El agua, petróleo del siglo XXI, mayor factor de supervivencia e instrumento clave de poder
El 40 % de la población vive en zonas sometidas a estrés hídrico; sequías, desertificación y crisis climática serán una amenaza mortal en los próximos 25 años
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En Don’t Look Up, una sátira apocalíptica que se difundió en la Argentina en 2021 con el título poco feliz de No miren arriba, dos astrónomos intentan advertir a la humanidad sobre la inminente llegada de un cometa que entrará en colisión con la Tierra y destruirá la civilización humana. Ese film, interpretado por Leonardo diCaprio, es una alegoría sobre el cambio climático que denuncia la indiferencia de las autoridades y la prensa ante el calentamiento del planeta. A pesar de su relativo éxito de taquilla, fracasó en su intento de sacudir la incredulidad y la indiferencia de los terrícolas para reaccionar a la amenaza anunciada.
La misma impotencia angustia al hidrólogo norteamericano James Jay Famiglietti cuando alerta sobre las sequías que enfrenta el mundo y el carácter mortal que tendrán en los próximos 25 años. El consumo global de agua, que se multiplicó por 6 durante el siglo XX, aumentará entre 20 y 30 por ciento hasta 2050, debido al crecimiento demográfico y a la creciente demanda de las explotaciones agrícolas. Actualmente, 40 % de la población mundial vive en zonas sometidas a estrés hídrico y se estima que esa cifra afectará a casi 5.000 millones de personas (50%) en 2050, según las previsiones de la Agencia de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Desde que lanzó el primer llamado de advertencia en su film Last Call at the Oasis (Última llamada en el oasis), en 2011, Famiglietti tiene la sensación amarga de predicar literalmente en el desierto. En Day Zéro (Día cero), en 2022 insistió en denunciar que el hombre pone en peligro la existencia de la humanidad al impedir que la naturaleza reconstituya sus reservas de agua dulce.
La Fundación Aquae afirma que, un mundo que consume entre 25 y 30 billones de litros por día, “el problema no es el agua que bebemos, sino el agua que comemos”. Como prueba, exhibe estadísticas escalofriantes. Mientras que el uso directo de una persona oscila entre 100 a 150 litros diarios –incluyendo higiene y alimentación–, la producción de una sola hamburguesa requiere hasta 2.400 litros si se adiciona el agua utilizada en la crianza de ganado, el cultivo de vegetales y granos para el pan, y otros procesos asociados. La agricultura representa 70% del actual estrés hídrico planetario, mientras que la industria demanda otro 20% para satisfacer la producción de energía y bienes.
Como más de la mitad de la producción mundial de alimentos se encuentra en zonas de sequía –incluyendo regiones tradicionalmente fértiles de Europa, América del Norte y del Sur, y partes de África y Asia–, el futuro se presenta mucho más desolador que el presente. Un estudio de la Comisión Mundial sobre la Economía del Agua estimó en 2023 que las pérdidas económicas globales provocadas por la escasez podrían llegar a 8 billones de dólares en los próximos 25 años, cifra que equivale a 10% del PIB mundial proyectado. En ese contexto, los países con estrés hídrico elevado podrían perder entre 6% y 14% de su PIB para 2050, debido a la penuria de agua y su impacto en la agricultura, la salud y los ingresos, según una proyección del Banco Mundial. En una salva de tres informes que presentaron en agosto pasado a la ONU, los científicos reconocieron que “jamás se logrará alcanzar” el objetivo de garantizar el acceso de agua potable a todos los habitantes del planeta en 2030.
Peor aun: si el nivel de salinidad del mar continúa aumentando al ritmo actual debido al calentamiento de la atmósfera, las precipitaciones disminuirán y se incrementarán la sequía y el hambre. Por eso, desde hace décadas, el acceso al agua dulce se convirtió en un factor de supervivencia y un instrumento esencial de poder. “El agua es el petróleo del siglo XXI”, reconoció en 2008 el ex CEO de Dow Chemical Company, Andrew Liveris.
La explotación del agua en forma desmedida, irracional y desatinada es la forma más antigua de depredación de recursos naturales que inventó el hombre.
El gran error conceptual se originó cuando la humanidad pensó que habitaba un planeta terrestre. Como demostraron los millones de imágenes transmitidas por satélite a partir de 1972, en realidad vivimos en un planeta hidromórfico, compuesto por 70% de masa líquida, aunque solo 3% es de agua dulce. La superficie de nuestro hábitat funciona en una hidrosfera (líquida, sólida y gaseosa), germen de toda forma de vida, que fue modelado progresivamente por la acción hídrica.
La progresiva adicción al agua de esa civilización comenzó casi al mismo tiempo en todo el mundo –desde la Antigua Mesopotamia hasta los mayas y los incas en América del Sur– estimulada por las profundas mutaciones técnicas y sociales del período neolítico, que se caracterizaron por la sedentarización y el surgimiento de las primeras formas de explotación agrícola, particularmente consumidoras de agua.
“Lo que singularizó estos 6.000 años de civilización hídrica fue la arrogancia suprema de pensar que podíamos apropiarnos del ‘planeta agua’ y secuestrar todas las dimensiones de la hidrosfera –incluyendo la propiedad de los océanos y del agua dulce– en beneficio de una sola especie”. Esa depredación “no puede continuar”, sentencia el previsionista norteamericano Jeremy Rifkin: “Por cada grado Celsius que aumenta la temperatura del planeta, la atmósfera absorbe por evaporación 7% de precipitaciones suplementarias procedentes de los océanos, lagos, suelos, hojas y árboles, pero restituye un porcentaje muy inferior”, explica en su último libro, Planeta Aqua.
Pese a todo, el estrés hídrico constituye apenas una parte del problema que agobia al mundo. Pero ese fenómeno está estrechamente vinculado a un segundo drama planetario: la desertificación. Sobre una superficie total de 510 millones de km2, la corteza terrestre ocupa 148 millones de km2 (29%). Sobre ese total, 44 millones de km2 corresponden a desiertos (25%) y afectan directamente a 3.000 millones de personas. Al ritmo actual, en 2050 habrá 16 millones de km2 de tierras fértiles en “muy mal estado”. Esa cifra, equivalente a la superficie de América del Sur, es el resultado de las grandes deforestaciones en la cuenca amazónica, Malasia e Indonesia en Asia, la selva congolesa y el centro de África. Esas devastaciones inciden también sobre el calentamiento climático, la destrucción de la biodiversidad y –sobre todo– los riesgos de enfrentamiento militar entre países vecinos por el control de recursos hídricos.
Por el momento, las guerras por el agua entre estados son raras. Una calma precaria prevalece en el norte y centro de África, donde Egipto no cesa de amenazar a Etiopía si, con su nueva represa Renacimiento, interrumpe el acceso al río Nilo, que provee 90% del consumo egipcio de agua. Eritrea y Sudán comparten esas angustias. Toda el agua de ese río mítico de la historia universal no alcanzaría para sofocar una explosión de pasiones entre esos cuatro países. En cierta configuración, esa crisis incluso podría convertirse en una bomba geopolítica capaz de incluir a Sudán, Sudán del Sur, Uganda, Kenia y Tanzania, países que controlan las fuentes o los 2.700 de km que debe recorrer el Nilo antes de ingresar en territorio egipcio.
El World Resources Institute (WRI) calculó que resolver la crisis del agua en todo el planeta costaría 1% del PIB anual hasta 2030 y que, cada dólar invertido en forma sensata, produciría 6,80 dólares de beneficios. Sin embargo, para alcanzar ese objetivo se necesita un mundo sereno y dispuesto a colaborar en un marco multilateral que desmienta el célebre proverbio: “No hay nada más peligroso que el agua que duerme”.
Especialista en inteligencia económica y periodista