El adiós a un grande: Rubem Fonseca
El maestro brasileño del policial negro, que acaba de morir a los 95 años, deja una obra admirable que renovó la literatura de su país
Parecía que la muerte había renegado de él, o que se hacía la desentendida, acaso en agradecimiento por los cientos de veces que la había homenajeado, él que la conocía como pocos. Pero no: ajeno a cualquier atisbo de solemnidad o rimbombancia, al carácter explosivo que sus ficciones hubiesen reclamado, Rubem Fonseca se murió, al fin y al cabo como todos, sin estridencias, después de un reposado almuerzo en su departamento del barrio de Leblon y después, por qué no, de haber avistado por última vez sus amadas playas cariocas.
Lo cierto es que el enorme Fonseca acaba de morirse, el 15 de abril pasado, un mes antes de cumplir los 95, y habrá que marcar su nombre en el reducidísimo mapa de los grandes de la literatura latinoamericana de fines del siglo XX y comienzos del XXI, al margen de la legión de concienzudos críticos cuya doble moral los empuja a celebrar los géneros pero, en el fondo y a cada rato en la superficie, sobre todo a despreciarlos. El lugar común inevitable pero justo dirá que se trata de un maestro del policial negro, género al que subvirtió o directamente revolucionó; y que, en su amor por las digresiones y las reflexiones ambivalentes y melancólicas, así como en su identificación absoluta con la fragilidad de los seres humanos, tal vez solo pueda ser emparentado dentro del género con ese otro gran desprejuiciado que fue el catalán Manuel Vázquez Montalbán.
Dirá ese mismo lugar común, también, y no hay más remedio que darle la razón, que Fonseca fue el padre o el tío o el abuelo -junto al silencioso y enigmático Dalton Trevisan, que ahora lo sobrevive y que nació también en 1925- de buena parte de los escritores brasileños de las últimas generaciones, así como el gran renovador de la literatura de su país luego del cimbronazo que significaron, desde universos bien distantes uno del otro, João Guimaraes Rosa y Clarice Lispector (con esta última fueron casi contemporáneos, aunque su visibilidad e influencia llegaran bastante más tarde que los de la autora de La pasión según G. H.). Pero lo que sin duda no se desprenderá de ese bendito lugar común es que los ecos, la omnipresencia de la obra de Fonseca debe ser en realidad rastreada, más allá de las derivaciones del género al que amó y honró -en ese sentido, es posible que ninguno de sus discípulos haya sido tan virtuoso como Patrícia Melo, de quien lamentablemente no han llegado aquí sus obras más notables como Elogio da mentira o Mundo perdido-, en los tonos, los gestos, el imaginario, el rumiar de las voces internas de los personajes, la mixtura entre cultura alta y baja, el cruce entre lo sensible y lo despiadado, la convivencia casi nunca cínica entre la risa y la violencia; en la poética, en definitiva, de autores tan disímiles como Luiz Ruffato, Silviano Santiago, Sérgio Sant'Anna, João Gilberto Noll -en sus cuentos- o, más recientemente, Carlos de Brito e Mello.
Aunque nació en Minas Gerais, en la localidad de Juiz de Fora, Fonseca se trasladó en su juventud a Río de Janeiro, estableciéndola luego como el territorio privilegiado y natural de sus historias. Con todo, fue un escritor relativamente tardío -publicó su primer volumen de cuentos, Los prisioneros, recién a los 38 años-, lo que en cierta medida le permitió arribar a la literatura, y muy en particular a las costas policiales, con un bagaje de conocimientos y experiencias por el que muchos de sus esforzados colegas hubiesen pactado con el diablo. La miseria, el crimen, la ambigüedad moral, el paisaje de la violencia atravesado por rasgos de humanidad muchas veces impensables, todos ellos eran materiales con los que el novato escritor se había codeado a diario, en ese pasado reciente que parecía otra vida y en el que había sido, entre otras cosas, abogado y funcionario de la policía.
Identificado no solo con el género policial sino -en especial en Brasil-con el cuento corto, que prefirió en sus últimos y más fatigados años, el mejor Fonseca se halla sin embargo no en la concentración sino, por el contrario, en lo expansivo, en la digresión no solo como método estructural sino también como postulado estético, e incluso ético. La literatura es para Fonseca un escenario para dialogar con el mundo y con sus múltiples apetitos, aunque con frecuencia estos lo lleven de vuelta a la literatura y, sí, a las mujeres, sus dos preferencias inocultables. El crimen, en ocasiones lo policial de un modo más vago o más amplio, incluso a veces apenas como paisaje de fondo -como en la deliciosa El enfermo Molière, cuya misteriosa muerte es poco más que una excusa-, es la columna vertebral o el núcleo alrededor del que orbitan sus obsesiones.
Esa tendencia dispersiva se materializa desde luego in extremis en la novela, género al que regresó luego de una década desde aquella primera e interesante -aunque todavía algo maniatada o conservadora- aproximación que fue El caso Morel, de 1973. El decenio 73-83 está dominado por una literatura más visceral, una lectura feroz de la realidad que a veces solo puede tener escapatoria en el delirio, y cuyo punto de no retorno se halla en cuentos como "Feliz Año Nuevo" o "El cobrador", piezas ambas excepcionales y durísimas que encabezan sendos libros, entre cuyas características resulta insoslayable, por tratarse de uno de los pilares sobre los que se sostiene a posteriori el edificio de Fonseca, la falta de humor, al menos de un humor liberado de su carga sardónica. En cierto modo, aun con sus notables alcances, los cuentos de esta etapa podrían pensarse como un banco de pruebas para lo que vendría.
La década posterior -en rigor son once años- es la de un artista en estado de gracia, alguien en la plenitud de sus facultades que produce una obra maestra tras otra. Las cinco novelas de ese período -solo interrumpidas por los relatos de Novela negra y otras historias- muestran a Fonseca en absoluto dominio de sus materiales, algo así como una conciencia liberada cuya seguridad le permite entrar y salir de determinadas estructuras, creando y respondiendo a sus propias necesidades.
En rigor, las dos primeras son el pico de toda su obra, y poseen tantas aristas que carece de sentido cualquier intento de síntesis. El gran arte, de 1983, protagonizada por un personaje extraordinario -el abogado Mandrake- al que Fonseca regresará en diversas oportunidades, es compleja no solo por la elección de los puntos de vista sino también por la profundidad de esas perspectivas, que no ofrecen reducción. Bufo & Spallanzani, de 1986 (traducida en su momento como Pasado negro), es el punto más alto de una figura que para su autor resulta medular porque corporiza o mejor sintetiza una visión del mundo y de sus posibilidades: el libertino, que por supuesto debe enfrentar sus contradicciones y que por lo general, en Fonseca, encuentra su contraparte femenina en un papel nada secundario. Las páginas iniciales de Bufo & Spallanzani, por otra parte, con su proliferación de referencias, de humores, de texturas, de alternativas, de contrasentidos, funcionan como una de las promesas más abrumadoras que la literatura de estos tiempos haya podido regalarnos.
Las tres novelas siguientes, Vastas emociones y pensamientos imperfectos (1988), Agosto (1990) y El salvaje de la ópera (1994), dialogan de diversos modos con episodios de la realidad, ya sean la literatura, la política o la música, pero en Fonseca dichos puntos de partida son únicamente eso: jamás un punto de llegada. Luego vendrían algunos otros libros menores pero nada desdeñables (La Cofradía de los Espadas, Diario de un libertino, un díptico protagonizado por Mandrake), la decisión de no escribir más novelas (que por suerte rompería con la notable y también fallida El seminarista), su sempiterna negativa a dar entrevistas, su inexplicable amistad con el evasivo Thomas Pynchon, sus esporádicas apariciones en público con alguna motivación social. Y al final la muerte, con la que habrán tenido -cabe imaginar- un jugoso intercambio de opiniones.