El año en que el liberalismo vivió en peligro
-Nueva york
En los veinticinco años transcurridos desde la caída del Muro de Berlín, la arquitectura de la modernidad liberal se ha visto relativamente estable. No es que sea impecable, maravillosa o ideal, hay que advertir; no ha estado libre de descontentos y decadencias. Pero ha sido difícil imaginar que el orden capitalista básico de democracia liberal se resquebraje, ya no digamos vislumbrar lo que pudiera tomar su lugar.
A lo largo del estallido de la burbuja puntocom, de los atentados de septiembre de 2001, de la guerra en Irak y de la crisis financiera, fue sorprendente que se sostuviera el consenso y que los movimientos populistas se desmoronaran rápidamente o fueran acaparados por el sistema, que Estados Unidos y la Unión Europea consolidaran su poder pese al fracaso de sus respectivos proyectos. No surgió ningún movimiento ideológico, radical o reaccionario, como alternativa al liberalismo, del modo en que en su tiempo fueron el fascismo, el comunismo y el tradicionalismo de Dios y patria. Y no hay ningún adversario externo, ya sea el putinismo, el islamismo o los chinos, que ofrezca una vía que parezca mejor que la nuestra.
Ahora, terminado 2015, empero, algo parece haber cambiado. Por primera vez en una generación, el tema de este año fue la vulnerabilidad del orden liberal, no su resistencia. El año 2015 fue un memento mori para nuestras instituciones: un año de grietas en el sistema, de defensas desmoronadas, de recordatorios de que todo orden llega a su fin.
Esto fue especialmente cierto en Europa, donde por generaciones los partidos de centro han logrado mantener en cuarentena a los movimientos que amenazan sus sueños de integración continental, ya sean de extrema derecha, de extrema izquierda, nacionalistas o separatistas.
Pero en la periferia de la eurozona, en Grecia y Hungría y ahora también en Polonia, ya se levantó esa cuarentena. Y en 2015 empezó a debilitarse también en el núcleo europeo. Las elecciones en el Reino Unido les dieron fuerza a los nacionalistas escoceses, les entregaron el Partido Laborista a los criptomarxistas y plantearon la posibilidad de que el Reino Unido abandone la Unión Europea o incluso se disuelva. En Francia, las elecciones mantuvieron al Frente Nacional de Marine Le Pen lejos del poder, pero por el margen más estrecho de la historia. En España, los comicios reforzaron tanto a la izquierda populista como a los separatistas catalanes. Y en Suecia, ese bendito paraíso que se presenta como el fin de la historia, el partido político más popular de pronto es el de los Demócratas Suecos, cuyas raíces se hunden en el fascismo criollo.
Los extremos europeos ganaron en parte porque en 2015, el centro estuvo especialmente apático. La decisión de Angela Merkel de abrir las fronteras alemanas a un millón de refugiados de Medio Oriente le valió loas de los políticos globalistas. Pero también pisó el acelerador de tendencias de largo plazo que amenazan el proyecto liberal en Europa: el desafío del islam, las presiones migratorias de África, el peligro de reacciones en contra en países con poca experiencia en asimilación masiva.
De paso, Merkel le dio municiones al argumento -expresado de manera artística en la novela Sumisión, del francés Michel Houellebecq- de que el liberalismo pos-moderno podría tener ciertas tendencias al suicidio. Y lo hizo en el preciso momento en que tanto Estado Islámico como la Rusia de Vladimir Putin estaban aportando evidencias de que se puede desafiar al proyecto liberal, al menos temporalmente.
Sí, probablemente Estado Islámico no vaya a perdurar y las ambiciones de Putin estén fuera de su alcance. Pero al reclutar voluntarios de los países occidentales e inspirar a terroristas desde París hasta San Bernardino, el aspirante a califato ha suministrado un nuevo modelo para las revueltas contra la modernidad. Y al jugar a la política de poder en su esfera de influencia y en el Medio Oriente, Putin ha ayudado a que la pax americana parezca más frágil que nunca desde el final de la Guerra Fría.
Mientras tanto, en el corazón estadounidense de ese imperio neoliberal, de no ser porque Donald Trump es la gran nota política del año, lo sería el surgimiento de la nueva izquierda, visible en la inagotada fuerza del movimiento Las Vidas Negras Cuentan, la agitación en los planteles universitarios y el atractivo de un socialista declarado en la precampaña presidencial del Partido Demócrata.
Excepto porque Trump es la gran nota y muy merecidamente. Su mezcla de descaro aprendido en los reality shows, de nacionalismo al estilo europeo y de autoritarismo jactancioso podría ser una tendencia genuinamente nueva en la política de Estados Unidos. Y el hecho de que muchos ciudadanos descontentos lo encuentren atractivo es una revelación, una correlación objetiva con las encuestas que muestran la declinación de la fe en la democracia y quizá también un atisbo de una política por venir más "aliberal".
Ahora bien, Trump no será el candidato republicano (sí, en serio). Bernie Sanders no derrotará a Hillary Clinton. Las payasadas de la extrema izquierda en las universidades no son tan significativas como quieren creer los egresados de los colegios de élite.
En Europa, el laborista Jeremy Corbyn no será el próximo primer ministro británico; Marine Le Pen probablemente no sea la próxima presidenta de Francia; Suecia seguramente no está por convertirse al fascismo y la Unión Europea n o está por desmembrarse. La visión de una Europa islamizada de la que habla Houellebecq, como el nuevo imperio islámico con el que sueña Estado Islámico y la nostalgia estalinista de Putin, es más una fantasía resonante (por tener ciertos anclajes en la realidad) que un mapa viable del futuro.
En otras palabras, sigue siendo prudente seguir apostando al orden vigente y en contra de sus enemigos, rivales y aspirantes a sabotearlo.
Pero después del año en que el liberalismo vivió en peligro por primera vez en mucho tiempo, sería aconsejable cubrir esa apuesta.
The New York Times