El arte, más allá de la experiencia estética
Hace años, una noche invernal de ventisca, me enfrenté al frío y a la nieve y a los peldaños bruñidos de hielo de las estaciones del metro para escuchar A Love Supreme en una iglesia de exterior cochambroso y acústica limpísima en el East Village, no muy lejos de donde había estado un club de jazz legendario, el Five Spots. En el Five Spots, al lado de Thelonious Monk, John Coltrane vivió durante varios años uno de los episodios fundamentales de su educación como artista, y también de su regreso a la vida después del largo túnel siniestro de la heroína y el alcohol. El testimonio de aquel regreso, que para Coltrane tenía el significado religioso de una redención, de un renacer después de la conversión y el bautismo, fue A Love Supreme: no sólo, cincuenta y tantos años después de su publicación, una de las cimas de la música de jazz, sino también de la música del siglo XX, de la música religiosa o sacra del siglo XX.
Lo vi más claro que nunca esa noche en lo peor del invierno, en febrero, pasando del frío y el viento y los copos de nieve erizados como agujas al interior de la iglesia, donde había una iluminación menos de concierto que de servicio religioso, una severidad de liturgia luterana. No era una nave muy grande, pero los asistentes, no sé si llamarnos fieles, la ocupábamos y la caldeábamos entera, con nuestros abrigos y gorros, nuestras bufandas y guantes y narices enrojecidas de invierno soviético.
Muchas iglesias protestantes de Nueva York son centros culturales o comunitarios, núcleos de militancia social y política, albergues para indigentes y desamparados. En ésta abundaban los murales humildes de armonía étnica y de apoyo a minorías perseguidas o marcadas, a transexuales, a emigrantes ilegales, mujeres maltratadas, enfermos de sida. En el ábside se había instalado una tarima que no llegaba al escenario, y allí estaban preparándose los músicos, que iban casi tan abrigados como los demás, y que tenían ese aire concentrado y tranquilo de las personas que se preparan para iniciar un turno de trabajo. El grupo lo dirigía el pianista Uri Caine, que iba de un lado para otro ajustando luces, comprobando altavoces y enchufes, más como un operario que como el músico de renombre universal que es. Me fijé en que no había cuatro atriles, sino cinco. A Love Supreme lo compuso John Coltrane en 1964 pensando en su cuarteto de aquellos años, McCoy Tyner al piano, Jim Garrison al contrabajo, Elvin Jones a la batería, un grupo tan compenetrado entre sí que era como un solo instrumento musical, tan unitario y flexible como era su orquesta para Duke Ellington. Cuando los músicos ocuparon sus sitios, algunos de ellos con bufanda y gorro, soplándose las manos, porque ni la calefacción ni el calor colectivo del público aliviaban del todo el frío, vi que el instrumento extra era una trompeta.
En la concavidad misteriosa de un templo luterano, A Love Supreme revelaba plenamente su condición de música sagrada; pero no sagrada porque Coltrane aludiera a Dios en el disco y presentara su obra como una ofrenda de gratitud: sagrada porque desde los primeros acordes, los primeros golpes oscuros de la batería, es una música que estremece lo que hay de espiritual en quien la escucha: un sobrecogimiento hacia lo que es muy próximo, dentro de uno y en el mundo exterior, y permanecerá siempre desconocido; una efusión de gratitud hacia lo valioso que hemos recibido o alcanzado; un impulso de arrepentimiento y solicitud de perdón por el dolor que cada uno haya causado, voluntariamente o no; un trance de fervor que lo sacude a uno del pesado narcótico de la rutina y lo hace ascender hacia una claridad repentina, inesperada, inmerecida, del todo cotidiana.
Los músicos tocaban A Love Supreme con plena fidelidad a la partitura, pero también con ese margen de improvisación y libertad que siempre estuvo en la música, no sólo la de jazz. Uri Caine era McCoy Tyner en 1964 y un posible McCoy Tyner de medio siglo después, y era también Uri Caine dejándose encarnar por McCoy Tyner como en una sesión de espiritismo. Guardé el programa, porque me gusta mucho guardar los testimonios materiales de momentos así, pero ahora no sé dónde estará, y no me acuerdo de quién tocó esa noche la trompeta, quién ocupó el atril que no existía en la grabación primitiva. Era un trompetista joven, y tocaba sus solos con una precisión afilada que rendía homenaje a Miles Davis sin incurrir en la trivialidad virtuosa de una imitación. Al añadir una trompeta, Uri Caine añadía al pasado una modesta corrección verosímil: Miles Davis y John Coltrane no volvieron a tocar juntos después del quinteto glorioso de finales de los cincuenta. Pero habría estado bien, habría sido un acto de justicia poética, lo que Uri Caine sugería en ese concierto de música sacra de John Coltrane en una iglesia: igual que Coltrane estuvo en la grabación de Kind of Blue, Davis habría podido acompañarlo en la de A Love Supreme.
Algunos músicos de jazz, como algunos poetas muertos en plena juventud, han tenido posteridades mucho más largas que sus vidas. No hacen falta las cifras redondas de los aniversarios para que John Coltrane esté aún más presente entre nosotros que cuando vivía. Habría cumplido 90 años en 2016; en tan sólo unos meses será el aniversario de su muerte temprana. Su vida póstuma es tan rica que en 2007 le dieron un premio Pulitzer, y desde hace bastantes años está incluido en el santoral de una Iglesia ortodoxa africana que tiene su sede en San Francisco. Uno de sus hijos, Ravi, es un saxofonista extraordinario. Yo lo vi hace sólo unos meses en un dúo formidable con el pianista Fred Hersch. Este noviembre, el festival de cine documental de Nueva York se clausuró con la proyección de Chasing Trane, de John Scheinfeld, una película que tiene toda la ternura frágil de las filmaciones familiares en super-8 y el poderío supremo de una presencia que no ha dejado de crecer en todos estos años. Basta poner el principio de A Love Supreme y prestar atención.