Jorge Fernández Díaz y un thriller político urgente
Jorge Fernández Díaz es un autor multifacético y voraz. Nunca surfea un género. Como un guerrero obstinado, sale a conquistar territorios y no regresa hasta sentirse seguro de que ha ampliado su imperio de palabras, imágenes y sentidos.
Lo conozco desde siempre (¿o acaso treinta años no es "siempre"?) y lo he visto angustiado, dolorido, furioso y hasta feliz, pero jamás resignado. Mucho menos, sentado al reparo de un árbol disfrutando de una hazaña. Sus intervalos son apenas un respiro para tomar impulso, remansos imprescindibles para recobrar fuerzas. Y volver a la carga.
Escribió obras intimistas como Mamá, convirtiendo a su madre Carmina en una popular figura, emblema de la inmigración, adorada en la Argentina y en España; libros sobre amores ardientes (Te amaré locamente, Corazones desatados); libros periodísticos que hicieron temblar a poderosos personajes como El hombre que se inventó a sí mismo, biografía no autorizada de Bernardo Neustadt; incursionó en la novela histórica con El dilema de los próceres y La logia de Cádiz; pintó su aldea infantil de "Palermo pobre" en la saga Fernández.
Ese variado recorrido está atravesado, sin embargo, por un sueño y una obsesión que lo siguen a sol y sombra, y que impregnan toda su bibliografía. Su refinada pluma, que domina con una pericia que siempre deslumbra al lector, se desliza de manera recurrente hacia esas pasiones, a veces como matiz, la más de las veces como sustancia.
El sueño tiene que ver con sus fantasías infantiles, con aquel chico que, nutrido por los espadachines de la Colección Robin Hood que Carmina le compraba, quería escribir novelas de aventuras; con aquel pibe que, también en complicidad con su madre, devoraba películas de Hollywood durante las mejores tardes del mundo en Sábados de Cine de Súper Acción.
Lo que el espadachín de pantalones cortos no podía imaginar era que su mundo de héroes estaría, más temprano que tarde, atravesado por una obsesión que pujaría por atraparlo, sostenerlo entre sus garras y que no lo soltaría nunca más: la Argentina y la argentinidad. Se convierte, sin proponérselo –por el devenir, que no suele respetar libretos– en un ensayista implacable y metódico, que impregna con su estilete de eximio escritor la lectura de la realidad política. Se hunde en el barro del poder y, finalmente, le cae encima al peronismo que lo había seducido en su juventud: lo estudia, lo desmenuza y lo tritura. Siempre con argumentos de peso y sin resignar jamás la elegancia del buen decir. Sus columnas semanales en La Nación son tan importantes, tan constitutivas de su ideario, que es imposible desgajarlas de su perfil literario.
Sin embargo, el escritor de ficciones y el articulista filoso tenían que encontrarse alguna vez en un terreno firme, porque, aunque hay pinceladas de ambos oficios tanto en sus notas periodísticas como en casi todas sus novelas, el alma de este autor sanguíneo seguía desgajada: muchas veces la patria –patria pesadilla y patria deseo– le robaba las energías y no lo dejaba volar en libertad. El cuchillero (como lo bautizó su amigo Arturo Pérez-Reverte) necesitaba, en definitiva, que la aventura abrazara al ensayo, que la hiriente realidad le abriera las puertas al Fernández gladiador.
El verano pasado, mientras yo –hombre común, al fin– me debatía entre pasar las vacaciones en la playa o la montaña, Fernández Díaz se instalaba junto a su mujer y coequiper, Verónica Chiaravalli, en una magnífica habitación con vista al lago Nahuel Huapi para terminar un monumental ensayo sobre los años del kirchnerismo; en realidad, un documentado ajuste de cuentas con el nacional-populismo, aquel amor adolescente que le dejó llagas en el cuerpo, y con el que sigue lidiando como suele ocurrirle a los amantes apasionados luego de sufrir una decepción.
Durante esos días de retiro espiritual, hablábamos por teléfono, como lo hacemos desde hace tres décadas, casi todos los días. Leí tramos sustanciales de aquel parto sureño y doy fe que se trata de un trabajo meticuloso y sustancial. Pero, por avatares de la pandemia y de las oportunidades editoriales, el trabajo quedó a la espera de un mejor momento. Nadie debe alarmarse: los anaqueles de un intelectual suelen estar abarrotados de textos nonatos.
El dato-infidencia (que me atrevo a violar porque explica la hipótesis que intento probar) sirvió para que el caballero de las dos almas se atreviera a despertar a su criatura literaria más atrevida: Remil, ese imperturbable agente de la inteligencia paralela, que ya había incursionado en los arrabales de la política y la marginalidad del poder en El puñal y La herida, los dos exitosos thrillers que lo consolidaron definitivamente como autor internacional del género negro.
Sólo que esta vez, la historia, no podía –no debía– eludir los enjuagues de la Argentina intensa del presente. Había llegado la hora de poner las cosas en su lugar: ficción y realidad, sueño y obsesión.
Nace entonces, en tiempo urgente, La traición.
Cuando la leí, en una noche de insomnio sin respiros, sentí que nuestros diálogos cotidianos (eso que el psicólogo Luis López definió como "pensar en voz alta") se habían convertido en mágica recreación literaria. Asimismo, encontré huellas de aquel profundo tratado que sedimentó en Bariloche.
JFD había logrado, pensé entonces, desafiar un mito establecido por la tiranía de lo políticamente correcto; desmoronar la leyenda de una generación, la mía, que se resistió a hincarle el diente a su propia mugre, y no pudo –o no quiso– gestar un legado constructivo para oxigenar el porvenir. Una generación acostumbrada a auto victimizarse con la inestimable ayuda del relato oficial de la era K.
Setentistas nostálgicos dispuestos a culminar su revolución inconclusa, mano de obra desapegada de viejos ideales, un delegado del Vaticano involucrado en intrigas terrenales, políticos saltimbanquis, sensuales mujeres dispuestas a todo y corruptos sin culpa desfilan por el nuevo universo creado por el autor de Mamá, generando un clima que perturba, pero también entretiene. El coronel Cálgaris y su fiel lugarteniente Remil, Sebastián Bonet, Belda, La Rubia, el enigmático operador del "Papa progre", un ex partisano dispuesto a intentar nuevamente una inmolación "patriótica", son criaturas tan verosímiles que la trama funciona como un latigazo. Con un agregado: esos personajes parecen salidos de la crónica diaria; no hay buenos ni malos, sino hombres y mujeres de carne y hueso, algunos ciertamente cínicos y hasta perversos. Nada que uno no haya visto durante estos extraños tiempos de ideologías líquidas y valores escasos.
La traición es, en definitiva, una obra de nuestros tiempos, una pieza que solo un autor apegado a la realidad podía concebir. Claro que, para lograrlo, se necesitaba, además, que su creador tuviera la valentía –y la serenidad– para que sus pensamientos volaran en libertad. Sin ataduras.
El guerrero ganó la batalla.
Esta es su nueva conquista.