El árbol de los perfumes
Estén atentos. Una tarde cualquiera, en el momento menos pensado, notarán algo en el aire. El mundo empezará a oler a primavera. Que arrancará pasado mañana , ya lo sé, pero cada uno advierte ese sutil cambio en días diversos, en circunstancias únicas, cuando podemos darnos el lujo de prestarles atención al respirar y al presente. No ocurre a menudo.
Miren los fresnos y los laureles. Empiezan a henchir sus yemas, y por todas partes hay un alboroto de verde, de aves y de insectos. Tal vez el despertar se debe a este aire nuevo o tal vez este aire nuevo esté construido, como una ópera inconmensurable, con el perfume de cada brote, cada capullo inminente, cada golondrina que rebusca la ramita perfecta y el barro mejor para su nido, cada abeja, cada nube en cada charco.
En esa ópera, que alcanzará su clímax poco antes del sopor fructífero del verano, hay arias memorables. Nueve meses atrás, mi amiga Inés Morend me llamó la atención sobre el perfume de los árboles, y me sugirió escribir sobre ellos. Naturalmente, hubo de pasar el invierno para que germinaran estas palabras.
Porque sí, la sensual gardenia y el jazmín del país, que en mi infancia dominaba gran parte del patio del caserón en el que me crié, son sinónimos de octubre, de noviembre, de primavera. Pero se necesitan los gentiles árboles para perfumar una ciudad. Tilos, por ejemplo.
La delicadeza de su perfume contrasta con su porte y su longevidad; se conocen ejemplares de 2000 años. Pero hay otra cosa. Los que frecuentan estos nobles colosos conocen su secreto. El perfume de los tilos es el mejor amigo de la memoria. Toda fragancia inspira recuerdos, pero la del tilo posee una nota única que los fija con precisión inusual. Los había en la cuadra de mi colegio y a la vuelta del caserón. Sus flores irradian hoy evocaciones inequívocas.
Diferentes son los paraísos, con sus altas sombrillas fragantes que de pronto nos mejoran el ánimo, y solo un rato después caemos en la cuenta de que atravesamos una dimensión extática y levemente púrpura.
Estos días habrá afortunados que respirarán los azahares, cuya intensidad no parece de este mundo, que es como un reclamo o un desafío, y que nos hace salir a buscarlos. Al revés que con el desgarbado paraíso o el majestuoso tilo, ese anhelo nos llevará hasta un arbolito humilde y callado, pero con cuyo perfume los gigantes no se atreven a rivalizar.
Las magnolias son raras. Había una cerca de casa y su fragancia de misterios regresaba cada año con el calor; entonces me trepaba a la medianera y observaba sus flores inmensas y su aspecto extraño y caviloso. Estaba seguro de que algo pasaba con ese árbol. En la misma manzana había un ciprés flaco y altísimo, una fénix de las Canarias -la diva del barrio-, un laurel predestinado, y mi prolífica parra. Sin embargo, la magnolia parecía siempre distante. Supe mucho después que estos árboles son muy antiguos y que sus flores han estado marcando la llegada del bochorno y las cigarras desde hace 95 millones de años.
Pese a su milenaria relación con nuestras alegrías y nuestras penas, las vides no son particularmente longevas. La mía, una parra de uva chinche que ya era vieja cuando llegué al antiguo caserón, dejó de verdear una primavera, una primavera triste. Recordé los baldes desbordantes de racimos apretados y de sabor inigualable, con algo de originario, con algo de bacanal y de noche, y esperé otro año más. Pero la parra ya se había ido. Lloré al desenterrar su tronco nudoso para plantar en su lugar la grácil ramita de una glicina joven. Lloré por muchos motivos.
Pero la glicina prosperó y en pocos años su abrazo desmedido cubrió los gruesos alambres que habían sostenido durante décadas a su predecesora. Desde septiembre, sus flores innumerables incendiaban el patio y su perfume invitaba a pensar e invitaba también a los abejorros, que trabajaban a destajo en una labor tan ancestral como la Tierra. Y como los perfumes.