El buen forastero
No es fácil llegar a Punta del Este, si el viaje se emprende desde Miami. Debería operar un vuelo directo: no lo hay. No pudiendo volar directo a Punta del Este, debería ofrecerse, al menos, un vuelo diario, sin escalas, a Montevideo: no lo hay la mayor parte del año, solo se ofrece por temporada, durante el verano uruguayo, y ya siendo marzo, ese vuelo diario de Miami a Montevideo estaba por suspenderse. Por eso decidimos reservar uno de los últimos vuelos directos y visitar Montevideo, Punta del Este y José Ignacio. Cuando escribo “decidimos”, quiero decir mi esposa, que es la jefa, nuestra hija menor, que es la histriónica mandamás, y yo, que soy el súbdito, el sirviente dichoso.
No resultó una sorpresa que, volando en American Airlines, el vuelo estuviese demorado una hora, dos horas, tres horas. Tratándose de esa aerolínea, era de suponer. Mi hija me amonestó por elegir aquella aerolínea desastrada e impuntual: le expliqué que ninguna otra nos llevaría sin escalas a Montevideo. En ese momento, esperando abordar, sin saber a qué hora despegaría por fin la aeronave, uno se cuestiona el viaje, se cuestiona todo: ¿qué hago acá, en este aeropuerto tumultuoso, en medio de este enjambre de gente impaciente, enfurruñada? ¿Por qué necesito ir a las playas uruguayas, si vivo a cinco minutos de unas playas lindas? ¿No he aprendido aún que, cuando viajo, soy un rehén de la aerolínea, pues le entrego mi libertad? ¿No debería saber que todo viaje entraña escollos impensados, problemas de último minuto, obstáculos, fastidios, mortificaciones e incomodidades? ¿Por qué soy tan testarudo y sigo asociando viajar con ser feliz? ¿No será que la felicidad consiste en quedarse en casa? Ya era tarde para cuestionarlo todo: ya éramos rehenes de la aerolínea.
El vuelo salió con una tardanza de tres horas. Mi esposa y nuestra hija se entregaron al sueño de los justos. Yo me contenté con ver cuatro películas: un millonario inglés que está enfermo y decide morir en Acapulco; un cocinero inglés que revienta de estrés; un industrial español que intenta resolver los problemas de sus empleados y se mete en líos gordos; y una de espías. La mejor, con diferencia, la española, “El buen patrón”, una maravilla, una obra de arte: al terminar de verla, no solo sonreía, extasiado, sino pensaba que ahora sí, por fin, ese viaje comenzaba a tener sentido. El arte posee esa cualidad sanadora: te permite evadir la realidad chata, espesa y gris y te eleva a un lugar mejor. Solo el arte te salvará de la desdicha.
No había dormido un minuto cuando llegamos a Montevideo. El aeropuerto, comparado con el de Miami, el de Nueva York, el de Madrid, el de Buenos Aires, era un paraíso: todo limpio, ordenado y despoblado de viajeros; todo fácil, rápido y amable. Pensé: cómo me gusta este país, entiendo tanto a los argentinos que vienen a vivir acá. Tomamos un taxi al hotel Sofitel, el antiguo casino, y en el trayecto, una mañana luminosa, me sentí en Europa. Un joven gerente argentino nos recibió en el hotel con la proverbial amabilidad uruguaya. Media hora después, exhausto pero contento, extenuado pero satisfecho, me hundí en un sueño mórbido, reparador. Desperté al final de la tarde, pedí jugos y frutas y seguí durmiendo. Me despertaron a la una de la tarde del día siguiente, domingo: había dormido una cantidad obscena de horas, tantas que mi esposa pensó que ya no despertaría más, y estaba listo para manejar a Punta del Este en la camioneta que nos trajeron al hotel.
Una de las grandes, inestimables ventajas de estar casado es que mi esposa me guía siempre, me dice por dónde ir y por dónde no ir. Yo voy al timón, pero ella dicta la ruta. Fue una travesía espléndida, de apenas hora y media, un tráfico ordenado, dos peajes en los que aceptaron billetes en dólares, vistas bucólicas de campos verdes con vacas, con caballos, con ovejas. De nuevo, me sentí en Europa. Pensé: qué país noble y estupendo es Uruguay, podría pasar temporadas acá, solo me molesta que no haya vuelos directos todo el año a Miami.
En Punta del Este, nos recibieron con grandes efusiones de afecto y consideración en un hotel afrancesado, L’Auberge, en el barrio cercano al club de golf, el de las casas antiguas y señoriales, cuyo personal se volcó a servirnos con la ya legendaria amabilidad que el uruguayo dispensa al buen forastero: las habitaciones eran amplias y decoradas con hermosas piezas de arte; los jardines del hotel ofrecían las sombras de unos árboles añosos que nos sobrevivirán; la piscina estaba fría pero uno podía refrescarse en ella; y la comida era exquisita, superaba nuestras expectativas. Celebramos haber elegido ese hotel, y no otros, más modernos y vanguardistas, como los Vik en José Ignacio o el Fasano. Todos en el hotel L’Auberge (su dueño Ignacio, sus recepcionistas Ana y Zoe, su dependiente Hugo, sus asistentes Ignacio, Tomás y Fernando, sus cocineras y camareras) nos hicieron sentir en casa, al punto que, cuando nos marchamos, unos días después, dejamos pactada la reserva para marzo del próximo año: para quienes buscan un hotel boutique de servicios esmerados y restaurante espléndido, este parece altamente recomendable.
La playa cercana al hotel, sin embargo, era fría, ventosa y brava, tan brava que mi esposa nos prohibió meternos en ese mar chúcaro, encrespado, a sabiendas de que perderíamos piso a los pocos pasos de entrar. Aquella tarde, como la tarde siguiente, manejamos a la playa, pues no estaba tan cerca del hotel para ir caminando, y nos llevamos una gran decepción: no era más verano, de pronto era otoño; corría un viento helado que hacía zigzaguear la arena de un modo inquietante, levemente terrorífico; el mar era bravísimo y no había salvavidas; y el solitario cuidador de autos, un hombre apodado El Canario, nos aconsejó no bañarnos en el mar, porque estaba helado y era peligroso. Salvada esa decepción, volvimos presurosos al hotel, no sin que El Canario nos dijera:
-¿Ven ese edificio nuevo, el Aqua? Zidane ha comprado el último piso. Zidane, el francés, el entrenador, ése. Ha pagado veinte millones de dólares por el último piso del Acqua.
Podía ser verdad, podía no ser verdad, pero celebré que El Canario dejase caer ese pedazo de información.
Tras dos días helados en aquella playa de alto riesgo, decidimos manejar a la playa mansa de Punta del Este, siguiendo el consejo de nuestros amigos del hotel. No podíamos visitar Uruguay a finales del verano, sin meternos al mar. Yo había estado otros veranos en ese país tan lindo, pero solo en José Ignacio, media hora al norte de Punta del Este. Estacionamos frente al antiguo hotel casino Conrad, ahora llamado Enjoy, el tipo de hotel bullicioso que prefiero evitar, y nos metimos al mar frío pero tolerable, sin olas, mansito, de la playa mansa, que hacía honor a su nombre. Cuando escribo “nos metimos”, quiero decir nuestra hija y yo: mi esposa se quedó mirándonos, tomándonos fotos: es una fotógrafa de curioso talento. Aunque la playa no era deslumbrante, nos dimos un baño de mar y resultó una tarde feliz.
Aún más feliz fue la tarde en que manejamos a la chacra o casa hacienda de unos amigos argentinos, Alejandro y Marcela, en La Barra, a quince minutos de nuestro hotel. Alejandro estaba en Miami, pero Marcela, su amiga Loli, una artista, y su hija de trece años, Isabel, nos colmaron de atenciones: tortas de banana y de naranja, panes de queso, cafés y tés, toda una delicia, mientras nos pedían compartir la comida con ellos unos perros grandes y querendones, sobre todo una perra, Vainilla, astuta para lamer mis manos, ganarse mi cariño y, de paso, comer de mi mano. ¿Por qué se fueron Alejandro y Marcela de Buenos Aires? Porque se cansaron de que los ladrones les robasen y los políticos también. ¿Por qué se fue Loli, la artista? Lo mismo: se hartó de la inseguridad, de vivir en un país desnortado. Ahora, en La Barra, Punta del Este, son felices, se sienten seguros, no han tenido un solo incidente con ladrones.
Tal vez el momento más estupendo del viaje fue manejar media hora a José Ignacio, estacionar al lado del restaurante La Susana que estaba cerrado, caminar unos metros a la playa, hundir nuestras sillas en la arena y disfrutar de que esa playita mansa, de mar limpio con olas amigables, estuviese vacía, completamente vacía, un bienaventurado miércoles de marzo. Yo me había bañado en la playa brava de José Ignacio en otras visitas, y había probado los mares de La Paloma y La Pedrera en los carnavales de febrero, pero esa playita mansa de José Ignacio, muy cerca de uno de los hoteles Vik, nos pareció el paraíso, y pasamos allí una tarde de suprema felicidad, en un mar limpio y amable en el que podías confiar, un mar que parecía expresar bien lo que son los uruguayos con quienes los visitan.
A pedido bastante enfático de mi esposa, la última tarde fuimos al puerto de Punta del Este, a un restaurante que Marcela, Loli e Isabel nos habían aconsejado, el Virazón, palabra musical que no conocía (“viento que en las costas sopla de la parte del mar durante el día”). Mi mujer quería ver el sunset, hacerse fotos, y aquel punto de vista parecía conveniente. Esperamos una hora, hasta las 18:47, pero ya a las 18:40 el sol se escondió detrás de unas nubes y el azar nos escamoteó la puesta del sol que mi esposa quería contemplar. Antes de irnos, un viandante uruguayo me reconoció, me dijo que era un genio y se hizo una foto conmigo. Si yo soy un genio, el mundo está jodido, le dije.
Al día siguiente, ya de regreso en Montevideo, el Sofitel Casino estaba desbordado de peruanos apasionados, vestidos con la camiseta de la selección peruana de fútbol, que se disponían a salir al estadio para ver el partido con Uruguay. Ya estando allí, ¿no podíamos ir al estadio y viajar a Miami al día siguiente? No: era un jueves y esa noche partía el último vuelo directo de temporada a Miami. Si nos quedábamos un día más, tendríamos que volar a Miami cambiando de avión en Buenos Aires o en Sao Paulo: de ninguna manera. Cuando el avión estaba por despegar, hubo una explosión de euforia, de gritos, de aplausos, entre los pasajeros: Uruguay había metido un gol. Casi mejor no estar en el estadio, pensé. Luego me dispuse a ver cuatro películas.