El balotaje nos exige optar entre lo preferible y lo detestable
Los que perdieron en la primera vuelta deben elegir al ganador de la segunda; paradoja política en la que los perdedores son los árbitros que resolverán el resultado de las urnas
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No quisiera demonizar a los candidatos. Se llame Massa o se llame Milei. Pero tampoco creo que sea saludable disimular recelos y diferencias. El balotaje nos habilita en la primera vuelta para votar por nuestras preferencias ideológicas, pero en la segunda vuelta nos exige optar entre lo preferible y lo detestable. La exigencia no cuenta para quienes votaron por Massa o Milei que, se supone, reiterarán su voto, sino para quienes no los votaron. Curioso: los que perdieron en la primera vuelta deben elegir al ganador de la segunda vuelta. Paradoja política en la que los perdedores son los árbitros.
La opción es de hierro: Massa o Milei. El único matiz es el voto en blanco, un voto legítimo y respetable, pero que se parece a la nada. Y la “nada” incluye un valioso don existencial, pero políticamente es, en el más suave de los casos, neutra. El voto en blanco es un voto digno (importa insistir en ello) pero políticamente impotente. Los historiadores recuerdan los tiempos del voto en blanco de la resistencia peronista. Se podrá discutir esa estrategia, pero está claro que su legitimidad la otorgaba la proscripción del peronismo.
Nada de esto ocurre hoy. Massa y Milei no son candidatos impuestos por la voluntad del amo o del Espíritu Santo. Llegaron allí respaldados por el voto popular. Ahora ese mismo voto popular deberá decidir quién será presidente. La campaña electoral está lanzada. Alguna vez el sociólogo Gustavo Le Bon escribió: “El que conozca el arte de impresionar la imaginación de las muchedumbres, conoce también el arte de gobernarlas”. ¿Será así? Por lo pronto, Massa más que impresionar a las muchedumbres lo que ha hecho es explotar sus necesidades. Y lo ha hecho valiéndose del poder del Estado. No le ha ido mal. Por lo menos hasta ahora. ¿Y después? “Después, qué importa del después…”, responderá con tono de Homero Expósito. Aunque habría que recordarle aquello que sentenció alguna vez Nietzsche. “No olvides que cuando te asomas y miras al abismo, el abismo también te mira a vos”. O aquella sentencia, pronunciada con un toque de realismo y cinismo, que hizo un viejo político criollo: la lucha política tiende a polarizar y a pintar a los candidatos con colores antagónicos. Abundan las consignas, la retórica catastrófica y las descalificaciones absolutas. El límite, por ahora, es el estado de derecho, pero a partir de allí el juego e incluso la fascinación por las diferencias, están permitidos. La política exige racionalidad, pero esa racionalidad no puede ni debe desconocer las palpitaciones de la pasión y los estremecimientos de las emociones. Sin descartar las emboscadas del absurdo y el imprevisible aleteo del cisne que nos desveló en las PASO de agosto y en la primera vuelta de octubre. Más allá de disquisiciones, deseos o descalificaciones, lo cierto es que el 19 de noviembre hoy es un enigma que incluye la incertidumbre que se nos abre hacia el futuro. En todos los casos, importa saber que contar la historia es siempre contar el vigor y la originalidad del conflicto. Por lo menos, para Maquiavelo esa era su preferencia.
Seguramente los votantes que aún no se han decidido se esfuerzan para encontrar motivos que justifiquen su voto. Sabemos, insisto, que quienes votaron a Massa o a Milei ya saben lo que deben hacer; el interrogante vale para quienes no los votaron. Recuerdo que en el año 2002 los franceses debieron optar entre Jacques Chirac, un liberal conservador, y Jean Marie Le Pen, un fascista. Socialistas, izquierdistas, progresistas de diferentes tonos optaron por Chirac. Muchos lo detestaban, pero para impedir que un fascista fuera presidente votaron por Chirac. Como dato pintoresco, muchos se presentaron en la mesa electoral con una pinza en la nariz para dar a entender que no soportaban el “olor” de Chirac. Con pinza o sin pinza, lo cierto es que el candidato del fascismo fue derrotado. Al día siguiente toda la izquierda, de la moderada a la más radical, pasó a la oposición.
Ahora bien, en la Argentina de 2023 Massa no es Chirac y Milei no es Le Pen. Y si planteamos la opción a la inversa tampoco cierra el diagnóstico. Francia sirve como ejemplo para elegir entre variaciones diversas de lo detestable. Nada más y nada menos. A decir verdad, las encrucijadas históricas no se resuelven con consignas. O, en todo caso, las consignas no alcanzan ni siquiera para establecer una síntesis. “Massa es lo malo, Milei es una incógnita… votemos por la incógnita”. La frase es ingeniosa y nada más. Tan ingeniosa como decir a la inversa: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”.
Nos guste o no, votar es un acto individual, es una decisión personal, incluso íntima, efectivizada en la soledad del cuarto oscuro. No hay recetas mágicas ni consejos de oro, salvo saber que el resultado de las urnas lo resolverán los perdedores. Una consideración es necesaria más allá de preferencias. Milei es el candidato de una derecha, tal vez de una extrema derecha, algo desarrapada, algo inorgánica, tal vez débil, una derecha que conquistó el apoyo del treinta por ciento del electorado. Massa es la encarnación del poder. Del poder real, efectivo y despiadado. Como Giulio Andreotti podría decir: “El poder desgasta al que no lo tiene”. Massa es la versión descarnada de un sistema de dominación, de un orden que se expresa en instituciones corrompidas, corporaciones, capitalistas amigos, sindicalistas mafiosos, en definitiva, la representación real de un régimen falaz y descreído, como alguna vez dijeron Yrigoyen y Alem. Massa advierte sobre el peligro del retorno de la derecha. Pero si por “derecha” para el populismo se entiende un orden político y social fundado en el privilegio de los ricos y los nuevos ricos y la pobreza en sus versio-nes más impiadosas y lacerantes, Massa ha cumplido con creces, con excelente caligrafía, el programa de esa supuesta derecha.
El 19 de noviembre es una fecha importante, pero la historia política argentina no concluye ese día. No sabemos quién será elegido presidente, pero sabemos que al otro día el rostro de los argentinos en el espejo no será diferente, es decir, el presidente electo deberá hacerse cargo de ese espectro en que se ha transformado el país. Milei o Massa presidente, no nos podrán eximir a los argentinos de nuestro deber de poner límites y controles. Habrá un nuevo presidente, pero ese presidente deberá gobernar con una Corte Suprema que no ha sido dócil a la voluntad dominante del Ejecutivo, con un Congreso donde no hay mayorías automáticas y en un territorio con gobernadores e intendentes que responden a diferentes tradiciones partidarias y no están dispuestos a sacrificar a sus habitantes a los caprichos o a la voluntad de un poder con deliberada vocación autocrática. El 19 será el día de la verdad. La verdad de las urnas. A votantes y candidatos conviene recordarles aquella sentencia pronunciada por un viejo político criollo que fue tres veces presidente y que de los menesteres del poder sabía mucho: “En nuestro país es fácil ganar una elección, basta con repetir el ejemplo de Fausto: vender el alma al diablo, pero cuando el candidato empiece a gobernar no será él quien gobierne sino el diablo”.