El atentado contra Manuel Quintana
En 1905, un anarquista catalán de 23 años le disparó al presidente argentino al paso de su carruaje por plaza San Martín, pero afortunadamente el arma falló
Ese viernes 11 de agosto de 1905 amaneció frío, plomizo y tormentoso. Al día siguiente se festejaba en el templo de Santo Domingo el 99º aniversario de la Reconquista conseguida bajo la lluvia.
En ese mismo viernes 11, Justa Baudriz -desde los altos de Santa Fe 790- se fastidió al ver los nubarrones que coronaban la plaza San Martín. Rogó para que no lloviera a las 14, hora de la cita en la calle Artes 1245 (hoy Carlos Pellegrini). Allí la anfitriona sería Susana Rodríguez Viana de Quintana -nada menos que la primera dama de la República-, que reunía al comité de beneficencia para erigir un digno correccional de mujeres: Leonor Tezanos Pinto de Uriburu, Teodolina Fernández de Alvear, Enriqueta Lezica de Dorrego y Teodolina Alvear de Lezica, además de Justa Baudriz. La hora del encuentro coincidía con la diaria llegada del carruaje oficial en busca del presidente Quintana.
Inconfundible por su altura, cabellos y barba blancos, el doctor Manuel Quintana cruzaba la vereda, pisaba el estribo y se apoltronaba junto al edecán de turno dentro de la cupé carrozada. El cochero Adolfo Piñol azuzaba a los percherones y el lacayo Juan Forrestiel adoptaba pose militar. Doblaban por Arenales hasta la plaza San Martín y por su flanco oblicuo llegaban a Florida. Por esa calle alcanzaban Rivadavia y por fin la Plaza de Mayo.
La escena había sido cronometrada por el joven tipógrafo Salvador Enrique José Planas y Virella, así bautizado el 12 de febrero de 1882 -8 días después de nacido- en la parroquia de los Santos Bartolomé y Tecla de Sitges, casi frente al mar y a 30 kilómetros de Barcelona. Fue el penúltimo de siete hermanos, pero el más iracundo. La bronca no le daba tregua esa mañana, cuarto día que faltaba a la imprenta de Alsina 1016. Siguió durmiendo en el altillo de Viamonte 1367 cuando su hermano Andrés salió para la imprenta de M. Lionel Mortlock, en Reconquista 90, donde era "minervista" (operaba máquinas Minerva).
A Salvador se lo creía un lector infatigable -amaba a Cervantes y leía en francés-, se rodeaba de libros y folletos libertarios, y fue elegido tesorero de la Sociedad de Resistencia de Artes Gráficas. Se reconocía como anarquista y, además, sucumbía enamorado (ella se llamaba Josefa Yáñez). Pero la chica y los padres se horrorizaron de sus ideas ácratas. Ella rompió el noviazgo y lo plantó.
De España huyó de la hambruna hogareña, pero el paraíso de Buenos Aires apenas le redituaba 90 pesos por mes y 75 a su hermano. Despachaban 50 a Barcelona, donde se mudó la familia, pero no les alcanzaba: Pedro Planas, el padre, enfermó y quedó ciego para desolación de Francisca Virella, la madre de larga prole.
Gran pasado, poca salud
El doctor Manuel Quintana cumpliría el 19 de octubre 70 años. Lo mejor había quedado en el pasado, incluida la buena salud. Su sabiduría en derecho internacional privado, en la cátedra de la Universidad de Buenos Aires y en diplomacia, y su prestigio como locuaz diputado y senador resultaban algo más halagador que ser ministro del Interior, como lo fue sólo dos meses, de Luis Sáenz Peña.
Era sobrino nieto de Hilarión de la Quintana -que intimó la rendición a Beresford en nombre de Liniers- y tío de Eladio de la Quintana. Eladio, su padre, nació el año que invadieron los ingleses.
A Manolo le transfirió la banda presidencial Julio A. Roca el 12 de octubre de 1904. Cuatro meses después debió sofocar la revuelta radical (4 de febrero de 1905) y no pocos atentados anarquistas. Entonces, el estratego policial Antonio Ballvé le advirtió protegerse de peligros en ciernes.
A primera hora de la mañana del 11 de agosto, mientras Justa Baudriz se retiró de la ventana, Manuel Quintana en su casa confirmaba a algunos asesores que aún no era momento para la amnistía política. A la vez estaba harto de la deuda externa y despotricó por la resistencia de los banqueros a que los tenedores del empréstito argentino que reconocen la conversión operen o retiren el 6 por ciento. Simultáneamente, y a ocho cuadras y media de la residencia de Quintana, Salvador Planas y Virella saltó de la cama y pensó que ése era el día para matar al presidente.
Este anarquista había rondado -repetidamente- los movimientos frente a la casona de la calle Artes y siguió, por varios días y de a tramos, el recorrido del carruaje presidencial. Pero esa mañana se miró en el espejo y en una foto posada durante el entierro del poeta Jacinto Verdaguer en el cementerio de Montjuich, poco antes de partir a "hacer la América". No era fácil. La buhardilla de la calle Viamonte, de 1,50 de altura, que lo obligaba a vivir agachado, la alquiló a 10 pesos, pero le aumentaron la mensualidad a 15. El dinero nunca alcanzaba.
La foto y el espejo le mostraron sus inmensos mostachos y la cabellera larga. De volver a la ronda, cualquiera lo reconocería. Se vistió, salió y caminó hasta Montevideo 652, a la vuelta. Se echó en el articulado sillón de la peluquería de Augusto Corradini de la que era abonado y ordenó "un recorte y vuéleme el bigote". Rasurado, de sombrero oscuro y sobretodo gris, caminó con sus botines negros hasta Montevideo y Cuyo (hoy Sarmiento). Compró bananas y naranjas que comió camino de la casona presidencial con una Smith Weson de 9 milímetros en el chaleco y una edición microscópica de El Quijote de la Mancha en un bolsillo. Llegó, observó y siguió por Arenales hasta la plaza y esperó -calle por medio- frente a la estatua de Falucho (Muy cerca, la familia Baudriz apuró el almuerzo para que Justa llegara a tiempo a su cita.) Salvador volvió a vigilar la casa del presidente desde la esquina de Juncal: la cupé ya aguardaba a Quintana. Salvador se alzó la solapa, fue a la plaza y esperó. Eran las 14 y 10 cuando la cupé repitió el ritual hacia la Casa Rosada y comenzó "la garúa", precisaron las crónicas del atentado.
El carruaje se asomó a la plaza por Arenales. María Baudriz, que volvió a la ventana para saber si llovía, y Justa -ya retrasada- necesitaría un paraguas, vio súbitamente a un hombre que desde la plaza saltaba al pavimento con una pistola en mano. Corría al carruaje presidencial y apuntaba a la ventanilla. Sucedió como un relámpago. Quintana preguntó qué pasaba y su edecán, el capitán de fragata José Donato Alvarez, lo cubrió con el cuerpo y dijo: "Nada, absolutamente nada, presidente". Luego se largó del carruaje en marcha, resbaló -por la llovizna sobre los adoquines de madera- y cayó. Los dos disparos habían fallado y desde el victoria policial -que trotaba detrás guiado por el cochero moreno y agente de investigaciones Antonio Mallato- provino el auxilio apropiado. Su pasajero, el subcomisario Felipe J. Pereyra, ayudado por Mallato, se lanzó sobre el atacante. Redujeron al catalán y lo treparon a un coche de alquiler rumbo al Departamento Central. Allí lo fotografiaron LA NACION y la revista PBT. Pronto sería condenado y enclaustrado en la cárcel de Las Heras, desde donde soñaría fugarse.
Cuando el edecán Donato Alvarez había caído al pavimento, el presidente apretó la bomba de goma y el silbato estremeció al cochero Piñol que detuvo el carruaje a la vez que el lacayo Forrestiel se lanzó desde el pescante. Pero el edecán subió nuevamente, le dijo al presidente "acaba de salvarse de un atentado", y ordenó desaparecer de la escena sacudidos por el arranque de los caballos y al tiempo que Justa Baudriz ya corría bajo su paraguas a la cita con la primera dama.
Que el presidente no estaba en su día se demostró cuando la cupé (carruaje que se conserva en el Museo de Luján) se abrió paso por Florida: en el cruce con Tucumán "un caballo costaló"-o cayó de costado, como abrevió la crónica- arrastrando al otro pingo al piso. Rápidamente el edecán detuvo a otra victoria de alquiler, trepó con el presidente y siguieron -con el asustado cochero- hasta la Casa de Gobierno para culminar un día agitado, de investigación, salutaciones y mucho telégrafo.
Fue Justa Baudriz la que tranquilizó a la primera dama. Llevó la primicia del relato de su hermana, captado desde la ventana mientras ella ya salía para la cita. En la Casa Rosada, Quintana, acalorado entre saludos, recibió los de Antonio Ballvé, a quien el presidente reconoció como acertada la advertencia que le hizo un año atrás. Pero sólo fue un susto.