El basamento ético, ese orden invisible que se ha debilitado en la Argentina
Si afirmamos que lo que nos pasa en el país se remite a lo político o lo económico, estamos subestimando la magnitud del problema
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La confianza en nuestras autoridades está en bajísimos niveles. Pero también los índices de confianza interpersonal. La conflictividad social es elevada, el índice de cumplimiento de los contratos muestra malos registros y las encuestas no reflejan un optimismo mayoritario.
Podemos atribuir todo eso a años de malos resultados en las políticas públicas, al impacto local de acontecimientos internacionales o a dificultades para la adaptación ante cambios tecnológico-sociales. Pero también a que un significativo componente de la calidad de la vida en comunidad está debilitado en la Argentina: el basamento ético.
Una sociedad actúa sobre diversos patrones: capital humano, instituciones y reglas jurídicas, cultura, relacionamiento geopolítico. Pero lo hace también, y especialmente, en base a un orden invisible: la ética predominante. El diccionario define a la ética como la disciplina que opera sobre el bien y el mal y sobre la relación de éstos con la moral y el comportamiento. La palabra, precisamente, procede del griego antiguo êthos, que significa “carácter”. Se trata de un orden invisible que impulsa la acción en base a lo que preferimos, toleramos, aspiramos, apreciamos.
Escribió André Comte-Sponville que hay cuatro ámbitos diferentes relativos a la organización social: el técnico/científico (el primero, el que permite detectar lo posible y lo imposible), el jurídico/político (el segundo, que distingue lo legal y lo ilegal), el moral (el tercero, el que socialmente nos lleva a consensuar lo que es comúnmente debido y lo indebido), y el ético (el cuarto, el que actúa como ordenamiento hacia lo que hace bien y lo que hace mal).
Entre nosotros (aunque no solo) parece estar fallando este último.
Y es bajo ese efecto que la política muestra inconsistencias entre promesas y resultados, numerosas empresas caen en ineficacias atribuibles a un contexto perturbador, muchas personas acuden a un negativo cortoplacismo por pérdida de ciertas previsiones, relevantes líderes de opinión se apoyan (ante la disfuncionalidad general) más en lo que turba que en lo que alienta, tantos representantes aparecen como defensores de sus intereses más que de los de sus representados, líderes morales que deberían aportar consejos y enseñanzas confunden sus ámbitos con otros que no les son propios, algunas celebrities alientan controversias en lugar de la generación de valor y tantos vecinos se hacen trampa cotidianamente.
Si afirmamos que lo que nos pasa en la Argentina se remite a lo político o lo económico, estamos subestimando la magnitud del problema. Y si pretendemos soluciones solo cambiando algunas leyes, arreglando resultados de ciertas cuentas o ajustando determinadas remuneraciones, nos quedaremos cortos.
Señalaba Karl Popper que las instituciones no actúan, porque solo actúan las personas en o para las instituciones, y todos los fenómenos sociales (especialmente el funcionamiento de las instituciones) deben siempre ser considerados como el resultado de actitudes, acciones, decisiones de individuos, más que de comportamientos de algunos colectivos. Casi 40 años después de recuperada la democracia y habiendo pasado ya por más de una veintena de concurridas elecciones generales, es demasiado simplista responsabilizar por nuestros males a un puñado de dirigentes de los que seamos meras víctimas.
Pero los argentinos nos enfrentamos, ahora, a un fin de época. Hemos vivido décadas de desbordes. Lo estamos pagando. Desborde de lo público sobre lo privado, de lo doméstico sobre lo internacional, de las regulaciones sobre las libres interacciones sociales, del poder sobre las instituciones, del corto plazo sobre lo sostenible, de la fuerza sobre el derecho. Es hora de recuperar equilibrios. Y una nueva época requerirá no solo de la renovación de cierta elite dirigencial sino, más bien, de la instauración de un sistema múltiple de incentivos generales (no necesariamente estatales) que aliente la virtud.
A propósito: no hay ética sin mejor lenguaje. Escribió Enrique Valiente Noailles que el uso del lenguaje es el reflejo exacto de lo que somos y es un indicador del respeto que cada uno tiene (más que por los demás) por sí mismo. Contrariamente a lo que puede pensarse, este asunto no es algo abstracto: de este orden invisible dependen en buena medida el cumplimiento de los contratos, la generación de alianzas productivas virtuosas, el optimismo que antecede a las inversiones innovativas, el esfuerzo que conduce al éxito, los planes de los que se encaminan, la mejora en las condiciones de los trabajadores, la seguridad y la confianza públicas. Y también el perfil de las autoridades.
Señaló hace un tiempo Bernardo Kliksberg que el perfil del mediano y el largo plazo está determinado por el predominio de valores éticos positivos en la sociedad y en las prácticas efectivas de los actores sociales, y no por la utopía de las declamaciones.
Un buen cambio no vendrá solo por necesarias reformas en las políticas públicas sino también por la generación de un contexto en el que gestos, palabras, testimonios, prácticas, incentivos, conduzcan a esa virtud esforzada pero sostenible.
Y deberemos, en este marco, volver a una verdad de Perogrullo y que hemos olvidado: la buena política tiende a un alcance público y no a la activación de particularidades.
Pero la política no es solo causa: también es consecuencia. Porque nosotros, los ciudadanos, no solo somos sujetos pasivos sino, especialmente, sujetos activos. Alguna vez enseñó un cientista político que, después de todo, los tiranos solo tienen, para someter a sus súbditos, a los brazos de sus súbditos.
Una sociedad en la que se ha decidido, hace tanto tiempo, cederle al control político exacerbado la regulación de tantos ámbitos que debieron haber quedado para la espontánea interacción entre los particulares, probablemente haya desertado del compromiso ético con la comodidad de responsabilizar al orden público de los desvíos. Objetivizar lo que debe ser subjetivo conduce a la afuncionalidad. Así llegó a decir un celebre profesor de derecho penal: no es verdad que el homicidio está penado, lo que está penado es el homicidio que se prueba.
Pero ésta no es una cuestión metafísica: no se trata de ingresar en las conciencias de las personas. Ni de una supuesta conversión de desviados. No. Se trata, más bien, de lograr una confluencia (y prevalencia) de quienes se comprometan con valores predominantes más virtuosos, a través de acciones útiles que contribuyan al respecto. Decía Ortega que en las sociedades conviven ideas y creencias, y que mientras a las ideas se las discute y rediscute, las creencias son esas concepciones básicas comunes sobre las que todos nos asentamos. Hay que recuperar el orden invisible.
Nuestra sociedad será mejor cuando el éxito genere más emulación que envidia; los esfuerzos obtengan reconocimiento y no desprecio; la vida de cada humano sea un todo y no una parte, la palabra cree obligaciones y no artilugios; la propiedad se respete y no se veje, los argumentos se antepongan a los alaridos; la competencia se dirija a ser competente y el respeto por el otro sea práctica usual. Pues éste es un buen momento para recalibrar energías. Para reconocer la bondad de un orden “horizontal” de respetos recíprocos (entre nosotros), sin el cual no hay solución “vertical” (desde el poder) que subsane una debilidad en lo más fuerte: los lazos entre las personas.
Escribió Mario Bunge que la ética es ese conjunto de normas no escritas sin el cual la convivencia es imposible. Eh ahí un orden por reconstruir.
Especialista en economía internacional. Director de la Maestría en Dirección Estratégica Tecnológica en el ITBA