El brote racista, una disonancia en EE.UU.
En 1885 aparece Las aventuras de Huckleberry Finn, la obra de Mark Twain considerada una de las grandes novelas estadounidenses. Ernest Hemingway dijo que toda la literatura moderna de los Estados Unidos provenía de ella.
El libro narra la historia de Huck Finn, un niño que se une a un esclavo prófugo, en la búsqueda compartida de la libertad. Huck huye de su padre malvado; Jim, del peligro de ser vendido a nuevos amos y separado de su familia. Durante el viaje en balsa por el Mississippi, los prófugos traban una amistad prohibida en la época en que acontece la historia. En un momento, Huck debe enfrentar una difícil disyuntiva: ayudar a su amigo a escapar o cumplir con la ley y entregarlo a su propietario. Al cabo de una larga lucha con su conciencia, opta por ayudar a Jim a alcanzar la libertad, aun convencido de que era un acto incorrecto. Por primera vez se expresaba el conflicto moral de la sociedad norteamericana.
En esas páginas, Mark Twain habla de un tiempo anterior a la guerra de Secesión que había conocido de cerca: la sociedad sureña agraria y esclavista, la vida de los afroamericanos con sus penas y supersticiones, y el río que había navegado en sus días como piloto de un barco fluvial. El Mississippi es el gran testigo de la fuga en esta primera obra literaria escrita en el idioma vernáculo de los norteamericanos.
Fue también en ese fin de siglo XIX que las pardas aguas del río testimoniaron otro acontecimiento bautismal: el nacimiento del blues.
Es significativo que el país del Norte consumara su verbo en ese sur de evocaciones francesas y calor africano. Porque fue en las noches húmedas de Nueva Orleans donde se forjó esa música que, abrevando en el dolor, alzaba vuelo hacia la más pura felicidad. Provenía de los spirituals, de las percusiones negras que codificaban mensajes secretos de esperanza, de los gritos de trabajo que entonaban los esclavos en las plantaciones de algodón. Pero hechizados por el ritmo febril, músicos de todas las procedencias comenzaron a treparse a esa aventura sincopada que marcaba el compás de un mundo nuevo: blancos, criollos, caribeños, latinos. Ese portento sonoro emigró a Chicago, a Nueva York y creció hasta convertirse en la resonancia visceral de la nación; una armonía de voces tan diversas que no tardó en inyectarse en la sangre de los hombres del mundo. Había nacido el jazz que, con el blues adentro como una espina dorsal, acogía a todos los colores. Era la voz unánime de un país ecuménico y apasionadamente libre que alumbraría el ideario de Occidente.
Según el crítico literario Harold Bloom, las dos grandes contribuciones estadounidenses al arte de la humanidad fueron Walt Whitman y Louis Armstrong. El primero, el poeta descomunal que cantó la democracia, la igualdad entre los hombres y la libertad en una patria que ya no volvería al pasado. El otro, la voz rota y adorable que celebró un mundo maravilloso de amigos que se daban la mano.
Por eso los recientes hechos ocurridos en los Estados Unidos son disonancias que provocan desconcierto y desazón.
La alarma se encendió en agosto, cuando en la suave ciudad de Charlottesville estalló la violencia entre supremacistas blancos y opositores, durante el evento racista más grande de los últimos años. Un espectáculo apocalíptico: extremistas enarbolando banderas confederadas de connotación esclavista, neonazis con cruces esvásticas y los inefables encapuchados del Ku Klux Klan, casi espectrales de tan inauditos a esta altura de la historia. Un vocerío hiriente de odio racial y desprecio.
El supremacismo blanco sostiene que la raza blanca es superior a todas, por lo que promueve su dominio social y político. Entre los grupos que participan de la ideología figura alt-right, en el que milita Stephen Bannon, el ex asesor del presidente Trump que fue alejado de sus funciones luego del malestar general que provocó el fatídico evento en el que perdió la vida la activista por los derechos humanos Heather Meyer cuando fue arrollada por un auto mientras protestaba contra los grupos de odio. Demasiado tarde se expresó el presidente Trump, con una declaración tibia en la que, lejos de condenar la aberración de los extremistas, igualó a éstos y a los opositores en lo que denominó "violencia de todas partes".
A poco de esa pesadilla, el descontento recrudeció cuando el presidente anunció su decisión de beneficiar con el perdón al ex sheriff de Arizona Joe Arpaio, célebre por las durísimas condiciones a las que sometía a los inmigrantes hispanos. En julio, Arpaio fue juzgado, declarado culpable de persecución ilegal de inmigrantes latinos y condenado a seis meses de prisión. Pero Trump lo definió como un patriota que había hecho muy bien su trabajo. Una nota blanca discordante hasta la irritación en medio de la tragedia que desataba el Harvey en Houston.
La crisis alcanza su punto álgido luego con la decisión del gobierno de rescindir el programa creado por Barack Obama para proteger de la deportación y otorgar permisos de trabajo a personas -en su mayoría de origen mexicano- que, habiendo ingresado de niños al país, hoy son jóvenes que estudian y trabajan con América del Norte en el acento y en su vibración. Son los dreamers, de pronto expuestos al temor de no llegar a ser nunca ciudadanos del país que sienten suyo.
Ahora Trump se enfrenta con deportistas de la liga de fútbol americano, a causa de que los jugadores decidieron hincar una rodilla durante la interpretación del himno estadounidense en señal de protesta por la desigualdad racial.
Los Estados Unidos vuelven a manifestar una contradicción que se esperaría superada. Por un lado, el renovado ímpetu de grupos de odio que prometen mayores avances en la arena política. Por el otro, la voluntad reflejada en las últimas encuestas: el 61% de la ciudadanía repudia el perdón a Joe Arpaio, y el 59% manifiesta su descontento con Trump, cuya imagen se desploma a los niveles más bajos registrados en un lapso de 7 meses de gestión. Un presidente que no acierta a entonar con la clave de esa polifonía que es la sociedad norteamericana.
Es esta una prueba de identidad nacional en la que se juega la fortaleza de la civilización. Ahora que antiguos odios resurgen como fantasmas de un pasado que se resiste a la sepultura, el pueblo norteamericano debe asumir la tarea de redefinir sus valores cardinales, reconfirmar el sentido de su ser y honrar la voz de Whitman cuando dijo: "Pase lo que pase, nuestra esencia está intacta".
Escritora, directora del Capítulo Argentino del Club de Roma