El acierto de Francisco
Luego de la Revolución Francesa y de la Revolución Industrial se volvió un lugar común asociar a la Iglesia Católica a la contrarrevolución y el tradicionalismo, así como también a los sectores aristocráticos más reaccionarios. Las ideologías progresistas del siglo XIX, entre ellas, el liberalismo y el socialismo, desconfiaron de la Iglesia, e incluso en ocasiones se comportaron como sus enemigos más acérrimos. De este modo esta quedó confinada y desprestigiada. Se la acusó de monárquica, reaccionaria y de ser un firme emblema de un Antiguo Régimen que se resistía a ser desplazado por la modernidad. Quedó en la vereda de enfrente con respecto a las luchas por la ampliación de los derechos políticos en pos de una mayor democratización frente a las tradicionales monarquías absolutas, y también quedó al margen de los reclamos de las incipientes clases obreras que clamaban por justicia social y leyes que protegieran mínimamente su calidad de vida.
Pero la doble revolución —industrial y democrática— demostró que había llegado para quedarse. Así, a la Iglesia Católica no le quedó más opción que comenzar a limar sus asperezas. Hacia fines del siglo XIX, tenía todavía dificultades para reconciliarse con el individualismo y el sufragio universal, pero comenzó a reconocer que la cuestión social y la situación de la clase obrera era un reclamo legítimo que debía ser atendido. La Iglesia Católica buscaba ofrecer una imagen remozada a una sociedad que hasta entonces le había sido esquiva. Se hizo cargo de los reclamos de justicia social, que reconoció como legítimos en la encíclica Rerum Novarum (1891) del papa León XIII, un documento que se volvería programático en la Doctrina Social de la Iglesia del catolicismo del siglo XX. La Rerum Novarum, además, colocaba al Estado como árbitro adecuado entre capital y trabajo, a la par que también reconocía el derecho a la sindicación por parte de los trabajadores, como mecanismo legítimo para organizarse y alzar su voz frente a los sectores patronales.
Era sin embargo una respuesta que llegaba bastante tarde. El socialismo llevaba largas décadas de desarrollo a esa altura del partido y en algunos países había logrado organizar sólidas estructuras obreras. De tal manera que el catolicismo social que se desarrollaría bajo la sombra de la encíclica Rerum Novarum se encontró disputando el terreno con el socialismo, en una batalla que tenía mucho de desigual. No es casual que los sindicatos cristianos, que comenzaron a conformarse en diferentes regiones de Europa Occidental y América Latina, despertaran reticencias en los sectores más conservadores del catolicismo.
No se aceptaba fácilmente su carácter obrerista y, por el contrario, se reclamaba una fuerte tutela paternalista por parte de los sectores patronales en las nuevas organizaciones "blancas" (católicas). El socialismo y el comunismo tildaban a los sindicatos católicos de amarillistas y los consideraran los bufones de los patrones, nada menos. Así, el sindicalismo católico debió lidiar con múltiples prejuicios que se hicieron cada vez más agudos a medida que la conflictividad social arreciaba, en especial, en la coyuntura que siguió a la primera Guerra Mundial, en plena era revolucionaria soviética.
Ello no impidió de todas maneras que surgieran en ámbitos católicos algunos ensayos lúcidos de fundar un movimiento socialcristiano no amarillista, alejado a su vez de las jerarquías eclesiásticas más conservadoras. Así el caso del movimiento fundado por el sacerdote belga Joseph Cardijn, a través de la Juventud Obrera Católica, un movimiento que tuvo amplia proyección internacional en Europa y América Latina, y que rehuyó sistemáticamente de las acusaciones de amarillismo. No obstante, el solo hecho de tener que salir a disputar el terreno frente a las izquierdas sometió al catolicismo social a una desgastante lucha de la que no salió siempre bien parado. El auge de los fascismos entre las dos guerras mundiales embarró todavía más el escenario porque forzó al catolicismo a posicionarse. Lejos de las izquierdas, pues, fue fácil su asimilación a las derechas más recalcitrantes. El catolicismo social, así, pudo también ser leído en clave corporativista, afín a los valores reaccionarios pregonados por los fascismos.
No obstante, el fin de la Segunda Guerra Mundial modificó rotundamente el tablero. El catolicismo se alineó con Occidente en plena guerra fría y adoptó abiertamente los valores democráticos. Pero el auge del Estado de bienestar en los países desarrollados de Occidente en la segunda posguerra volvió a estos países menos permeables al catolicismo, puesto que las sociedades occidentales podían disfrutar ahora de un elevado estándar de vida, cobijadas en las generosas políticas de seguridad social, que daban renovadas certezas acerca del porvenir. Todos estos cambios fueron el puntapié inicial para el proceso de aggiornamento que conduciría a la celebración del Concilio Vaticano II en la década de 1960 de enorme impacto en todas partes pero, en especial, en el Tercer Mundo, tal como comenzaba a autodenominarse.
El proceso de descolonización en marcha en Asia y África proporcionó al catolicismo un nuevo escenario en el que moverse, pero ya no como aliada de la expansión imperialista occidental, sino como una Iglesia misionera cada vez más comprometida con las luchas de liberación nacional en el Tercer Mundo. Así las cosas, el catolicismo recobró predicamento y prestigio, a la vez que verificó un corrimiento a la nueva izquierda de los años sesenta que en el caso de América Latina conduciría a que el catolicismo encontrara sus mártires en pleno auge de las guerrillas de los años setenta. El caso más palpable en este sentido es el de Monseñor Oscar Arnulfo Romero en El Salvador, recientemente beatificado por el papa Francisco.
Pero el colapso de la Unión Soviética y todos sus países satélites luego de 1989 instaló un nuevo escenario, que no pudo sino impactar hondamente en el catolicismo contemporáneo. Juan Pablo II celebró con una importante encíclica el centenario de la Rerum Novarum, en 1991, con la expectativa de que la doctrina social de la Iglesia ganara amplia legitimidad en un momento en que el capitalismo se quedaba casi sin antagonistas ni alternativas. Si todavía hasta la década de 1980 el catolicismo debió lidiar con el fantasma del comunismo, la caída del muro fue una gran oportunidad para el catolicismo. No en vano Francisco se plegaría tan efusivamente a celebrar su 25 aniversario.
Las consecuencias de la caída del muro, sumadas a la crisis del Estado de bienestar, los fuertes avances del neoliberalismo desde fines de la década de 1970 y las sucesivas crisis financieras, junto con los problemas sociales, humanitarios y ecológicos que se dieron en economías cada vez más desreguladas, le presentaron al Vaticano una oportunidad que Francisco supo aprovechar con lucidez. El papa "del fin del mundo" es un obispo latinoamericano formado en Europa, con conciencia social de los problemas globales del mundo subdesarrollado, lo cual es todo un capital de enorme valor para una Iglesia que heredó del último Juan Pablo II una merma importante en su imagen y su popularidad. Francisco es también un chispeante orador, con lucidez para poner el dedo en la llaga, cuando desea hacerlo, si bien a veces eso mismo lo lleva a tener que desdecirse, en especial cuando despierta falsas expectativas de osadas reformas en la propia disciplina eclesiástica, en las que Francisco no parece estar dispuesto a incursionar. Su última encíclica Laudato sii, que recogía argumentos provenientes de la tradición del viejo catolicismo social, remozados a su vez con los debates introducidos por los movimientos tercermundistas, ecologistas y humanistas de los años sesenta en adelante, se vio ampliamente favorecida por haber sido repudiada por el Partido Republicano de Estados Unidos.
Que el papado haya logrado con Francisco convertirse en un vocero en los debates globales de nuestra época en parte se debe a su indudable mérito intelectual y político que ha sabido cultivar a título personal, pero una cuota no menos importante se debe, también, al contexto en que le toca actuar: el poscomunismo, la crisis de las certezas sociales y epistemológicas proporcionadas por el Estado de bienestar y por los grandes relatos de la modernidad, el escepticismo, la crisis de las identidades sociales y políticas tradicionales, entre otros factores. Quizás todo esto último sea más importante que lo primero.
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Miranda Lida