El bloque de "los 44" y su tiempo
Hace 70 años se configuraba un fenómeno político extraordinario, el grupo de diputados radicales de mayor relevancia en la historia del país, ejemplo de oposición ante un gobierno que avasallaba libertades y garantías públicas
Días atrás, fui invitado a participar de una reunión de homenajes en el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical. Hablaríamos de dos aniversarios. Uno, el de los 70 años de la configuración de un fenómeno político y legislativo extraordinario, “el bloque de los 44”, y el otro, el de los 35 años de la muerte de quien lo presidió con disciplina, garra y coraje, Ricardo Balbín. La oportunidad me llevó a revisar, actualizándolos, algunos registros sobre acontecimientos y protagonistas de gravitación memorable de ese tiempo.
En lo que es casi una leyenda sin contradictores mensurables, aquel bloque de diputados nacionales del radicalismo fue el de mayor relevancia de la historia legislativa nacional en el siglo XX. Es tan sorprendente como admirable que los azares de la política hayan convergido para agrupar, en los dos períodos en que se prolongó el fenómeno (1946-1948; 1948-1950), con el tercio de bancas que confería a la minoría la ley Sáenz Peña, a figuras del tamaño de Arturo Frondizi (vicepresidente del bloque), Arturo Illia, Alfredo Vítolo, Miguel Angel Zavala Ortiz, Emilio Donato del Carril, Gabriel del Mazo, Luis Mac Kay, Nerio Rojas, Ernesto Sammartino, Silvano Santander, Agustín Rodríguez Araya, Emir Mercader, Luis Dellepiane, Emilio Ravigniani, Raúl Uranga, Alfredo Calcagno… Como se ha dicho con acierto, en ese bloque, que incluía a dos futuros presidentes de la Nación, sólo faltaba uno de los intelectos más recios de la época: Moisés Lebensohn. Pronto se luciría como jefe de la representación radical en la convención constituyente de 1949. Allí sobresaldría por sus argumentaciones al ordenar el abandono de los radicales del recinto después de haber planteado la inconstitucionalidad de la convocatoria a esa reforma constitucional, y para no prestarse a “una farsa”. Leben- sohn murió en 1953.
Entre historiadores contemporáneos, ha prevalecido la noción de que aquel bloque actuó de manera ejemplar en lo que ha de ser en el Congreso el comportamiento de la oposición a un régimen que iba anulando, día tras día, libertades y garantías públicas, y se caracterizaba por un estilo del que sería piadoso decir que sólo fue de concupiscencia entre los legisladores oficialistas y el Poder Ejecutivo. Sin negar que aquello haya sido así en lo esencial, debería decirse que “los 44” asumieron, además, un segundo papel, de no menor significación, pero nada natural en la Argentina. Fue tan enjundiosa su actuación, mientras crecía el desconcierto entre la vieja guardia alvearista, zozobrante con la claudicación de Tamborini-Mosca y la Unión Democrática en las elecciones del 24 de febrero de 1946, que por momentos el bloque se erigió, en términos virtuales, en el partido mismo. Algo notable en un país desprovisto del sistema parlamentario de gobierno.
Por sobre los cuerpos partidarios desconcertados y flácidos como consecuencia de la inesperada defección electoral (Perón-Quijano, 1.527.231 votos; la UD, 1.207.144, y 73.248, de agrupaciones aliadas a ella), había comenzado a prosperar, en toda la línea, la influencia del Movimiento de Intransigencia y Renovación. Éste se había constituido en Rosario, en 1945. Moisés Lebensohn señalaba el rumbo desde la cabecera doctrinaria y se producían documentos como el que proclamaba el compromiso del movimiento con la libertad y los derechos de la persona, y por encima de todo, con “el hombre como un ser que no puede desarrollarse sino en el clima moral de la libertad”. Ese remate disponía de una afinidad perceptible con la música verbal del Balbín de siempre, aunque él no lo hubiera redactado, pero en el bloque de los 44 particularizaría su fogosidad precisamente sobre las cuestiones contenciosas con los valores republicanos. Abogado, graduado en la Universidad de La Plata en no más de tres años, había nacido en 1904 en Buenos Aires, hijo de un asturiano. Huérfano de madre a los 6 años y miembro de una familia errabunda, que se radicó primero en Laprida y después en Ayacucho, Balbín se adelantó a lo que vendría, cuando como diputado presentó un proyecto de investigación del patrimonio de los políticos. Como era un hombre íntegro, se permitía la advertencia de que ciertas prerrogativas abusivas terminan por contaminarlo todo. Así la historia lo alecciona desde antiguo. “Los que habían sido vicios, son costumbres” (Seneca, Cartas a Lucilio).
Al margen de los acuerdos con socialistas, comunistas y demócratas progresistas para el sostenimiento de un binomio radical bajo el paraguas común de la Unión Democrática, la UCR había ido a las elecciones de febrero de 1946 con candidatos propios al Congreso, las legislaturas provinciales, las intendencias, y demás. Con la fórmula Juan Prat-Crisólogo Larralde para la provincia de Buenos Aires, había logrado una primera escalada interna el movimiento que sacudiría al radicalismo después de que el ex gobernador de Córdoba Amadeo Sabattini hubiera hecho otro tanto, con su propia versión renovadora, la Intransigencia Nacional, y su aureola de administrador progresista e incorruptible.
Los intransigentes dominaban por entero la mesa directiva de “los 44” y en 1948 tomaron el control ejecutivo del partido, al imponer en la presidencia del Comité Nacional a Roberto Parry, dirigente de Buenos Aires. Los ribetes nacionalistas de la intransigencia, aquellas mismas florituras que habían seducido a algunos de sus propios pioneros a irse con Perón en calidad de UCR Junta Renovadora, y a otros, a enamorarse de las teorías del socialismo inglés de Harold Laski, reverdecieron sin medias tintas, en 1947.
En un nuevo documento, los intransigentes proponían la nacionalización de los servicios públicos, la energía, el transporte y los combustibles; la reforma agraria, “inmediata y profunda”; un régimen de la seguridad social que comprendiera a toda la población “durante el transcurso de la existencia humana” y políticas tendientes a la cooperación económica mundial y a la unidad económica con los países vecinos y progresivamente con el resto de América. Esa visión contenía la semilla del Mercosur. No todos en el partido creían, y menos aún creyeron más adelante, en algunas de aquellas ideas, con las que en general se identificó la actuación de “los 44”. Quedaron plasmadas en la famosa declaración de la Convención Nacional de Avellaneda, de 1948.
La política exterior de los presidentes Frondizi, Illia, Alfonsín y De la Rúa sólo se entiende a medias a la luz de diversas intervenciones radicales en los debates legislativos a lo largo del primer turno peronista en el poder. En el seno de “los 44” se expresaron opiniones diferenciadas entre sí sobre temas de la alta trascendencia continental del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, punto vital en nuestras relaciones con los Estados Unidos. Allí se destacó, en apoyo fundado a la ratificación del TIAR, el diputado unionista Zavala Ortiz. Hubo otros diputados radicales, y es cierto, también los hubo peronistas, que se manifestaron dispuestos a conceder un voto favorable a ese documento de defensa continental, pero a condición de que se dejara constancia de sus reservas o se aprobaran cláusulas interpretativas. Soplaban los viejos vientos de nacionalismo y vocación por la neutralidad en controversias internacionales. El conjunto de aquel cuerpo legislativo no se dio por enterado, y el gobierno menos, de que el mundo había comenzado a cambiar antes del fin de la Segunda Guerra, con los acuerdos financieros de Bretton Woods, de 1944. Allí habían nacido el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, a los que la Argentina se incorporaría tardíamente, en 1956, con el gobierno de Aramburu. En otros temas, los diputados radicales sostuvieron posiciones de las que nunca abdicaron, como la defensa a ultranza de la reforma y autonomía universitarias, a las que el peronismo hirió de muerte con la ley 13.031. Y acompañaron a éste en diversos asuntos de índole social.
Desde la fundación del partido, en 1891, Yrigoyen había anudado relaciones estrechas con la Iglesia. Hubo después altibajos, pero todo se derrumbó a fines de 1945, cuando el Episcopado urgió a los feligreses evitar el voto por las fuerzas que se opusieran a la enseñanza religiosa en las escuelas. Se entendió el mensaje como un casus belli contra la Unión Democrática. La polémica prosiguió en el Congreso, al que Perón pidió la ratificación de las normas de la revolución de 1943 en ese punto. Los radicales se negaron y Dellepiane habló como un vidente, si se piensa en los templos que se incendiaron el 16 de junio de 1955. Según Gambini, en su Historia del Peronismo, dirigiéndose Dellepiane a sacerdotes que aplaudían desde uno de los palcos altos el voto favorable del peronismo, dijo: “Quienes ahora están a favor de la enseñanza religiosa, buscarán refugio y amparo en las filas radicales, pues el gobierno totalitario, en el transcurso del tiempo, terminará por perseguir a la Iglesia...”.
Aquel bloque de “los 44” respetó en lo personal al primer presidente de la Cámara con mayoría peronista, Ricardo Guardo; también al tercero, Antonio J. Benítez, e incluso al cuarto, Alberto Rocamora, al que tocaron los años dificilísimos de 1954 y 1955, los del final tumultuoso de Perón. En cambio, el estilo del segundo, Héctor J. Cámpora (1948-1952), producía a los radicales tanto fastidio como a los cronistas parlamentarios de LA NACION: Andrés A. Durán, Luis Mario Lozzia. En esos cuatro años, el trabajo de la gente de este diario fue vigilado sin disimulo por personal de Orden Político, la antigua y temida repartición policial. Cuando a la caída de Perón los militares encarcelaron a Rocamora, la defensa de éste presentó una lista de testigos de concepto sobre su conducta en la Cámara; entre otros ofreció, con su aceptación, el nombre de Lozzia. En esos tiempos en que el recinto de Diputados se alzaba como el más destacado ámbito de las confrontaciones cívicas en el país, un político correntino y peronista llamaba la atención de los observadores por las habilidades intelectuales de que disponía: Joaquín Díaz de Vivar.
En su obra sobre la primera época del peronismo, Félix Luna no ahorró encomios a “los 44”. Destacó la formación y la experiencia de sus integrantes, y pormenorizó así el sentido con el cual dividieron las tareas: Frondizi, aplicado a la exposición doctrinaria y económica; Sammartino, todo pasión; Rodríguez Araya, la denuncia; Mac Kay, la versación en cuestiones agrarias; Gregorio Pomar, en los asuntos militares; Nerio Rojas y Dellepiane, propensos a pellizcar al adversario con burlas e ironías. Luna pudo haber agregado, en el acápite de ocurrencias jocundas, a Emir Mercader, médico tisiólogo, y también catedrático en turf. Al promediar una sesión, el diputado oficialista José Astorgano, del gremio de los taxistas, levantó la mano. No alcanzó a interponer la “moción de cierre de debate”, mordaza a la que habitualmente apelaba como única labor específica, antes de que se oyera el vozarrón de Mercader: “Astorgano, ¿ya le ponés la funda a la banderita?”
El discurso inaugural de Perón en 1946 a la Asamblea Legislativa había sido comedido con la oposición, como habría de serlo el de su retorno, después de 18 años de exilio, en junio de 1973. En el primero, dijo que de su corazón habían “desaparecido las pasiones”; en el segundo, que había vuelto “casi desencarnado... sin rencores ni pasiones, como no sea la que animó toda mi vida: servir lealmente a la patria”. En el de 1946 había dicho algo que suscribían por entonces, en términos parecidos, los radicales intransigentes: “La tierra no debe ser un bien de renta, sino de trabajo”. Como fuere. Pronto se acallaron las palabras generosas y se abrió fuego contra la oposición, que contestaba con munición gruesa. Los díscolos de adentro, como suele ocurrir en las circunstancias más oscuras de la política, fueron los primeros en caer: así le fue al diputado y líder laborista, Cipriano Reyes, que había sido alma mater del 17 de Octubre de 1945, con su marcha desde los frigoríficos de Berisso. Lo golpearon hasta dejarle el cuerpo hecho una criba.
La mayoría expulsó sucesivamente a Sammartino, a Rodríguez Araya, al teniente coronel Atilio Cattaneo, y en 1951, a Reynaldo Pastor, demócrata liberal de San Luis. Lo común fue tomar la ruta del exilio hacia Montevideo y el refugio amistoso de los colorados orientales. Balbín fue enjuiciado por un juez de Rosario, en medio de catorce denuncias por desacato contra el Presidente que se le habían abierto. Lo despojaron de fueros y apresaron. Así estuvo nueve meses, entre marzo de 1950 y enero de 1951, en la penitenciaría de Olmos. La cárcel, en lugar de encoger su figura, la agigantó entre los radicales y la opinión general ajena al peronismo. En las elecciones presidenciales de 1951, la fórmula radical sería Balbín-Frondizi, y no al revés. Frondizi, considerado el diputado más brillante de “los 44”, iba en segundo lugar.
“El más grande bloque de la historia” , que se enfrentó con una mayoría peronista de 109 diputados (laboristas, radicales disidentes, conservadores de los Centros Cívicos Independientes de Cámpora y nacionalistas católicos), murió por consunción luego de la reforma constitucional de 1949, que permitió la reelección de Perón y dejó a todos los jueces y embajadores sujetos a nuevos acuerdos del Senado. Por otra cláusula transitoria se dispuso que los mandatos legislativos se prolongaran por algo más de un año a fin de unificar mandatos, pero los diputados radicales renunciaron al beneficio. El gesto se espejaba en las largas abstenciones electorales de la UCR contra el fraude conservador. Balbín había hecho otro tanto en 1941, cuando renunció a ocupar la banca de diputado provincial para la que había sido elegido en Buenos Aires. Tomó la determinación al denunciar por fraudulentos los comicios.
A “los 44” siguió, por la reforma electoral de 1951, que introdujo el sistema de circunscripciones uninominales en vigor hasta su derogación por la revolución de 1955, un bloque de sólo 14 diputados nacionales. Este sistema, tan consustanciado con la historia política del Reino Unido, había regido en las elecciones de diputados nacionales de 1904, y no más que eso.
Fueron tantas las imputaciones radicales de que la razón del nuevo sistema era dejar sin oposición a la Cámara de Diputados –ya lo estaba el Senado, desde 1946–, que el oficialismo hizo una concesión sobre la marcha. Cada distrito electoral determinaría su número de circunscripciones según el total de asientos que le correspondiera, con excepción de Córdoba, Santa Fe, Buenos Aires, Entre Ríos y la Capital: en estos cinco distritos, dos asientos por lo menos corresponderían a la minoría. Perón quería un Congreso sumiso, como lo documenta la configuración disparatada de circunscripciones que aprobó en el mapa de la ciudad de Buenos Aires, pero también pretendía preservar un mínimo de apariencias. Era autoritario, no tonto. Se aseguró que la oposición tuviera garantizadas diez bancas.
A poco de andar el nuevo sistema, el oficialismo introdujo una reforma más. Consistió en reducir de dos a una la banca que se reservaba de manera expresa para la minoría en los cinco distritos más poblados. De tal forma, al estallar la revolución del 16 de septiembre de 1955 el bloque de la UCR contaba sólo con 12 miembros, y para colmo, con escasa cohesión entre ellos: siete diputados unionistas desobedecían a Oscar Alende, quien contaba con el respaldo del Comité Nacional, ya en manos de Frondizi, y el favor de los otros cuatro diputados intransigentes como él.
En noviembre de 1956, la convención radical reunida en Tucumán proclamaba a Frondizi candidato a presidente y la vía del disenso con esa decisión prosperó, agitándose la bandera del voto directo de los afiliados, entre los cuadros partidarios más solidarios con la revolución triunfante en 1955, de la que habían participado no pocos dirigentes de la UCR. Surgió así una concertación de unionistas y sabattinistas con el resto de la intransigencia. Se aunaron al final en respaldo de la fórmula Balbín-Del Castillo después de que éstos derrotaran a Zavala Ortiz-Sammartino.
La “intransigencia”, escribía Horacio Oyhanarte en 1916 en El Hombre, el libro apologético del caudillo a quien amaba como al padre que le habían asesinado en 1894 en un entrevero político, es tan de la esencia del radicalismo, que “es su bandera, su sueño desvelado”. El concepto obsesivo de una política sin concesiones, encarnado por Yrigoyen frente a los conservadores –“la reparación”, como contrafigura del “régimen”– y reasumido por sus seguidores en la porfía con Perón, fue una constante en ese partido de consignas y doctrina. No siempre pudo ser expresado con claridad: la Unión Democrática, cuyos abanderados José P. Tamborini y Enrique Mosca estaban en la derecha partidaria de la época, contenía, sin embargo, el embrión de un frente popular soñado por los comunistas, con la ilusión de continuar la lucha contra el fascismo criollo y la revolución del 43.
Con lentitud, el tiempo fue curando heridas entre los supérstites del gran bloque de “los 44”. Se borró gran parte de los vestigios de la división ulterior entre la Unión Cívica Radical Intransigente de Frondizi y la Unión Cívica Radical del Pueblo de Balbín, y unos y otros morigeraron propuestas y se sentaron a mesas de diálogo y consenso con el peronismo y otras fuerzas políticas. La moderación se impuso por sobre el fragor programático más ardoroso y juvenil de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Resuena en nuestros oídos, como en escena final, la oración fúnebre de Ricardo Balbín en julio de 1974 en la Catedral, junto al féretro de Perón, y aquello de que un viejo adversario venía a despedir a un amigo.
Otras generaciones emergían, otras tormentas se cernían sobre el país.