El atentado contra Figueroa Alcorta y la gran fuga
Al sucesor del presidente Manuel Quintana se le colocó una bomba, que no estalló, dos años antes de que un anarquista asesinara al jefe de la policía Ramón Falcón
El presidente Manuel Quintana soportó estoicamente las emociones del atentado contra su vida bajo la tenue llovizna del 11 de agosto de 1905. Salvó la vida por la mala calidad de las balas que usó el anarquista catalán Salvador E. J. Planas y Virella, pero podría repetirse: el entonces secretario general de la policía de Buenos Aires, Antonio Ballvé, se lo había advertido tiempo antes. Hacia fines de ese año la salud de Quintana declinó y se instaló en la quinta de los Mihanovich en Belgrano, pueblo ya anexado a la Capital Federal. Mucho lo afectó la enfermedad de su amigo Mitre, al que visitó en la calle San Martín, y la inmediata muerte del hombre de espada y pluma lo alojó en un cuadro depresivo: Quintana murió el 12 de marzo de 1906 y asumió su vicepresidente, José Figueroa Alcorta.
Los caprichos del devenir hicieron que cuatro años después muriera Antonio Ballvé, para entonces director de la Penitenciaría Nacional y el funcionario que más había advertido de los posibles atentados anarquistas. El entierro de Ballvé fue el 14 de noviembre de 1909 en Cementerio Norte o de Recoleta adonde, entre otras autoridades acudió el jefe de Policía de Buenos Aires nombrado por Quintana, el coronel Ramón Falcón. Fue acompañado de su secretario privado Alberto Juan Lartigau y ambos fueron atacados con un explosivo durante el trayecto de regreso en el carruaje que usaba habitualmente, un mylord -tan desprotegido como un mateo palermitano-, guiado por el cochero Isidoro Ferrari. A las 12.15, el mylord giró desde la avenida Quintana por Callao hacia el Sur. Allí aguardaba el anarquista ruso, mecánico y de 19 años, Simón Radowitzky, que corrió junto al carruaje y arrojó la bomba a los pies de Lartigau. El explosivo mutiló a Falcón y al secretario, que murieron horas después (el cochero apenas recibió heridas). Radowitzky fue condenado y pasó a la cárcel de Las Heras. El presidente José Figueroa Alcorta decretó el estado de sitio y recordó irritado el atentado -sin consecuencias- que se intentó contra su propia persona veintidós meses antes.
Para entonces también caía una pertinaz llovizna. Ese 28 de enero de 1908, a las seis y media de la tarde, en la puerta de Tucumán 848 -el domicilio del presidente Figueroa Alcorta- permanecía en custodia el oficial inspector José González, de la comisaría tercera, porque las amenazas persistían. Pocos días antes, un supuesto obsequio recibido para Josefa Boquet Roldán de Figueroa Alcorta trajo la nueva alarma: una canasta de frutas que escondía una bomba con torpe mecanismo de reloj. Por fallas, no detonó. Pero a pesar de la vigilia de los custodios, esta vez nadie sospechó del joven que esa tarde tórrida y casi lluviosa se protegía del mal tiempo en el zaguán contiguo (Tucumán 842). Simulaba esperar el tranvía.
La bomba salteña
De pronto, del carruaje que trajo al presidente por Rivadavia, Florida y finalmente Tucumán, bajó Figueroa Alcorta. El joven del zaguán arrojó a sus pies un envoltorio humeante que el presidente intentó alejar con un pie hasta que la custodia empujó al primer magistrado dentro del portal. El lacayo Juan Casanova -que avistó la fuga del terrorista- gritó desde el pescante: "¡Atajenló!", mientras otros arrojaban baldes de agua sobre el envoltorio de la bomba fallida. El oficial inspector de la comisaría 3ra. Luis Ayala, de recorrida por la zona, detuvo a punta de pistola al salteño Francisco Solano Rojas o Reggis, de 21 años, soltero, "mosaiquista", que tenía cierta confusión ideológica porque se proclamaba comunista y anarquista a la vez. También terminó condenado por 20 años en la cárcel de Las Heras.
Figueroa Alcorta (1860-1931), que había gobernado Córdoba y por acefalía completó el período que debió haber cumplido Manuel Quintana, presidió los grandes festejos del Centenario y manejó una ponderada administración en lo económico. Fue embajador en España y, finalmente, miembro de la Corte Suprema de Justicia. Nunca olvidó los atentados de aquellos años.
Tampoco el ataque a Quintana de agosto de 1905 fue el primero destinado a un presidente argentino. En agosto (pero el 22) de 1873, en la esquina de Maipú y Corrientes, un marinero italiano de La Boca y de 22 años intentó matar a Domingo Faustino Sarmiento. Viajaba en el carruaje presidencial hacia la casa de Dalmacio Vélez Sarsfield cuando Francisco Guerri -que así se llamaba el atacante- le disparó con un trabuco excesivamente cargado de pólvora: le estalló en la mano (la investigación por dar con los instigadores fue casi novelesca y llegó a los flancos del caudillo entrerriano López Jordán). El mes que homenajea al gran Augusto resultó más fatídico para al presidente uruguayo Juan Idiarte Borda, ya que el 25 de agosto de 1897, a la salida de una ceremonia religiosa, fue asesinado por un tipógrafo de apellido Arredondo.
El túnel del tiempo
Finalmente, a las 13.30 del viernes de Reyes Magos de 1911 el todavía no tan populoso pero sí apacible Palermo perdió esta última característica por la escandalosa fuga de trece presidiarios de la cárcel de Las Heras a través de un corto túnel. Es que entre los evadidos estaban los condenados por los ataques a Quintana y a Figueroa Alcorta, y ellos centraron la atención de los diarios de la época. El estrecho foso había sido pacientemente cavado por convictos no peligrosos del pabellón 8 desde el frondoso jardín interior sobre Juncal, a pasos de Salguero. Lo horadado pasó por debajo del escaso cimiento del muro -apenas 60 centímetros- que circunvalaba todo el predio de pabellones por las calles Las Heras, Coronel Díaz, Salguero y Juncal. El boquete sobre Juncal resultó ubicado entre las altas garitas 4 y 5, esta última en la esquina con Salguero y donde cumplía guardia el soldado del 1º de Infantería Francisco Gastín, que dio -tardíamente- la alarma. Sobre Juncal, al muro lo seguía un espacio de yuyales hasta la verja. En el torreón mayor vigilaba un soldado voluntario (Galachi), hijo de un carrero, que fue severamente sospechado y sumariado.
Es que un carro se detuvo a la altura del túnel y arrojó ropa para once personas. Pero eran trece los que treparon con agilidad las verjas y fugaron vestidos de civil, menos dos que debieron correr con el uniforme carcelario. Este dato hace sospechar que el plan inicial era sólo para once reclusos. El penado 334 Salvador Planas y Virella (condenado hasta el 29 de abril de 1917) que atacó a Quintana, y el 335, Francisco Solano Rojas o Reggis (que atentó contra Figueroa Alcorta y hubiera salido el 8 de marzo de 1929) se agregaron a la fuga a último momento.
¿Cómo llegaron a ese sector vedado para ellos y con un portal convenientemente cerrado de por medio? Una reconstrucción de pocos días después pareció demostrar que el presidiario 506, José Antonio Salazar, que no se evadió, preparó la ganzúa que Planas y Rojas usaron a último momento para llegar a la espesura del jardín. Había un tercer complotado en este empalme de agregados al plan y era nada menos que Simón Radowitzky. Pero poco antes de la hora combinada fue llevado a trabajar a la imprenta de la cárcel (versión del alcalde de la prisión a los periodistas capitalinos). Críticas de todo orden se descargaron contra las autoridades carcelarias. Su desprestigio creció y por lo menos dos presidiarios fueron baleados por guardias en los meses siguientes. También se dispuso -ese mismo año- el traslado de Radowitzky a la prisión de Ushuaia, desde donde fugó -embarcado en un cúter- el 7 de noviembre de 1918. Pero fue capturado a los 23 días.
De los evadidos de 1911, la saga logró atrapar -hasta fines de marzo- a dos de ellos. Los presidiarios José Luis Denillo y Carlos Martínez fueron localizados y retornados a la cárcel de Las Heras. Salvador Planas y Virella seguía su fuga en la esperanza de algún día encontrarse con Josefa, la novia que lo rechazó por ácrata. Después de todo, a los 29 años, cualquier propuesta suele ser un gran desafío, sin sospechar, claro, que el amor puede transformarse en una ilusión inatrapable.