El arte en su laberinto
Dijo un filósofo que, al suprimir el tiempo, la pintura necesita el espacio, pero lo necesita porque tiene que agregar espacio al objeto representado. El pintor no puede representar ninguna flor, ninguna figura ni nada sin representar a la vez el espacio en el que habita ese objeto. Lo que se quiere dar a entender con la “supresión” del tiempo es tal vez que el tiempo ha quedado interiorizado en el espacio de la pintura, cuya sucesión queda encapsulada en el plano. Decía todo esto nuestro filósofo a principios del siglo XIX, y como nadie piensa nada nuevo (los que llamamos filósofos hace mucho que son doxógrafos), la constatación no era nueva, aunque estaba muy bien formulada. Aun cuando no pudieran decirlo con tanta exactitud, los artistas lo sabían ya por la mera práctica.
Como pasa con los filósofos (la filosofía conversa consigo misma), tampoco los artistas descubren nada nuevo, pero cada uno llega a lo conocido de una manera que les propia. Volví a tener esta evidencia cuando vi Perú 957 (cuarto), acrílico sobre tela de Valentina Ansaldi. Es parte de una serie que tiene por objeto ese edificio, y lo que se ve aquí es, el nombre no miente, una habitación. Una cama a medio hacer, un tomacorriente en el nivel del zócalo y una persiana: el espacio y sus objetos sin otra presencia humana que la del presunto uso de esos mismos objetos.
El trabajo de Ansaldi tiene una genealogía, que, para ir no mucho más lejos, podríamos encontrar en el danés Vilhelm Hammershøi y sus estremecedores interiores sin hombres. Solían ser rincones de su departamento en la Strandgade 30, en Copenhague. La suya fue una pintura del vacío y de la luz. Diríamos tal vez mejor: de la luz que ilumina el vacío. Pero Ansaldi nos priva también de la luz. La ventana no es, como pasaba con Hammershøi, una fuente de luz; es un objeto más, sin un efecto óptico diferente de los otros. A cambio, nos entrega nada más que el objeto y el espacio en el que habita, o bien, para decirlo en palabras de Eduardo Stupía, “altera con una paleta de altísima vibración la compostura escenográfica de sus lugares y ambientes, para inundar de electrizada, muda irrealidad, aquello que creíamos cotidiano”.
La observación de Stupía proviene de su presentación, como curador, de la muestra Caleidoscopio que inauguró esta semana y puede visitarse hasta el 30 de septiembre en la galería Jorge Mara-La Ruche. El nombre de la exposición alude en primera instancia a los reflejos entre las artistas de la muestra, que son, además de Ansaldi, Verónica Gómez, Luciana Guerra, Mercedes Irisarri, Roxana Mercure y Denise Sánchez. Sin embargo, podría ser también que el nombre diga algo de esas relaciones reflexivas entre los objetos y su espacio, y acaso la inteligencia de Stupía, que nunca descansa, haya seguido ese hilo: “La potente fisonomía individual que adquiere la práctica de la pintura en cada una de ellas persiste en su singularidad, y a la vez se nutre de resonancias cruzadas, inesperadas afinidades, proactivas divergencias y nuevos umbrales de acceso”.
No es cuestión de concluir del cuarto de Perú 957 que el caleidoscopio de los objetos y el espacio rige solamente cuando hay figuración. No es así, y sin ir más lejos queda probado en esta misma muestra en los trabajos Mercure y de Gómez. Ambos son abigarrados, intrincados, laberintos sin centro, pero el hilo para salir del dédalo (si es que se quiere salir de él) no es el mismo. Toda obra de arte es un enigma cuya solución está en ella misma, o con mayor énfasis: es ella misma. La orientación proviene, claro está, del espacio y sus objetos, aun cuando no sepamos qué objetos son esos. Podría hacerse y escribirse así una historia entera de la pintura. A nuestro filósofo no le habría disgustado leerla.