El antídoto para el populismo
Cuando, el 12 de octubre de 1868, Sarmiento asumió la presidencia de la Nación, la Argentina tenía serios problemas por resolver: era indispensable impulsar el aumento poblacional (según el primer censo que él mismo mandó a hacer, en la Argentina había 1.877.490 habitantes, lo que representaba menos de uno por kilómetro cuadrado) y, además, había que fomentar la educación, porque en esa cantidad de habitantes había un setenta por ciento de analfabetismo. En función de estos datos, el primer objetivo de la presidencia del sanjuanino fue educar.
Pasaron desde entonces más de ciento cincuenta años y ambos problemas persisten. Desde lo poblacional, con alrededor de cuarenta y seis millones de habitantes, el país tiene una bajísima densidad, y una pésima distribución territorial. En efecto, los datos indican que hay aproximadamente quince habitantes por kilómetro cuadrado, que el cuarenta por ciento de la población se concentra en la provincia de Buenos Aires, y que la mitad de las provincias argentinas tienen menos de un millón de habitantes.
En materia educativa las cosas no parecieran andar mejor, ya que según datos del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, uno de cada cuatro jóvenes de entre 18 y 25 años no trabaja ni estudia. Pero si de lo que se trata es de evaluar el estado de la educación cívica en el país, los porcentajes de desconocimiento aumentan considerablemente en cualquier segmento poblacional.
La cultura es la capacidad que cada individuo tiene de formular juicios fundados de valor sobre determinadas cuestiones. Para eso, obviamente, se necesita estudio, investigación y conocimiento previo. A su vez, la palabra “cívica” deriva de civis (ciudad: lo que pertenece a ella). Si bien son muchas las cuestiones que pueden “pertenecer” a una ciudad, o a un país en general, se reserva la expresión “cultura cívica” para hacer referencia a la capacidad de conocer y formular juicios fundados de valor sobre la organización política de un país, el funcionamiento de sus instituciones, su régimen político y sobre el pasado y la historia de todas estas cuestiones.
Los pueblos cívicamente cultos conocen sus derechos, sus libertades y el origen de las mismas, y saben que, así como la rosas tienen sus espinas, los derechos tienen obligaciones como contrapartida; poseen un profundo sentido del control hacia quienes ejercen el poder político, no solo porque conocen los límites y las obligaciones que la Constitución les impone, sino porque, además, entienden que, si en el marco de la democracia debieron transferirles ese poder, no es porque les encanta que se restrinjan y limiten sus derechos, sino porque admiten que eso es indispensable y que no puede haber sociedades sin autoridad.
Los pueblos cívicamente instruidos no se enamoran de sus gobernantes, no se fanatizan con ellos, no los aplauden con facilidad. Los miran de reojo y, fundamentalmente, no se asustan ante las palabras “orden” y “autoridad”, porque las consideran propias de cualquier sistema estatal civilizado.
Los pueblos que poseen educación cívica entienden que la democracia no consiste solo en votar, sino también en convivir armoniosamente en sociedad, respetando las normas, los derechos y las libertades de terceros; porque a su vez comprenden que quienes deben conducir los destinos del país surgen y se forman en esa misma sociedad, y que por lo tanto, en democracia, los pueblos tienen a los gobernantes que se merecen y que se les parecen.
Es evidente que el populismo no prospera en una comunidad cívicamente culta, porque es un estilo de gobierno que, para su desarrollo, necesita pobres, ignorantes y fanáticos; y no hay mejor antídoto contra esos flagelos que la educación cívica.
En la época del presidente sanjuanino (1868-1874), había en la Argentina un setenta por ciento de analfabetismo; hoy, merced al régimen populista que nos asuela, hay un porcentaje parecido de incultura cívica. Se necesita pues, imperiosamente en esta materia, que aparezca un nuevo Sarmiento.