El agitado primer día que podría tener el “presidente Milei”
Faltan tres meses, más precisamente tres meses y cuatro días, para que la democracia argentina cumpla cuarenta años.
¿Qué vamos a festejar?
Ese mismo domingo, el 10 de diciembre, asume el nuevo presidente. Y además es el Día Internacional de los Derechos Humanos. Superposición nada casual, que ahora podría llegar a ser incómoda.
La dictadura quería dejar el poder el 31 de enero de 1984, pero Raúl Alfonsín obligó a los militares a adelantar la entrega y les impuso el 10 de diciembre en sintonía con lo que sería su política medular, la de derechos humanos. Sabía que apenas horas más tarde dictaría los decretos 157 y 158 por los cuales ordenó el juicio a las juntas militares y, por cuerda separada, los procesamientos a Firmenich, Vaca Narvaja, Obregón Cano, Galimberti, Gorriarán Merlo y otros jefes del ERP y Montoneros (todos ellos indultados luego por Menem). Se hablaba de una democracia excepcional. Parece oportuno recordar cómo empezó todo hace cuarenta años.
¿Y por qué el 10 de diciembre? Los presidentes argentinos asumían tradicionalmente un 12 de octubre. Así fue hasta 1930 (a propósito, hoy se cumplen 93 años del golpe de Uriburu, el día que para muchos “se jodió” la Argentina). El llamado “Día de la Raza” volvió a ser usado por Illia en 1963 y por Perón en 1973. Pero el reloj institucional abandonó toda pretensión de regularidad debido a los golpes de estado, que no tenían horario. Cuando por fin se instauró la democracia continuada, ese reloj, lamentablemente, volvió a descomponerse, ahora por culpa de la inestabilidad político institucional.
Primero Alfonsín perdió el control de la economía y renunció antes de completar el mandato (por eso Menem asumió las dos veces un día cualquiera, el 8 de julio, en vez de repetir el fundacional 10 de diciembre). Después cayó De la Rúa y todo se fue al demonio. Lo que el sistema tiene previsto para el caso de una renuncia presidencial es que complete el mandato el vicepresidente, pero en la Argentina los vicepresidentes nunca están cuando hacen falta. El de De la Rúa, Chacho Alvarez, se había ido de un portazo el año anterior (2000). Eso fue casualmente lo que desencadenó la crisis que liquidaría al gobierno. Terminó en la Casa Rosada el senador Duhalde, a quien De la Rúa había vencido en las urnas. Duhalde no llegó a completar el mandato con el que debería haber llegado al 10 de diciembre de 2003, razón por la cual Kirchner, el sucesor, asumió el 25 de mayo.
El problema, conviene aclararlo, no está en la diversidad de fechas sino en el desorden consecuente, que exhibe la dificultad de generar series sostenidas con mandatos estrictamente ajustados al diseño constitucional. En otras palabras: con la democracia continua desaparecieron los golpes militares, pero los mecanismos sucesorios no funcionaron como un Stradivarius.
El 10 de diciembre de 1983, queda dicho, fue el día en que el general Reynaldo Bignone, último dictador de la historia, le colocó la banda presidencial a Alfonsín. Bignone se apersonó esa tarde en el Salón Blanco vestido de civil. Acaso consciente del fracaso histórico que él representaba tuvo el buen tino de no llegar con la banda puesta. La banda aguardaba sobre la mesa de mármol; él la tomó y se la calzó a Alfonsín a través de la cabeza. Fue un momento de enorme trascendencia. No se trató de un cambio de gobierno sino de régimen. En las dos acepciones del adjetivo, el último cambio.
Ahora bien, si las elecciones las ganaran Patricia Bullrich o Sergio Massa lo que cabría esperar sería una conmemoración más o menos convencional de la efemérides mayor de la democracia argentina, incluido el previsible homenaje a Alfonsín. Habría antes que nada una exaltación del período democrático más extenso de la historia (mérito conjunto, qué duda cabe, de la sociedad). Y probablemente se haría eje en los dos extraordinarios consensos logrados: la erradicación de la violencia política y la aceptación de las elecciones como la única y legítima forma de traspaso de poder.
¿Y si ganara Javier Milei?
Ahí ya estaríamos en problemas.
Hasta esta semana costaba imaginarse ese instante, el del (eventual) acceso concreto al poder del outsider de ojos azules, un panelista de la televisión hasta hace quince minutos, debido al bajo coeficiente de democracia en sangre que según el laboratorio proselitista acredita el hombre. Pero ahora encima se sumó el tembladeral de los derechos humanos según la concepción disruptiva de su candidata a vicepresidenta, quien insinúa allí un cambio de paradigmas tan feroz como la idea de él de demoler el Banco Central.
Sin entrar en la consideración de si los derechos humanos versión Villarruel son potables, aborrecibles o tienen de todo un poco, su sola personalización conlleva una anormalidad. Nunca son los vicepresidentes los encargados de diseñar, promover como propias, menos de ejecutar, políticas ni ideas fundamentales. Se supone que eso lo hace el que conduce, el candidato a presidente. Pero a Javier Milei con los derechos humanos parece sucederle lo mismo que a Cristina Kirchner con la seguridad: el tema no le gusta, no lo entiende, no le importa. O todo a la vez.
Milei no gasta un momento de su preciosa ira por los derechos humanos. Lo suyo es la economía, la dolarización, los insultos a la casta, los denuestos al Estado. Sin perjuicio de colocar de vez en cuando algún petardo a través de asuntos como el tráfico de órganos o la potestad de armarse en defensa propia. Para negacionista ya tiene bastante con la brecha salarial, el cambio climático y la centralidad del Congreso en la confección de las leyes.
Después de la malformación republicana de los Fernández, que resultó a todas luces un fiasco (el tiempo verbal aquí es discutible porque todavía está en curso el experimento, fungen ambos como presidente y vice) estamos frente al nacimiento de otra fórmula electoral morfológicamente atrofiada. Milei y Villarruel dicen que se reparten los temas de acuerdo con sus expertises, un pacto de bicefalía complementaria que no marida muy bien con el espíritu de la Constitución. Debido a los compartimientos temáticos la fórmula (que se conoció por Twitter) ha llegado a presentarse en conjunto en algunos reportajes televisivos, recurso que no podrá repetir Milei en los debates presidenciales dispuestos por ley.
Si Villarruel llega a la vicepresidencia, se anunció, va a ocuparse de la seguridad y de la defensa. No se aclaró si su trabajo en blanco, el de presidir el Senado, lo piensa delegar en el presidente provisional de la cámara, como hacía Isabel Perón cuando era vicepresidenta, o si se hará tiempo para todo. Tampoco está claro bajo qué explicación los derechos humanos podrían convertirse en un apéndice de las áreas de seguridad y de defensa.
Por su contundencia política, el homenaje a las víctimas de la guerrilla que Villarruel protagonizó el lunes en la Legislatura porteña fue uno de los pronunciamientos doctrinarios más relevantes que haya hecho La libertad Avanza. Ayudó a multiplicar su importancia la reacción que el acto generó en los sectores más fervorosos -asistidos algunos con el fervor de las Molotov- que defienden la sesgada política kirchnerista de derechos humanos. Esos sectores y otros que no salieron a la calle dicen estar en guardia ante la posibilidad de que con Villarruel de vicepresidenta se busque beneficiar, o directamente indultar, a militares juzgados y condenados por violaciones a los derechos humanos. Un extremo que La Libertad Avanza niega.
Aunque sin duda la intolerancia frente a puntos de vista distintos de los oficiales es reprochable, la súbita instalación en plena campaña de un tema altamente sensible que ni siquiera figuraba en la plataforma electoral de Milei -no nombra los derechos humanos- aporta más incertidumbre a un porvenir de por sí desbordante en la materia. Es curioso el escenario elegido: fue en esa misma Legislatura donde en el amanecer del kirchnerismo el actual presidente de la Nación le cedió su banca a la actriz videlista Elena Cruz. Alberto Fernández y Víctor Santa María, actual dueño de Página 12, compartían la lista de Domingo Cavallo de Encuentro por la Ciudad y debido a que renunciaron para dedicarse a otros menesteres (Fernández asumía como jefe de Gabinete) la compañera fanática de Videla devino legisladora.
En cierto modo Villarruel tuvo más éxito que Cristina Kirchner en cuanto a meter el tema de los derechos humanos en la campaña. A fines de junio, pocas horas después de que Sergio Massa fuera designado “candidato único” de Unión por la Patria en reemplazo del efímero representante de “la generación diezmada” Eduardo de Pedro, la actual vicepresidenta lo sentó a su lado al ministro de Economía en el acto que hizo en Aeroparque para presentar el avión que se usó en la dictadura para los llamados vuelos de la muerte. Esa línea proselitista por algún motivo no prosperó. Además de que Cristina Kirchner escamoteó su participación en la campaña hasta llegar a la ruidosa ausencia de hoy y Massa no tiene entre sus mayores preocupaciones la discusión doctrinaria sobre el favoritismo oficial por la guerrilla peronista de la que también su suegro fue parte, el kirchnerismo y la izquierda llevaban un buen tiempo sin hacer un acto defensivo de la política vigente de derechos humanos.
En su crónica de ayer expresó el diario El País de Madrid: “Villaruel ha puesto en jaque una de las pocas políticas de Estado que han perdurado en Argentina sin importar el color del Gobierno de turno. Con el regreso a la democracia, en 1983, Argentina empezó con el llamado Juicio a las Juntas una serie de acciones para juzgar los crímenes cometidos durante la dictadura iniciada en 1976. Aunque ha habido avances y retrocesos, hoy 1189 personas han sido condenadas por crímenes de lesa humanidad durante esa época y el país impulsa políticas de memoria que son ejemplares en todo el mundo”.
Aunque no sea fácil, quizás habría que intentar diferenciar el sesgo sectario e ideologizado del kirchnerismo y la izquierda del consenso democrático con los derechos humanos como pilar. Todo eso estará en juego el mismísimo 10 de diciembre si las elecciones las gana la fórmula que triunfó en las PASO.