El asesinato de Kennedy, una tragedia sin resolución
Hace pocas semanas se cumplieron los cien años del nacimiento de John F. Kennedy, a quien un sector de la sociedad norteamericana sabe recordar como el presidente que aportó racionalidad política y habilidad negociadora, en medio de una tirante y por momentos feroz Guerra Fría.
Los expertos precisan que a partir de su asesinato, el 22 de noviembre de 1963, Estados Unidos pegó un gran viraje e ingresó en una carrera de saltos de mata, vicisitudes y declinaciones de todo tipo. Su vicepresidente, Lyndon Johnson, no cumplió con la estrategia de Kennedy quien, avizorando una encerrona, propuso traer de vuelta pronto a los asesores de uniforme que había enviado a Vietnam.
Eso no se cumplió. Johnson le puso motores a la participación militar norteamericana contra el Vietcong comunista, política que continuó Richard Nixon. El republicano debió dar por finalizado el enfrentamiento en 1975, al rendirse el gobierno de Saigón, capital de Vietnam del Sur.
El conflicto le costó a Washington 50.000 muertos y 200.000 heridos y mutilados, mientras el Vietcong que ahora gobierna la península asiática perdió 4 millones de ciudadanos. Una sangría en la que se utilizaron equipos y armamentos de última generación provistos por la sofisticada maquinaria norteamericana; los bosques quedaron inservibles por los tóxicos arrojados y Estados Unidos salió derrotado de la contienda.
Kennedy fue hombre de coraje, con un pasado borroso, por un lado -dado que colaboró con el senador republicano Joseph McCarthy, el adalid anticomunista de la segunda mitad de los años 40-, y por otro, hijo de Joseph Kennedy, un multimillonario ex contrabandista en los años de la ley seca y embajador en Londres, pero con buenas amistades con la Alemania nazi a fines de los años treinta.
El Kennedy presidente, de gran simpatía y con multitudes de seguidores, fue el primero en usar la televisión en una polémica contra su contrincante previa a las elecciones. Así apareció sonriente, ganador y con seducción política, frente a un Richard Nixon perdedor, ojeroso y muy transpirado en su primer intento de ingresar a la Casa Blanca.
Pero durante su gestión se ganó muchos enemigos, algo que tuvo también repercusiones dolorosas, años después de su asesinato, con la matanza el 4 de abril de 1968 de su amigo Martin Luther King, pastor de la Iglesia Bautista y líder de la defensa de los derechos de los afroamericanos. A eso se agregó, el 6 de junio de 1968, el atentado mortal contra Robert Kennedy, hermano menor de John F. y candidato a presidente por los demócratas.
Tras el asesinato de John F. Kennedy en Dallas, Texas -prácticamente fusilado por dos tiros certeros y a distancia, que le reventaron la cabeza-, la sociedad norteamericana dividió en dos sus opiniones sobre ese caso con una gran carga emotiva. Una mitad sigue creyendo todo lo que confirmaron la policía y el FBI. El asesino era y sigue siendo Lee Harvey Oswald, portador de una carabina con mira telescópica; el supuesto filocomunista, pero descubierto con los años siguientes como integrante de la inteligencia naval y de la CIA también.
La otra mitad de Estados Unidos creyó y cree en una gran confabulación, pero se fue guiando por pautas solitarias y un comprensible escepticismo. Primero y principal: un solo hombre jamás pudo acabar con el jefe de Estado. Se requerían tiradores expertos, los mejores del mundo, y no un informante atolondrado. Según datos, Oswald fue encontrado poco después de los disparos en su oficina, tomando una gaseosa, mostrando inocencia, y fue apresado en un cine después de -supuestamente- haber matado a un policía. Finalmente fue asesinado, delante de una férrea custodia armada, por Jack Ruby, otro miembro comprobado de los servicios de inteligencia.
Se han escrito centenares de libros; la comisión Warren, especialmente creada para develar el crimen, no aportó nada nuevo; se han filmado películas, hay fotografías y pequeñas grabaciones de particulares que cubrían el paso del auto, pero todo ello junto no lleva a correr el telón sobre el caso.
En estos días hizo su aparición en España el libro Teoría de la conspiración. Deconstruyendo un magnicidio. Su autor es Javier García Sánchez, un escritor conocido y nada improvisado. Las hipótesis con las que se maneja son muy terminantes. Así, según él, la muerte de Kennedy, para todos sus victimarios (fueron muchos) fue el prólogo de un atentado en grande contra el dictador cubano Fidel Castro, protagonista de la "crisis de los misiles" en 1962 y represor del desembarco de los opositores en la bahía de Cochinos. Los asesinos provinieron de distintos sectores que sintieron vulnerados sus intereses. Y hay que sumar las sospechas sobre el vicepresidente Johnson, texano, quien había participado de reuniones secretas con Nixon y ricos petroleros donde todos estaban informados de los preparativos y la decisión de matar al jefe de Estado. Era un día soleado, en un descapotable, sin custodia a los costados del vehículo como es habitual.
Kennedy hizo caso omiso a las advertencias de sus asesores y amigos sobre el peligro de su visita a Dallas, corazón del mundo petrolero, a cuyos empresarios los amenazó con imponer suculentos impuestos por las tareas de extracción y comercialización. Las calles de Dallas estaban llenas de afiches e inscripciones contra el visitante. Se lo acusaba abiertamente de comunista, de amenazar con fragmentar o darle un final a la CIA en los organismos de seguridad del Estado, de recibir y transigir con "negros revoltosos" que proponían la igualdad, de quitarle privilegios y negocios a la industria armamentista, de cuestionar y acorralar a las mafias de gran poder e influencias.
El investigador español subraya la negligencia de los informes oficiales sobre lo ocurrido. Las investigaciones sobre el homicidio de Kennedy en Dallas, en un país con anteriores magnicidios (Abraham Lincoln en 1865, James Garfield en 1881 y William McKinley en 1901) coronan una tragedia sin resolución, transitando por la nada, a lo largo del tiempo.