El acceso a la información es un derecho humano
Los derechos humanos son bienes básicos que incluyen a toda persona por el hecho de su condición humana; son lo que necesitamos para vivir dignamente: alimentación, salud, educación, empleo, medio ambiente sano, libertad de expresión... Se reconoce a estos derechos su carácter histórico, inalienable, imprescriptible, universal, indivisible, dinámico, progresivo e interdependiente. Estas características hacen de los derechos humanos, a medida que han sido reconocidos, una cobertura integral para cada persona. Y al ser interdependientes, la violación de uno solo de ellos repercute en múltiples violaciones. No se le puede decir a una persona: te respeto este derecho humano, este otro más o menos y aquel otro nada.
Una democracia de calidad implica reconocimiento y garantías para el ejercicio pleno de los derechos humanos. De todos los derechos humanos. Y el acceso a la información pública es uno de ellos. Ya nadie discute este carácter desde que la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso "Claude Reyes y Otros vs. Chile" el 19 de septiembre de 2006 lo reconoció como derecho humano integrante del derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. El fallo, que tuvo gran repercusión internacional, incorporó varios estándares que ya habían sido reconocidos por otros organismos especializados, por ejemplo, el derecho de las personas -sin necesidad de acreditar un interés directo o una afectación personal- a solicitar información y reafirmó, asimismo, la obligación del Estado de suministrarla.
La doble vertiente de este derecho fundamental, como derecho individual de toda persona y como obligación positiva del Estado de entregar la información solicitada, salvo legítima restricción, provee la seguridad jurídica que reclama una democracia de calidad. Además, es instrumental, es decir, constituye un prerrequisito ineludible para poder ejercer otros derechos -tanto sociales como económicos- y para la efectiva participación ciudadana en las decisiones públicas.
Actualmente, 90 países del mundo cuentan con leyes que regulan el acceso a la información; de ellos, 14 son de Sudamérica y Centroamérica. Dada la relevancia de este derecho, algunos de estos países han creado entes autárquicos que funcionan como autoridad de aplicación. En la Argentina, el decreto 1172 de diciembre de 2003 impone al Poder Ejecutivo que los organismos bajo su jurisdicción respeten el derecho de toda persona de requerir, consultar o recibir información. Este decreto hace ya un par de años que ha dejado de cumplirse y la autoridad de aplicación que esa normativa designaba -la Subsecretaría para la Reforma Institucional y Fortalecimiento de la Democracia-, de la que fui su titular entre 2003 y 2009, ha sido desvirtuada y mandada a cumplir menesteres que nada tienen que ver con lo que el decreto indicaba. En cuanto a las provincias, algunas cuentan con una ley; Santa Fe y Salta tienen un decreto aplicable al Poder Ejecutivo provincial y unos pocos municipios han sancionado ordenanzas al respecto.
Si bien en algunos lugares hay esfuerzos y adelantos, en general, el cumplimiento de la normativa mencionada es dispar y limitado porque la cultura de la transparencia y de la participación, de la que el acceso a la información es un componente imprescindible, es directamente proporcional a la cultura cívica de la ciudadanía y al estado de desarrollo democrático de un país.
En cuanto a cultura cívica: el conocimiento de la ciudadanía sobre el acceso a la información como derecho es mínimo. El Informe del año 2002 sobre Desarrollo Humano de Naciones Unidas en la Argentina afirma que el 1% de los encuestados (sí, sólo el 1%) menciona el derecho a la información como un derecho relevante para la democracia. Y de ese porcentaje, sólo unos pocos saben cuáles son los canales adecuados para exigir información. Estos números no han variado en los últimos años. Y en cuanto a calidad democrática, ésta se mide por la calidad de las instituciones, es decir, por la forma en que quienes habitan una comunidad han sabido organizar su vida pública; son las reglas de juego y los mecanismos para hacer cumplir esas reglas de juego. Huelga decir que también en este aspecto la debilidad es enorme.
Como se puede apreciar, hay una gran tarea pendiente que requiere decisión política de los actores gubernamentales y de compromiso leal, activo y sincero de todos los actores sociales. No alcanza con la sanción de una ley. No será suficiente porque el acceso a la información implica la modificación de comportamientos, hábitos y expectativas que trascienden su consagración en normas. El desafío consiste no solamente en generar transformaciones en el Estado, fundadas en que la información no es propiedad de los funcionarios, sino que es patrimonio de todos; también implica alentar el compromiso cívico, procurando que el derecho a saber se difunda horizontalmente como parte de una noción más amplia: una efectiva participación ciudadana en las decisiones públicas.
Hubo avances y retrocesos en este tema, pero falta mucho más porque se trata de un proceso complejo, de recreación de confianzas recíprocas en el que se van articulando reglas formales e informales mediante las cuales se estructuran las relaciones entre los agentes sociales. Es una construcción colectiva, que debe ser mirada con perspectiva histórica. Nadie puede mirar para otro lado, pero, sobre todo, el Gobierno no debe declamar derechos humanos, sino que las instituciones del Estado, que el Gobierno administra, deben ofrecer garantías para su ejercicio. El acceso a la información es un derecho humano más y no se respeta; por consiguiente, nadie en su sano juicio puede decir hoy que los derechos humanos tienen vigencia plena en la Argentina. Queda un largo camino por recorrer.
© LA NACION
lanacionar