El bicentenario de Esteban Echeverría
Por Fernando Sánchez Zinny Para LA NACION
Curiosa, contradictoria, envidiable suerte la de Esteban Echeverría, de cuyo nacimiento se cumplieron este año dos siglos, acontecimiento que ha pasado mayormente inadvertido -igual que casi todas las cosas que a ese escritor se refieren- acaso en virtud de un designio conveniente, sin perjuicio de que tercas y comprensibles reticencias ideológicas contribuyan a limitar a su respecto los reconocimientos institucionales y gubernamentales.
Sin haber alcanzado ninguna de las cosas trascendentes que se propuso, Echeverría llegó más allá de cuanto deseó o imaginó. Genio fragmentario, talento incompleto, su destino fue ser algo todavía de mayor importancia que el poeta excelso que estaba en su ambición, en su aspiración más honda y más deliberadamente perseguida. Porque vino a constituirse en la bandera de todos sus compañeros, en el arquetipo, en el símbolo de una relevante actitud colectiva, posición en verdad invulnerable que no pueden mellar ni las premisas de los críticos, ni el desdén de los poderosos y ni aun siquiera el olvido o la ignorancia de las multitudes.
Pues, al cabo del tiempo, Echeverría es entre nosotros, en sustancia, no sólo el poeta por antonomasia, sino también el apóstol laico, el pensador, el doctrinario, el patriota en suma, hecho él mismo de bronce similar al que lo preserva en la estatua. Y la frase grabada: "Miserables los que vacilan cuando la tiranía se ceba en las entrañas de la patria", se complementa con la invocación de Rafael Obligado que describe a la pampa bonaerense como "la tierra de Santos Vega / la patria de Echeverría", en lúcida división de la totalidad conformada por las tradiciones popular e intelectual.
Su voz está en el trasfondo de la de Alberdi y la de éste inspiró las nobles palabras de la Constitución. Su pensamiento sustenta el de Juan María Gutiérrez, padre de nuestra crítica literaria y origen de tantos afanes, a menudo expresados por los argentinos, acerca de la posibilidad y la necesidad de ocupar un lugar en el territorio de lo sustantivo, en el quehacer que manifiesta la multiplicidad de la cultura universal.
Mentor de la generación del 37, es, sin duda, bien inferior a sus principales integrantes, que además fueron sus seguidores y de algún modo sus discípulos. Carece de la vivacidad y el arrebato de Mármol, de la robustez de Sarmiento, de la percepción aguda y trágica de Alberdi, de la meticulosidad entusiasta de Mitre, del fino discernimiento de Gutiérrez, pero, más que cualquiera de ellos, es el poeta por el gesto, por la firmeza, por la amplitud de su pesimismo personal, por sus quejas, por sus dolencias verdaderas, por su hipocondría, por su pobreza, por su alejada inmediatez a los grandes acontecimientos, por su distancia avizora.
Meditador penetrante y hasta iluminado -en la buena acepción de esta palabra- ciertamente no solía acompañarlo el rigor y sus teorizaciones antes son las de un profeta, que las de un sistematizador, causa de la imprecisión en que quedaron, por ejemplo, la noción de la "joven Argentina", el enunciado de las "palabras simbólicas", o el Dogma Socialista, que son o no obras suyas, según se vea, pero en las que sí lo es el espíritu que anima a esas concreciones primigenias del pensamiento argentino.
Hijo de un vasco almacenero, hizo propios como nadie y antes que ningún otro los ideales de Mayo, no como mera adhesión localista o anecdótica, sino como trasunto de un magno esfuerzo por apartar las telarañas coloniales. Integrante de una familia que rondaba muy cerca del barro común comprendió, también el primero, lo determinante que sería poder integrar a las elites intelectuales en el gran río de la acción y del sentimiento públicos.
Desprevenido y bastante poco formado visitante del París de las originarias rebeldías de Lamartine, de Lammenais, de Hugo, como muy contados, sintió en plenitud el intenso viento de renovación que comenzaba a desatar el romanticismo jocundo, destinado a incorporar a las masas a la sensibilidad de la época y a la inquietud política, y que habría de suscitar los grandes procesos revolucionarios que llenaron la centuria que siguió a su muerte.
Le tocó importar ese romanticismo tumultuoso, a veces afeminado, a veces tribunicio, pero siempre pasional, al Río de la Plata, como planta exótica directamente traída de la dulce Francia, sin haber pasado por la prosopopeya enfática que es gaje ineludible de la literatura española, salto en materia de influencias reconocibles que hasta hoy pesa sobre nosotros.
Vio, además, antes que ninguno la necesidad de corroborar la emancipación política con la emancipación cultural, siendo el principal instrumento de ésta la existencia de una genuina literatura nacional en la que cupieran los modismos lingüísticos, los tipos humanos, las costumbres y emociones, y en la que hablase un pueblo protagonista de un destino singular e intransferible, conjunto hipotético de obras que evidentemente se sentía capacitado para inaugurar.
En todo tuvo éxito y, al mismo tiempo, no lo tuvo en nada. No fue el poeta que esperó ser y sus versos son -y esto desde hace largo tiempo, pues no es cuestión de moda- más bien ilegibles. La Cautiva representa esa presunta literatura diferenciada sólo en términos escolares, y aun eso se ha vuelto por demás dudoso; su perennidad como autor reposa al presente en un texto al que escasa atención prestó y que expone, con tremenda fuerza -si bien panfletaria- la crueldad innata de nuestras costumbres de matarifes, de desolladores. El Matadero encierra, mal que nos pese, el epítome monstruoso de un despotismo connatural que es a la vez la riqueza mítica del Río de la Plata: ganado y más ganado, vida fácil, instintos primitivos, grandes fortunas, alimento barato al alcance de la destreza y del cuchillo, relato apocalíptico que poco bien nos hace como colectividad.
Sin embargo, todos los ideales del poeta, en literatura, en política, en aspiración de futuro, aunque éste sea una ilusión perpetua, están vivos y nada indica que vayan a desaparecer. En muchos sentidos, Echeverría fue el primero de los tantos que entre nosotros asumieron la construcción de una patria en oposición a la naturaleza y a la historia hostiles, como el deber primordial de los argentinos.
Mucho se ha hablado mal de él, generalmente con razón. La suma de malignidades que amontona Ignacio B. Anzoátegui en su Vida de muertos, aunque antipática, es casi incontestable, y así y todo se le olvidó uno de los más llamativos rasgos desagradables de Echeverría, que era la soberbia intemperante y didáctica, tan propia de los autodidactos geniales. Ricardo Rojas había sido, antes, confusamente justo en su apreciación canónica: "Es un gran poeta cuya poesía es incorrecta y pobre".
Lo era, sin duda, en el significado último que establece la legitimidad de los poetas como un trasunto de cualidades superiores y augurales. El poeta, el verdadero poeta, ante todo es, con independencia de que sea bueno o malo. Y el gran poeta lo es pese hasta a sí mismo, pese a todas las adherencias impropias, por el hecho solemne de definir un mundo, de inventarle una sensibilidad y un horizonte.
Había nacido en las orillas arrabaleras de Buenos Aires, el 2 de septiembre de 1805 en el barrio de El Alto, hoy San Telmo, y falleció el 19 de enero de 1851, en la Montevideo sitiada -que habría de merecer el nombre de Nueva Troya- tras prolongada enfermedad e incontables estrecheces, al cabo de una vida de altivez, de teorías, de conmovedora honestidad esencial. Años después, en una de las tantas luchas civiles entre orientales, el fuego artillero barrió el cementerio y dispersó los restos de muchos, entre ellos los de Echeverría.
Nada físico permanece de él. Y está bien que así haya sido: "Dios escribe derecho en líneas torcidas", asegura el dicho y, en efecto, es insustancial esa ausencia cineraria: el símbolo es pura ideación, es una representación de anhelos que no requiere de carnadura para existir.