lo condenaron al destierro. Obstinado y resentido quiso prolongar su vigencia y saciar su sed de venganza pasando a servir a sus antiguos enemigos persas. Según Plutarco, acabó quitándose la vida. Quien pudo ser recordado como un prócer, terminó estigmatizado como impostor y traidor.
El oficio de político siempre ha tenido mala fama porque atrae a muchos arribistas y advenedizos a los que el poder corrompe. Sin rigores meritocráticos en la selección, no siempre llegan los mejores, y, muchas veces, llegan los peores. Pero el oficio también da cuenta de políticos capaces, de líderes honestos, y, excepcionalmente, de estadistas, que lideraron procesos de crisis o transformación que marcaron la historia. Sea con políticos buenos, regulares o malos, capaces o con mediocres, la actividad política es imprescindible en la convivencia civilizada de una sociedad democrática. En la democracia es la política la que regula las reglas de acceso al poder, la que articula los mecanismos de mediación que hacen posible la cooperación social, la que discierne el rol del Estado y sus funciones, y la que cimenta las instituciones que dan previsibilidad a la alternancia republicana en el poder.
Todos reconocen que uno de los aciertos de comunicación del actual presidente fue haber hecho campaña presentándose como un outsider del oficio político a cuyos practicantes estereotipó como la “casta”. El representante de la antipolítica, frente a una “casta” corrompida por la política. Una “casta” donde todos los políticos quedaban involucrados, casi sin distinción, todos del lado de los “malos”, todos responsables de la decadencia cuasi secular que afecta a la Argentina. La narrativa abría una nueva grieta que en lógica binaria y moralina maniquea establece una nueva divisoria de aguas: si la casta se asocia a lo viejo y fracasado; lo opuesto, la “anticasta” representa lo nuevo, el cambio superador. La retórica antisistema fue útil para patear el tablero y colocar a un outsider del oficio en la ronda final. Pero ya en la segunda vuelta de las elecciones generales la opción casta/anticasta empezó a flexibilizar sus límites con excepciones, incorporaciones, y reivindicaciones de otros militantes del cambio. Sin ese apoyo, la “casta” se hubiera salido otra vez con las suyas. Una vez en el ejercicio del gobierno, con la llegada de muchos dirigentes de otras fuerzas que también cuentan con antecedentes en el oficio político, se multiplicaron las indulgencias para expiar pecados de “casta”. A su vez, la militancia “anticasta” de LLA que accedió a posiciones legislativas y/o a ejercer el oficio de la política, percibió las fronteras lábiles que separan los espacios de la nueva grieta. El ejercicio del poder y la necesidad de establecer puentes para viabilizar las reformas que el cambio demanda continúan dando nuevo contenido al planteo binario casta/anticasta. Y la resistencia al cambio, “principio de revelación de por medio”, ha puesto de manifiesto que el conjunto “casta” también incluye otros oficios: el sindical, los líderes de movimientos sociales, y el corporativo empresario del capitalismo de amigos. Peor, mientras la “casta” política da cuenta de algunas renovaciones, la casta corporativa ofrece oficios de por vida y promueve sucesiones dinásticas.
Por todo esto la dicotomía original empieza a mutar a una contienda entre “héroes” y “villanos”. Fueron 87 los “héroes” que evitaron al Gobierno la reversión del veto jubilatorio, frente a los “villanos” (“degenerados fiscales”) que quieren frustrar el cambio económico e incluso precipitar una salida política anticipada para preservar el statu quo.
Aunque en lógica binaria lo de “héroes y villanos” puede plantearse como otra reedición del amigo/enemigo en clave populista de derecha (y algunas diatribas del discurso presidencial parecen confirmarlo, como en el acto de parque Lezama), cuando se repara en los contenidos de la contienda predominan consignas de la batalla cultural que el cambio debe librar dividiendo aguas entre la “vieja política” y la “nueva política”. La “vieja política” estereotipada en el hartazgo social, la decadencia económica y la corrupción que degeneró en pobrismo distributivo y capitalismo de amigos, con un Estado quebrado, apropiado por la militancia, que ofrece algunos bienes públicos, algunos y de mala calidad. La “nueva política” encarnada por el cambio, punto de inflexión a la decadencia económica, con nuevo rol del Estado, reformas estructurales que den operatividad a una economía de mercado integrada a la región y abierta al mundo. Un Estado sin dueños, proveyendo bienes públicos de calidad, y contribuyendo con sus ahorros a una macroeconomía estable con una moneda sana. Ganar esta batalla cultural hasta institucionalizar un cambio de largo plazo es una tarea ardua que requiere mucho oficio de la nueva y de la buena política.
Para que la “nueva política” traduzca la “buena política” debe evitar reincidir en errores pasados de la “vieja política”. Un error grave es asociar el cambio y la renovación necesaria a la cuestión etaria o generacional. Siempre seduce reproducir en versión autóctona la “revolución de los jóvenes turcos”. Es cierto que muchos políticos no se resignan a su ocaso, como Temístocles, y que nunca dan el requerido paso al costado. También es verdad que hay políticos “viejos” exponentes de prácticas y corruptelas que deben ser erradicadas. Como es verdad que hay políticos “jóvenes” que expresan lo peor de la vieja política. Hay políticos “viejos” con ideas nuevas o renovadas, y hay políticos “jóvenes” que defienden ideas perimidas. Pero también hay políticos viejos y jóvenes con trayectorias avaladas por la coherencia, la decencia y el ejercicio responsable del oficio. Esa confluencia generacional donde se valora la experiencia, y a la vez se reconoce la iniciativa y la impronta de la renovación, tiene que ser catalizadora de los encuentros que demanda la nueva política para consolidar el cambio que demanda una mayoría. Jóvenes y adultos tenemos el desafío común de elaborar un proyecto relevante para nosotros y para las generaciones que vienen. Un proyecto de cambio que nos reconcilie con el futuro.
El otro error de los falsificadores de la “nueva política” es tratar de divorciar ideología de gestión. El sofisma asocia la “vieja política” al fracaso de administraciones que resignaron la gestión en aras de la ideología. La “nueva política” queda identificada a una gestión aséptica de ideas, y ocupada de solucionar los problemas cotidianos que prioriza la realidad. Pero cuidado, el divorcio entre ideología y gestión, lejos de pavimentar la ruta del cambio, puede sucumbir en el pragmatismo amoral del viejo refrán: “roban, pero hacen”. Así nos fue. Toda gestión necesita un rumbo que está condicionado por ideas, metas, planes y valores que deben traducir un programa de gobierno. Hay ideas que han fracasado y rumbos equivocados, y hay gestiones estériles que carecen de rumbo. Prueba y error dan lecciones. En el barco de la metáfora de Séneca, podía haber marineros buenos y gestión eficaz en la nave, pero “nunca soplaban vientos favorables porque el barco no tenía rumbo”. Gestión sin rumbo, y rumbo sin gestión, reciclan la declinación y el fracaso de la vieja política. Las ideas y los valores deben fijar el norte de un cambio perdurable y de una gestión eficaz. No hay atajos: si queremos cambiar, la nueva política debe asociar su destino a la buena política.
Doctor en economía y en derecho