El arte de la inquietud
En la cara y ceca de esta moneda, de un lado está el ballet y del otro, la fotografía; el movimiento y la quietud; el tiempo continuo y un instante congelado. Sin embargo, es la misma moneda. La falsa contradicción que pareciera encerrar esta "in-quietud" es la que no deja de sorprenderme ante la aparición de una camada de bailarines fotógrafos sueltos en las calles, en las redes y tras bambalinas.
Algunos retratan la tarea cotidiana desde un ángulo poco espectacular, pero muy atractivo: el del backstage. Una grácil integrante del Ballet Estable, por ejemplo, ofrece cada tanto imágenes de la fuga de la avenida 9 de Julio, a la que accede desde el balcón de su camarín del Colón, o planos picados de un ensayo en el escenario, visto a través de la parrilla de luces. Otros, más celosos (o tímidos) de compartir su producción amateur, aparecen sin embargo retratados en sus perfiles sociales con una cámara, pero si se les pregunta por su "lado B" confiesan que ojalá, tras el retiro de la corta vida que tiene su arte, consigan afirmarse como fotógrafos de ballet. A propósito de estos últimos, hubo varios y muy buenos -imposible no pensar en Alicia Sanguinetti, hija de la legendaria Annemarie Heinrich-, pero definitivamente ninguno es mejor que un bailarín profesional a la hora de saber cómo capturar la danza en escena, cuándo el movimiento está completo, cómo anticiparse al siguiente gesto, en qué milésima de segundo gatillar para que la pierna, el brazo o la espalda queden congelados en la posición correcta. Hoy, Carlos Villamayor, exintegrante de la troupe del Argentino de La Plata, expresa esa máxima condición para capturar luz, forma y línea.
Y luego están los fotógrafos de estudio, que componen con los cuerpos de los bailarines cuadros de una belleza plástica increíble y que pueden darse el gusto de hacer volar al hombre. Échenle un vistazo si no al trabajo de Lois Greenfield.
Permitiéndome indagar en las similitudes y diferencias de estas artes -o buscando confirmar que a alguien más que a mí le quita el sueño esta hermosa contradicción-, conversaba hace unos pocos días con Alejandro Parente sobre los dobleces de este asunto. Volví a él porque recordaba que no hace tanto, después de una entrevista en el teatro a raíz de un estreno, me mostró aparte unas fotos que estaba sacando. Hablamos sobre el carácter lúdico de su hobby, el gozo del desenfoque, la búsqueda del detalle detrás de un teleobjetivo capaz de acercar la curva de un hombro, el vapor de la transpiración o la expresión de un rostro. Puestos a encontrar semejanzas que confirmen la empatía entre estas disciplinas, alumbró dos interesantes aspectos. "El escenario, como el encuadre, es el marco de la presentación", me dijo primero. Algo más poético, pero muy cierto también en lo técnico, fue su otro hallazgo: "En ocasiones el movimiento cuando uno baila no es tan preciso, sino un en passant, y si bien la foto es estática, a veces justamente lo que muestra es el movimiento".
Llamémosla rebeldía adolescente: a los 14 años, después de siete de asistencia perfecta, dejé de tomar clases de ballet en academias de barrio (más tarde comprendí, en verdad, que más que rebeldía fue la primera forma inconsciente de anoticiarme de que por ese camino no llegaría lejos). Para mi cumpleaños de quince pedí a mis padres una cámara de fotos que, puede dar fe el grupo íntimo de amigas que aún conservo, adopté como una extensión de mi brazo derecho. No tenía ninguna pretensión artística, pero tal vez como nostálgica en formación que era, me encargaba de documentar todo lo que me pasaba (un rasgo muy adolescente al fin). Más tarde, encontré una profesora que me hizo volver al estudio, a la dieta, a la barra frente al espejo de un subsuelo de Colegiales donde todas teníamos nombres con acento francés. Y un buen día, casi sin notarlo, colgué la medalla de egresada, las zapatillas de punta, la cámara y la adolescencia para tomar otro rumbo. En passant, así es la vida.