El absurdo del consenso
La era de la globalización digital es también la del fulgor de los sesgos cognitivos. Fenómenos como la cámara de eco, el sesgo de confirmación y otros no hacen más que reafirmar en cada uno de nosotros nuestro sitio de pertenencia a un lado en la famosa grieta.
Hay políticas que definen a un gobierno, y muchas que pasan sin estridencia a través de distintas administraciones y con el tiempo marcan el futuro de una sociedad. Sin embargo, las políticas que se aplican al gobernar no son, en general, las mismas que se necesitan para ganar elecciones. En este último caso, el corto plazo manda.
En la Argentina parecemos estar en un cortoplacismo permanente. Dos factores poderosos contribuyen al respecto. Uno, un calendario electoral bianual, que a veces puede implicar concurrir varias veces a las urnas en un lapso de meses. Y, en segundo lugar, dos modos electorales con afinidades definidas, aproximadamente con la mitad del electorado en cada uno; uno que prefiere candidatos que no sean peronistas, y otro que prefiere que no sean anti peronistas. Gran parte de este electorado es de centro, aunque se ubique en un modo u otro. Es decir que hay un centro que nunca votaría a un peronista que se presenta como tal y un centro que no votaría a un candidato antiperonista. Pero sí esta favor del diálogo, asume una postura pragmática y no demoniza al adversario. Esta masa crítica es la base del consenso.
Veamos cómo es el funcionamiento centrífugo de nuestra política electoralista. Los polos duros de cada modo, minoritarios, asumen una postura ideológica, cosa que no sucede con el resto mayoritario de cada modo. Cada polo estridente ensaya una estrategia de amigo-enemigo inaugurada por el kirchnerismo. Además de ser su némesis, cada uno es fatalmente imprescindible, ya que en su enfrentamiento necesitan del otro para existir. La oposición pronto fue ganada por esa lógica -y cuando le tocó ser gobierno tampoco terminó con ella.
El eje izquierda/derecha, típico ordenamiento de la política europea, no es el que organiza al electorado argentino mayoritario. La grieta es entre minorías ideológicas que chantajean al centro presentándose como el mal menor. La división entre modos es una construcción histórica política y social, entre el poder y las instituciones, entre la auctoritas personal y la potestas institucional, que en el derecho romano debían equilibrarse mutuamente. Esta tensión es prepolítica, no solo es preideológica, y en todas partes del mundo toda fuerza política sistémica es una expresión de poder institucionalizado. Pero los polos separados por la grieta le dan un contenido ideológico que no tienen, por ejemplo, la mayoría de sus respectivos gobernadores e intendentes.
Pero claro, en la carrera por el poder, con elecciones casi siempre a la vuelta de la esquina, en la cultura del hashtag y el espectáculo político, la estridencia de los polos funciona como la lógica del espectáculo: es siempre garantía del rating. Los políticos de los polos se encargan de acusar a sus propios socios partidarios del centro de tibios, débiles y colaboracionistas. Sin acuerdos, prima la incertidumbre y el cortoplacismo. Y este mismo conflicto entre los polos contagia al resto de la sociedad. De este modo, proliferan los enfrentamientos que frente a un Estado del minuto al minuto, sin rumbo y sin gestión, logran al final convertirse en subsidios, compensaciones, o cualquier otro tipo de renta. El conflicto paga, y el resto de la sociedad sufre la consecuente inflación, ya que no hay fisco que aguante.
Lo paradójico es que, luego de fagocitarse al centro, cuando llega el momento electoral, los polos claman por la unidad del pueblo argentino y hasta se bañan en las aguas de un absurdo consenso que dura menos que el asfalto electoral, en modo Instagram. Una vez en el gobierno, se prefiere no avanzar para ningún lado pero subsistir vociferando y chicaneando en modo Twitter.
Sin rumbo, ante una sociedad fragmentada que necesita que la política sea el que lidere y construya consensualmente las mayorías para que lo apoyen y le den estabilidad, prima el sálvese quien pueda y el oportunismo de los pescadores de rio revuelto. Nada que pueda terminar con los ciclos catastróficos, y con la destrucción del tejido social del que alguna vez estuvimos orgullosos.
Sin consenso no hay cambio. Así nos lo impone la Constitución. La grieta es la antítesis del consenso. Por eso necesitamos apasionados por el consenso, que neutralicen la lógica de los extremistas polarizantes. Sin consenso no hay cambio real. Se necesitan reformas estructurales y políticas de largo plazo. Hoy en la Argentina hace falta mucho coraje para estar a favor del diálogo. Es responsabilidad de la dirigencia y no solo política liderar ese consenso necesario, única vía para terminar con la decadencia.
Politóloga; Centro RA, Facultad de Ciencias Económicas, UBA