El buen periodismo debe ser crítico
En una reciente visita a Buenos Aires, el intelectual español Fernando Savater brindó definiciones sobre el periodismo. "El periodista es un espía al servicio del ciudadano –afirmó–. No aplica sólo una técnica, sino principalmente una ética y una estética de la transmisión de la verdad… La información es lo que un ciudadano tiene derecho a conocer y puede exigir." El escritor Gabriel García Márquez solía definirla como la profesión más linda del mundo. El columnista polaco Ryszard Kapucinski escribió: "Periodista es el que no muestra tan sólo a las cucarachas en el piso, sino que señala dónde se esconden". Tomás Eloy Martínez advirtió: "El periodismo no es un circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes ineptos o vacilantes… Es una herramienta para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta".
Todas estas definiciones engloban un concepto, un oficio: el periodista es quien da testimonio de la realidad. Para dar testimonio no se puede ser servil al poder político, ni un mensajero de comunicados oficiales, ni simple observador con ausencia de compromiso, ni dejar de cuestionar, cuando fuera necesario, los actos de gobierno. Quien no critica, quien no señala errores se convierte en un empleado del Estado. Este gobierno y algunos que lo precedieron nunca terminaron de entender nuestro trabajo. Para las actuales autoridades, los profesionales deben tener como única meta seguir al pie de la letra la palabra oficial. De allí que el círculo presidencial se recueste en lo que se ha dado en llamar "periodismo militante", defensor ortodoxo de cada decisión, acto o declaración oficial. Los únicos "periodistas militantes" que he conocido fueron los colegas peronistas revolucionarios que elaboraron, con dinero de Montoneros, el diario Noticias, en la década del 60. También, los integrantes del ERP que publicaban el diario El Mundo, cuando se jugaba la batalla por el cambio y la toma del poder.
Queda una pregunta: ¿ qué pasaría en un mundo sin periodismo? Algunos consideran que con Internet y las redes sociales sería suficiente para saber lo que pasa aquí y en el mundo. Sin embargo, el resultado sería desordenado, pueril, caprichoso y limitado. Una suma de acontecimientos que se divulgan en anarquía. La información carecería de identidad. Nadie se ocuparía de chequear los datos. Y sólo se divulgaría lo que desean los gobernantes. Por supuesto: mucho de lo malo podría llegar a ocultarse, por ejemplo, los actos de corrupción. El periodismo une, da un sentido, ayuda a comprender la ciudad, el país y el mundo.
Hace medio siglo, el periodismo solía ser descripción colorida. Quizás en los suplementos literarios se lucía la propuesta nueva o la necesidad de cambio. A partir de la década del 60, comienza gran parte de la creación osada y surgen muchas figuras destacadas. Por entonces, la clase media reclama un sentido a la noticia. Surgen semanarios que harán historia, como Primera Plana, Confirmado, Panorama y Siete Días. Se expande el periodismo de interpretación. Cada vez serán más frecuentes los viajes al exterior para hallar y resaltar a los mejores escritores y entrevistar a los políticos que movían los hilos. En los años 70, a partir de la ejecución del general Pedro E. Aramburu en manos de los Montoneros, la violencia se reproduce de manera descomunal, la sangre salpica desde la derecha extrema y desde la izquierda desaforada. Y el periodismo queda atrapado en esa constante balacera, con muertos, presiones y demandas de militares y de guerrilleros.
Llegará la dictadura, durante la que se impuso la censura, pero aun así se pudo escribir sobre muchos aspectos de la marcha de la economía y los episodios conflictivos. Uno, peligrosísimo, fue la posibilidad de una guerra con Chile por disputas territoriales en 1978. Otro, desgarrador, fue la Guerra de Malvinas. Pocas publicaciones, pocos periodistas mantuvieron la cordura y el equilibrio en medio del fervor patriótico de la mayoría de la población. Cuando aquí se cantaba victoria, nosotros, en las redacciones, sabíamos por los enviados especiales al hemisferio norte que íbamos hacia un inminente desastre. Pero la barrera del optimismo a toda máquina nos tapó las bocas y paralizó las manos frente a las máquinas de escribir. Y nos dolía, mucho, muy adentro, la suerte de los combatientes.
La vuelta a la democracia, en los 80, aún vigentes los viejos defectos del periodismo (llevó años analizarlos como era debido), trajo una mezcla acelerada de cambios generacionales en los medios de comunicación y nuevas propuestas. Por algunos años se mantuvo la autocensura y la cautela por los envalentonamientos militares, que proseguían. En la gestión de Raúl Alfonsín, castigado por una excesiva deuda externa que recibió de arrastre, un proceso inflacionario imparable y una crisis energética de envergadura, se censuraron programas de televisión (Tato Bores desapareció de las pantallas ) y se financió una publicación, El Ciudadano, integrada por periodistas que tenían como único objetivo cuestionar a otros periodistas críticos. El conflicto entre el poder y el periodismo no cesó. Paralelamente llegaron a los periódicos formidables innovaciones tecnológicas de impresión y producción.
En los años 90, sin el periodismo hubiera sido imposible conocer en detalle los traspiés de la gestión de Carlos Menem y los escandalosos actos de corrupción. Fueron periodistas los que publicaron libros sobre esas desgracias, una por una.
Y llegamos al cambio de siglo, con el colapso económico y la elección de 2003, que llevó a los Kirchner al poder. Y allí aparece la perseverante actitud de considerar "hostil" y "destituyente", "gorila" y "reaccionario" a todo aquel que observara un error en la gestión. Y el castigo represivo a los medios que no obedecieran. Nunca se había visto, desde la caída del peronismo en 1955, nada que lo iguale en porfía.
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