Es como haber vivido varios años en uno, y eso que aún no terminó. Así sigue sintiéndose 2020, año de cifra redonda, como para enfatizar su carácter de inolvidable. Tanto es así que, si hay algo en lo que la grieta no existe, es en la convicción unánime de que el año que está terminando será de esos que marcarán la historia, la personal y la del mundo, por muchísimo tiempo.
La textura emocional con la que las personas vivieron y viven la pandemia tiene millones de versiones, tantas como gente hay en el mundo. De oficinistas de Singapur a granjeros en Arkansas, pasando por taxistas de Madrid, mineros de Sudáfrica y, por supuesto, el abanico de argentinidades existentes, sin excepción las personas fueron marcadas de una u otra forma por el virus, que generó un día a día en clave surrealista.
Las emociones de estos meses recorrieron el azoramiento, el miedo, el coraje, la desazón, la angustia, la incertidumbre y, en particular, la profunda resignificación de la trama de afectos y referencias culturales para sostener la propia existencia en tiempos críticos.
Todo lo vivido este año está demasiado fresco como para un análisis hecho con perspectiva. Por otra parte, cualquiera que pretenda analizar el universo subjetivo suscitado por el Covid-19 será, a la vez, observador y parte del universo estudiado, dado que, como partícipe de un hecho universal, estará inexorablemente hablando también de sí mismo a la hora del análisis. Sin embargo, nada impide la reflexión y abordar, con algunas pinceladas, las circunstancias y sentimientos que habitaron y aun habitan la dimensión anímica de los pasajeros del año del coronavirus.
Al evocar aquel ahora lejano marzo del año que estamos despidiendo, podemos recordar la sensación de incredulidad cuando aparecían los primeros barbijos y, también, la lisérgica idea de estar protagonizando una película apocalíptica, con calles desiertas, autos quietos y, sobre todo, un atronador silencio, que habitaba aquella cuarentena primigenia en la que el virus recién se asomaba.
El abanico emocional se iba ampliando a medida que el tiempo pasaba y los hechos se sucedían. El miedo ante los relatos sobre el contagio y las medidas de prevención se sumaba a la información confusa acerca de raros murciélagos chinos, todo agravado hasta extremos impensados por la angustia de ver las fuentes de trabajo amenazadas o directamente destruidas de un minuto al otro, y en medio de una modificación sustantiva de las formas de relacionamiento social y familiar impuesta por el aislamiento.
La vida cotidiana, más allá de las ventanas que significaron desde un principio las pantallas, empezó a tallarse casi exclusivamente dentro de las paredes de la propia casa, la misma casa que antes solamente se habitaba por las noches o los fines de semana. Los rostros de los familiares convivientes, quienes antes se veían entre sí al volver del trabajo o los sábados y domingos, ahora empezaron a ser parte del paisaje visual mañana, tarde y noche, con lo bueno y lo malo que eso implicó, porque trajo tanto una profundización o un enriquecimiento de las relaciones como un desgaste de los vínculos.
Podemos afirmar que la cuarentena no rompió por sí misma nada a nivel de los vínculos, sino que puso presión en las relaciones que estaban previamente débiles o resquebrajadas. Anticipó quebrantos, agudizó conflictos preexistentes hasta el paroxismo, pero también, por otro lado, transparentó las virtudes en relaciones que, antes, venían "livianitas", pero supieron encontrar trascendencia en la emergencia.
Ayuda de los nietos
Por supuesto, Internet pronto se volvió omnipresente. Eso no resultó una novedad para algunos, pero sí lo fue para una enorme cantidad de personas que no la usaban tan asiduamente. Abrió un campo de gran complejidad, pero cumplió con creces la función de bote salvavidas de una vida familiar, social y laboral torpedeada por la cuarentena.
En ese orden de cosas, uno de los capítulos más conmovedores vividos por esos días fue el papel de los nietos e hijos en la enseñanza del manejo del celular, el WhatsApp, el Zoom y el Meet a sus abuelos o padres mayores, algo que (si bien mucha gente estuvo y sigue estando aislada por no tener los medios necesarios para establecer el contacto remoto) no puede desdeñarse como experiencia significativa en miles, quizás millones de casos. Ese fenómeno intergeneracional lleno de afecto fue relevante. En muchos casos resultó salvador. Fue una de las vivencias positivas que se dieron en medio del desquicio suscitado por una crisis sanitaria de dimensiones inéditas que llegó sin aviso y sin que estuviéramos preparados.
Por otra parte, y en otra pincelada respecto del devenir anímico de este año que estamos a punto de despedir, digamos que en los primeros meses los psicólogos, cuya labor quedó limitada a lo virtual con más que aceptables resultados, fueron muy requeridos en los medios, empresas y espacios educativos para que se explayaran acerca de un territorio que antes parecía tan solo un apéndice suntuario de la vida de "producción de bienes y servicios": el de las emociones.
"Licenciado, ¿qué debemos hacer con nuestras emociones de miedo, angustia e incertidumbre?". La pregunta era recurrente. Es que el hecho de estar quietos en nuestra casa, bombardeados por las noticias alarmantes de la expansión de los contagios y la presión de una economía que se caía a pedazos, despertó la conciencia acerca de la importancia del universo anímico, inclusive en lo referente a la generación de virtudes tales como la valentía, la paciencia, el temple, la generosidad, el orden y la esperanza como elementos de una resiliencia imprescindible para no sucumbir y seguir adelante.
En la vida de relación emergieron elementos que antes eran vistos como secundarios o simplemente pintorescos, como por ejemplo los relatos de abuelos y bisabuelos sobrevivientes de tiempos difíciles, que formaban parte de la tradición oral de cada familia. También fueron rescatados textos con historias de vida en contextos de desventura: guerras, pandemias, hambrunas. Esas experiencias pretéritas de superación de grandes obstáculos dejaban de ser piezas de museo para tomar vida y convertirse en punto de referencia que indicaba el alcance de la propia valentía y la capacidad para hacer frente a los infortunios.
Si los abuelos o antepasados habían podido atravesar tantos sinsabores, y siendo que ellos están o estaban hechos de la misma madera que las hoy víctimas de la pandemia, se descubrió la utilidad de abrevar en su ejemplo y su bravura para, identificación mediante, saberse fuertes ante el peligro. Esto ayudó mucho a diluir miedos ante una situación amenazante y extraña.
La zona oscura
El amanecer angustiado tras una noche de insomnio o plagada de extraños sueños, la sensación asfixiante de encierro, el miedo a no poder reencontrarse o abrazar nunca más a los seres queridos, la culpa por haberle dicho algo "feo" la última vez que se vio a quien ahora está internado por el virus, el culpógeno "odio" a quienes se ama que surge causa de alguna pelea o discusión en buena medida fruto de la extendida convivencia en el encierro… La zona oscura del sentir apareció durante todos estos meses. Todos esos signos de sufrimiento psicológico no son patológicos de por sí, pero asustan a quienes los viven. Durante este año, muchos han manifestado que experimentaban un sentir raro, a veces onírico o irreal, al punto de que el miedo a la locura ha sido recurrente en muchas personas a lo largo de los meses de la cuarentena.
Sabemos que no es necesariamente una patología la angustia que surge de una situación de crisis. Tampoco lo es el miedo ante una amenaza, o la rabia ante una circunstancia que conecta con la impotencia o la necesidad de defensa. Es verdad que la dificultad de establecer los lazos de contacto y comunicación con la familia y los amigos empeoró el estado anímico de gran parte de la población. Tanto, que los servicios de salud mental debieron trabajar a destajo para complementar el sostén emocional comunitario que, en cuarentena, es mucho más difícil de conseguir.
Pero, a la vez, una manera de ver parte de lo ocurrido desde una perspectiva fecunda y no solo victimista habilita a señalar, como elementos positivos, el reencuentro que muchísimos experimentaron con genuinas prioridades de vida que estaban adormecidas, la revalorización de vínculos de afecto antes descuidados o que se daban por sentado, y el despertar de una cierta humildad ante el devenir imprevisible de la vida, que, ahora lo sabemos mejor que antes, hace lo que le place y no lo que los seres humanos quieren.
Seguir, como sea
Mucho se ha hablado de resiliencia en este contexto crítico. El término remite a la capacidad humana de sostenerse en la adversidad más terrible. Alude a factores de todo tipo, desde lo afectivo hasta lo genético, pasando por las variables comunitarias, espirituales o de la salud física. Y permite entender algo de esa capacidad a veces asombrosa que tenemos los humanos para atravesar los momentos más duros.
Sin embargo, el término resiliencia debe ser usado con cuidado. Es una palabra útil y válida para quien está "en la tribuna" analizando una situación traumática vivida por otros, pero no le sirve a quien la está experimentando sin anestesia en su vida diaria. A quien está despidiendo a un ser querido fallecido desde su casa, ante la imposibilidad de ir al cementerio; a quien está tosiendo con fiebre y aislado por el virus; a quien acaba de perder su trabajo. A todos ellos no les importa si son o no resilientes, simplemente quieren que todo pase lo antes posible mientras maldicen su circunstancia presente y hacen lo que pueden por mantenerse a flote.
Más allá de eso, la resiliencia existe y goza de buena salud como tal. Con esto decimos que lo duro de la situación no se discute, así como tampoco el hecho de que, ante las más duras circunstancias, muchos (personas y comunidades) encuentran las maneras de seguir, aun en medio de las heridas y las pérdidas.
De hecho, casi todos los problemas que aparecen van siendo compensados de una forma que, si bien no impide el daño, sí lo atempera. Cada uno puede encontrar ejemplos de esto en su propia experiencia. Nadie hubiera imaginado este escenario allá por enero del 2020. El solo hecho de estar presentes en el hoy significa que se consiguió compensar en alguna medida lo que se haya dañado por la aparición de la peste, y eso será, en un futuro, algo que podrá esgrimirse con cierto orgullo al evocar "el año de la pandemia".
Final abierto
Decíamos que 2020 ha sido un año largo y eterno que, a la vez, pasó en un instante. Desde lo psicológico y anímico, el año que estamos despidiendo fue contradictorio y estuvo habitado por emociones y vivencias que cada cual irá elaborando con el tiempo. Ojalá pudiéramos decir que con su cierre, y con la llegada de 2021, todo irá mejorando. No podemos asegurarlo, más allá de que el avance en relación a las vacunas ofrece un panorama más auspicioso.
De cualquier forma, en términos de historia humana, la pandemia de Covid-19 fue y es una marca más para una especie, la nuestra, que no ha tenido regalados sus días desde su lejano origen. A cada generación le tocan sus dificultades. Por eso, es posible imaginar que en el futuro habrá alguna sobremesa familiar en la que algún anciano, protagonista y testigo hoy joven de este año inédito, contará sus peripecias durante el paso del coronavirus.
Podemos imaginar que ese anciano relatará su experiencia con el orgullo de quien pudo sortear obstáculos y peligros, tanto los externos como los que surgen de sus miedos y flaquezas, para continuar el camino. Los nietos escucharán al principio absortos para, con el tiempo, entrar en un estado de somnolencia por lo mucho que se contó la misma historia una y otra vez. Así somos los humanos: a veces los tesoros más útiles están en el relato de sobremesa de un anciano que hizo lo suyo para atravesar las aguas difíciles y posibilitar que la historia siga.
El deseo es que podamos complementar la aridez de este 2020 y de, quizá, parte de 2021, con el sueño de participar de una futura sobremesa como la descripta, en la que con orgullo se cuente a los más jóvenes lo vivido en aquel año, el de la cuarentena, en la que todo fue muy pero muy difícil, pero, aun así, se atravesó el desierto, para que ese futuro hoy imaginado sea posible.