El artista, la obra y un terreno fangoso
Hace dos semanas murió Liam Scarlett, un coreógrafo británico de 35 años, quien fue primero “niño prodigio”, más tarde “joven promesa” y luego, “una gran figura” del Royal Ballet de Londres, donde se formó, creció y brilló. Allí también, en 2019, fue denunciado por conductas sexuales inapropiadas con alumnos de la escuela de danza y suspendido, para que la posibilidad de una aberración semejante fuera investigada. Pero aunque meses más tarde se informó que no había pruebas concluyentes para continuar con el caso, en 2020 dejó de ocupar el cargo de artista residente en esa institución. “Trágica y prematura”, dijo la familia de Scarlett que era su muerte aquel sábado a la mañana, en un breve mensaje que pedía respeto por el duelo y no daba más detalles sobre la triste decisión fatal tomada horas después de que, en Dinamarca, el Royal Danish Theatre levantara el estreno de su obra Frankenstein por “comportamientos abusivos”. No era el primer espectáculo suyo que se suspendía, pero sí el último. Con la noticia en los titulares –algunos cuestionados titulares– de la prensa internacional, el mundo de la danza (autoridades, bailarines, coreógrafos, críticos, fans) se volcaron a las redes sociales para decir lo suyo, para despedirlo, conmovidos, algunos casi en shock. Una ironía a la que habría que prestarle atención: ese medio que es caldo de cultivo de la cultura de la cancelación estaba al mismo tiempo empezando a esculpir un mito.
Hay que separar la obra del artista. ¿Sí? ¿Se puede? La afirmación, que para algunos ya suena a eslogan trillado, y sus consecuentes preguntas, que evidentemente no tienen respuestas únicas ni tan obvias, se reformulan todos los días; vemos entonces que, ni tan trillado ni tan obvio, el debate es interesante y difícil, pero la discusión parece aún inconducente: lo que para unos es indispensable para otros es imposible. No es el “caso” Polanski ni Michael Jackson ni el de Peter Handke ni el de J. K. Rowling, el gran “caso” es separar la obra del artista.
Hace un año, en una extensa nota sobre el tema publicada en LA NACION Revista, un médico psiquiatra señalaba que siempre está la posibilidad de hacerlo. Pero decía también: “Que Gauguin haya sido un pedófilo no me impidió sentir el placer estético ante su obra, pero en el aquí y ahora ya no puedo hacer lo mismo con las últimas películas de Woody Allen, las que decidí no ver”. Es lo que se llama un tema de época.
A cada rato la época nos demuestra hoy que estamos parados en un terreno fangoso, cuando surge el último ejemplo de un tendal que pareciera que será interminable. Si el autor en cuestión era (o es) racista, homofóbico o fascista, ¿por qué aquello que creó está siendo juzgado? El tiempo verbal podría ser una clave.
Este mes, tras una denuncia pública de pedofilia que hizo el intelectual francés Guy Sorman llegamos a preguntarnos si había que cancelar a Michel Foucault, a más de treinta años de la muerte del filósofo; esta semana, en Estados Unidos, suspendieron la venta de una biografía sobre Philip Roth, no porque el gran escritor haya sido misógino, sino porque sobre el autor del libro, Blake Bailey, recaían denuncias por delitos sexuales.
La cultura de la cancelación va zanjando la cuestión más allá de que intervenga la justicia o la condena sea social. Se levantan como espadas argumentos estéticos, morales, legales, políticos. “No te olvides que aquí el peso de los sponsors es muy importante y nadie quiere quedar pegado a un artista cuestionado”, me alumbraba una periodista, desde Londres, aquel sábado, cuando le preguntaba por teléfono, desde la otra punta del mapa, si alguien querrá programar ahora los ballets que creó Liam Scarlett en los últimos quince años. Tal vez no sea yo la única persona que todavía, a pesar de todo, quiera ver aquel exitoso Lago de los cisnes.