El ayuno, la política y la moral
MILAN.- Durante las últimas semanas murieron veinticuatro familiares de detenidos en las cárceles turcas. Murieron porque llevaron al extremo la huelga de hambre en protesta por las inhumanas y bárbaras condiciones carcelarias y con el objeto de llamar la atención del mundo. Pero dicha atención parece no haber sido adecuada a la gravedad de la situación y del tremendo episodio, quizá porque la opinión pública ya se ha acostumbrado a tales formas de protesta en todas partes del mundo y por diferentes e incluso opuestas razones. No hay nada o prácticamente nada en común entre la trágica denuncia turca (grito desesperado para aliviar una situación intolerable) y los ayunos practicados por Gandhi, en nombre de un pacifismo humanitario y universal, y por Bobby Sands, el irredentista irlandés, militante del IRA, muerto por una causa patriótica en la que la rebelión contra la opresión se mezclaba con un ultranacionalismo también terrorista. No hay nada en común, decíamos, salvo una excepcional virtud individual: la capacidad de sacrificio hasta el martirio.
Los mártires, cualesquiera que fueren las causas por las que mueren o arriesgan la vida, generosas, fútiles, insensatas o perversas, merecen nuestro absoluto respeto por el coraje con el cual trascienden sus propios intereses personales y aceptan o eligen conscientemente la muerte, en vez de temerla o sufrirla casualmente como los demás. El altísimo valor de la capacidad de sacrificio de los mártires, por otra parte, no garantiza necesariamente el valor de la causa que defienden. Cada bandera, sublime o abyecta, tiene sus mártires: los hay nazis, partisanos, patriotas, misionarios, revolucionarios, fanáticos; su sangre hace más noble una bandera ya noble de por sí, pero no logra lavar las manchas de una bandera sucia, por más que ellos hayan creído heroicamente en ella. Quien se sacrificó en nombre del Tercer Reich es digno de respeto, pero ese respeto no vuelve menos abominable al Tercer Reich.
Más allá de dichos casos extremos, es difícil saber cómo debe comportarse un Estado delante de quien, para afirmar sus razones -de cualquier naturaleza- amenaza con dejarse morir si éstas no son satisfechas. La validez de dichas razones no depende de los medios utilizados para hacerlas valer. Si una protesta es legítima, es decir: si un derecho ha sido violado, será necesario satisfacer a quien protesta, aun cuando éste no ayune. Si para obtener ciertos derechos, inicuamente negados, se hace forzoso recurrir a formas de presión como la huelga de hambre, nos encontramos frente a una situación en la que el poder se ejercita sin respetar las leyes. Dichas situaciones ilegales autorizan, es más, exigen formas de protesta y de resistencia anormales que, en otras circunstancias, resultarían incluso ilícitas, como le sucedió a la lucha partisana contra un sistema de dominio que no consentía formas de lucha democráticas. Ahora bien, si una causa no es legítima o es una pretensión prepotente, ¿es justo ceder sólo porque quien la practica simula que arriesga la vida o, verdaderamente arriesgándola, se mata si no es satisfecho? Una vida humana vale más que cualquier otra cosa, pero utilizar -poco importa si con astucia calculada o con exasperada buena fe- la sacralidad de la vida como un arma política o sentimental puede transformarse en un chantaje violento. Por ejemplo, ¿es admisible amenazar con suicidarse para no ser abandonado por el propio compañero?
La amenaza de morir (un auténtico ayuno es siempre eso), como otras formas de protesta ante la violación de derechos del hombre, en lugar de ser lícita parece más bien una forma de presión ejercitada para promover o hacer aprobar las leyes. Cada uno de nosotros -simples electores o parlamentarios- debería aprobar o rechazar cualquier propuesta de ley, según la encuentre justa o errada, sin tener en cuenta las formas de protesta que realizan defensores y detractores. ¿Cómo deberíamos comportarnos si alguien hiciera huelga de hambre hasta la mismísima muerte invocando la reaplicación de la leyes raciales? ¿Sería razonable volver a aplicarlas sólo por el humanísimo deseo de no dejarlo morir? Cuando pensamos en las propuestas de leyes y en las presiones populares que muchas veces las acompañaron y las acompañan es fácil que estemos pensando en leyes que nos gustan o que nos inducen a considerar con simpatía los métodos empleados para lograr su aprobación. Por ejemplo, quien en la consulta popular sobre el divorcio votó en favor, como en mi caso, tiende a considerar, fácil e injustamente, que una manifestación intimidatoria en favor del divorcio es más democrática que la de los contrarios. La desobedencia civil y la rebelión contra un poder opresivo, legítimas y meritorias en situaciones de emergencia, son diferentes de la retórica contestataria que induce a priori a tener mayor simpatía hacia quien tira piedras contra la policía y no por la policía.
Es trágico que sea necesario que alguien muera de hambre y de sed para percatarse de las miserias del mundo. Es todavía más trágico que el acostumbramiento frente a las protestas termine por debilitar -como parece que sucedió en el caso de Turquía- el efecto y la eficacia del sacrificio extremo.