El ajuste en la ESMA
“Yo no voy a permitir que ni usted ni el diario que fundé me desaparezcan”, le dijo el 3 de junio de 2012 desde su programa PPT, mirando a la cámara, Jorge Lanata a Cristina Kirchner y la tachó de “patética”. La presidenta venía de celebrar con un acto en la ESMA los 25 años del diario Página 12. Allí había pronunciado un discurso de 37 minutos sin mencionar ni aludir al fundador y primer director del diario, ante cuyo fallecimiento, la semana pasada, ella volvió a fingir que él nunca existió.
Sí, lo que tal vez pocos recuerdan es que esto sucedió en la ESMA. El centro de detención, tortura y exterminio más importante de la última dictadura, reconvertido, entre otras cosas, en sede de la Secretaría de Derechos Humanos, y al que estaría por ser trasladado el Ministerio de Justicia.
Las anormalidades superpuestas de aquel acto de 2012 resumen de manera acabada la apropiación de la causa de los derechos humanos por el kirchnerismo. Ningún diario conmemora sus aniversarios en dependencias del Estado con actos oficiales conducidos por la máxima autoridad de la Nación, pero mucho menos normal es brindar por el futuro venturoso de la empresa editora (Cristina Kirchner le deseó a Página 12 cincuenta años de prosperidad) en un lugar proclamado, no sin motivos, sacro ícono de la memoria. Un campo de concentración y exterminio en el que se torturó y asesinó a miles de desaparecidos.
Reescribir la historia sin sonrojarse, sea la historia del país o la de un diario, ha sido la especialidad de la casa. También en la ESMA Néstor Kirchner dijo en 2004: “Como presidente quiero pedir perdón por el ocultamiento por parte del Estado en estos veinte años de democracia”. Kirchner no se opuso en los noventa a los indultos de Menem, pero cuando llegó al poder le pareció necesario desconocer los juicios a las juntas militares, al general Ramón Camps y a los líderes guerrilleros (incluido Firmenich) que había impulsado Alfonsín. Buscaba adueñarse de una causa que hasta entonces le había sido por completo ajena.
Un kirchnerismo propenso a repartir acusaciones de negacionismo entre los demás, en su afán por conseguir aliados contra Milei ahora venera la política de derechos humanos de Alfonsín. “Este gobierno -dijo el lunes Hugo Yasky, secretario general de ATE- está decidido a arrancar de raíz eso que se construyó a partir de los juicios del Nunca más”. Nunca más, cabe recordar, es el nombre del informe de la Conadep cuyo prólogo el kirchnerismo reescribió porque las conclusiones de Ernesto Sabato no le gustaban.
Kirchner advirtió temprano que el tema de la represión ilegal, que estaba sin terminar, implicaba una frustración colectiva. A esa altura los militares ya no eran una amenaza para nadie. Tras la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, los juicios contra represores, por entonces restringidos a los que se consideraban delitos de lesa humanidad, se extendieron a militares, policías y civiles partícipes de la represión, antes beneficiados por el acotamiento de la persecución penal. El proceso resultó muy complicado, pero los juicios se llevaron adelante por la determinación de Kirchner.
El problema fue que lo resarcitorio vino acompañado por un revisionismo histórico sesgado, que se agravó a medida que los juzgamientos se convertían en acontecimientos normales y emergía la visión facciosa que los había animado. Eso se debió a que quienes llenaron el vacío ideológico de los Kirchner fueron los sectores mas radicalizados de los organismos, encabezados por Hebe de Bonafini, una precursora apologista de los desaparecidos: dinamita para el valor universal de los derechos humanos. Está dicho, el Estado nunca debió secuestrar, torturar ni asesinar a nadie cualesquiera hayan sido las ideas y las acciones, acertadas o equivocadas, piadosas o sanguinarias, de las víctimas. Es decepcionante que todo necesite volver a ser discutido con cada cambio de gobierno y los consensos mayoritarios sean pulverizados con verdades renovadas.
La idea suprema de los jóvenes idealistas, de los desaparecidos convertidos en un grupo monolítico de héroes, casi se volvió política de Estado. Y esa política fue tan intensa, tan persistente, que impregnó hasta las paredes.
La ESMA está siendo objeto ahora mismo de un replanteo edilicio -otro más- y de un achicamiento de personal de incierta profundidad. Desde este año no funciona más el Centro Cultural Haroldo Conti, que ofrecía actividades de teatro, danza, música, artes visuales y literatura. Había también un rubro “diversidad y género”. Buscaba “dar espacio a las producciones del colectivo LGBTIQ+”, según todavía explica la sobreviviente página oficial de la dependencia.
Si bien en los sectores involucrados (organismos, familiares, militantes, dirigentes) hubo importantes discusiones durante las últimas dos décadas sobre qué hacer con cada rincón de las 17 hectáreas que conforman la ESMA, bien o mal se consolidó un modelo institucional articulado con la interpretación histórica que el kirchnerismo y la izquierda construyeron del pasado. Revisar esos paradigmas, falaces pero arraigados en una parte de la sociedad, demanda claridad de ideas y experiencia en el tema. No debería convocarse para pensarlo, por ejemplo, a gente como Lourdes Arrieta, la diputada que fue a visitar a la prisión a Alfredo Astiz y después dijo que no sabía quién era.
El mileísmo no parece haber hallado un contradiscurso de análoga envergadura, más allá de los latigazos de corte militarista de la vicepresidenta Victoria Villarruel, de su extemporánea reivindicación de Isabel Perón (a lo que Milei, oportuno, le refrescó entre otras atrocidades la responsabilidad por la Triple A) o del extremismo de las redes que cada tanto agita el avispero.
Quien haya leído La llamada, de Leila Guerriero, libro que sin juicio moral reconstruye la vida de la exmontonera Silvia Labayru con su propio concurso, accederá a los subsuelos de la condición humana. Es decir, accederá a la ESMA, institución del Estado que todas las semanas despachaba prisioneros para ser arrojados al mar desde los aviones navales. Hija de un militar, a Labayru, que fue madre en una mesa de la ESMA, la obligaron a hacerse pasar por la hermana de Alfredo Astiz para infiltrarse en las Madres de Plaza de Mayo y marcar mujeres que luego serían asesinadas. El libro no justifica ni acusa ni perdona, ahonda en la psicología de todos los personajes, tanto guerrilleros como represores, y abunda en testimonios escalofriantes.
La ESMA contemporánea, evocadora de aquel infierno, es la que está siendo revisada. Esto ha generado algunas protestas, pero de modesta contextura si se toman como referencia las Plazas de Mayo multitudinarias de los 24 de marzo. El predio cobija áreas dependientes del Ministerio de Justicia y en algunas de ellas hay ajustes no muy diferentes de los de otras reparticiones estatales. ¿Puede entenderse este ajuste como una política de derechos humanos?
El objetivo oficial es acabar con la memoria, denuncian desde el museo de la ESMA, que funciona en lo que era el casino de oficiales. La palabra memoria, ubicua, polisémica, algo partidizada, está en el núcleo de la controversia. Pero la drasticidad parecería incompatible con las sentencias judiciales, con las leyes y con la reputación internacional que tiene el campo de concentración más famoso.
Enfocado en bajar el déficit fiscal, controlar la inflación y desregular la economía, la política de derechos humanos no es un asunto prioritario para Milei. Aparte del desbaratamiento de irregularidades ostentosas, el cierre del Centro Haroldo Conti y la reducción y reacomodación de personal cuesta hallar indicios de que el variopinto oficialismo llegue a alinearse detrás de una política sustentable que incluya una interpretación uniforme de los setenta. Lo más curioso, de todos modos, es la acusación que se lanza contra el gobierno libertario: “quieren reescribir la historia”.