El 8N y el quiebre del relato presidencial
Cada uno de los que salió a la calle lo hizo expresando su malestar por cosas que ocurren en esta Argentina del presente. Algunos mostraron indignación por la impunidad del vicepresidente y por el modo como el Gobierno encubrió los hechos que se le enrostran. Hubo también quien reprochaba la mayor criminalidad que la Argentina exhibe o la imposibilidad de proteger los ahorros de un proceso inflacionario que se niega inexplicablemente.
Todos salieron a la calle a reclamarle al Gobierno que modere su soberbia y que no pretenda alterar las reglas constitucionales para perpetuar en su cargo a la Presidenta. No se sintieron convocados por "golpistas" porque nadie sintió que en esos reclamos estaba en juego el sistema democrático. Al fin y al cabo la democracia no es sólo votar periódicamente –como piensa el Gobierno- sino también convivir con la diversidad de pensamientos tolerando las visiones y críticas del otro.
Todo indica que desde el Gobierno nada de esto se ha visto. Ensimismado en sus lógicas, restó importancia a la demanda de un número no menor de ciudadanos a los que tildó sucesivamente de "facción ultraderechista" y de esbirros de supuestos golpistas. En su encierro conceptual, creyó ver en las calles a quienes pretenden volver a la Argentina del pasado.
Hubo también quien reprochaba la mayor criminalidad que la Argentina exhibe o la imposibilidad de proteger los ahorros de un proceso inflacionario que se niega inexplicablemente.
Quienes han hablado en nombre del Gobierno no han respondido a las demandas que se expresan en las calles. Nadie explica por qué se estatizó Ciccone y se prohijó a un vicepresidente que mintió sobre su vinculación con el hecho. Nadie explica por qué no existe la inflación que todos perciben ni el cepo que se ha impuesto al ahorro en divisas. Nadie explica cómo enfrentar el aumento de la criminalidad.
Una extraña convicción se expande en los despachos oficiales. Allí se piensa que si los problemas no se exhiben, definitivamente no existen. En esa inteligencia, no existe la inflación si no se habla de ella, como no existen más crímenes si no se los expone en el escenario de lo público. Sólo así, omitiendo lo que la realidad exhibe, es posible sostener un relato que, aunque persistente, no deja de mostrar sus contradicciones.
La épica declamada en los discursos presidenciales contrasta ferozmente con una gestión que parece signada por el desconcierto. Las arengas que atribuyen a la codicia de los "fondos buitre" el secuestro de nuestra fragata escuela en aguas africanas encubren la impericia de nuestros funcionarios que entregó al buque a las fauces de los acreedores. Las palabras grandilocuentes que declaman protección para los que trabajan se chocan sin remedio con el compromiso presidencial asumido con el sindicalismo más servil y con el gravamen que tributan quienes viven de un sueldo.
No se sintieron convocados por "golpistas" porque nadie sintió que en esos reclamos estaba en juego el sistema democrático.
Nada supone mayor desprecio a los sectores desposeídos que negar el proceso inflacionario que se vive. Nada supone mayor desaprensión a la creación de empleo que renunciar a la inversión privada. Nada supone mayor quebranto de la República que interferir desvergonzadamente en el accionar judicial.
Alguna vez dijo Lincoln que se les puede mentir a todos algún tiempo y se les puede mentir a algunos todo el tiempo. "Lo que no puede hacerse –concluyó- es mentirle a todos todo el tiempo". Eso es precisamente lo que ha determinado el quiebre del relato presidencial. Ya son muchos los que han advertido su inconsistencia y han empezado a sentirse engañados cuando la inflación se niega o cuando se dice que el cepo cambiario es un "mito urbano". Engañados cuando no se pueden ajustar salarios de gendarmes ni jubilaciones mientras se malgasta dinero en el fútbol o en la pésima administración de Aerolíneas Argentinas. Engañados deben sentirse Subiela y Saldaña cuando la Presidenta dice que en la Argentina del presente cada uno puede decir libremente lo que piensa. Ellos lo hicieron y padecieron la reprimenda pública y hasta la presión de la AFIP en represalia.
Una extraña convicción se expande en los despachos oficiales. Allí se piensa que si los problemas no se exhiben, definitivamente no existen.
Las movilizaciones sociales vividas por segunda vez en apenas sesenta días deben ser un llamado de atención. No ha habido superestructuras organizativas ni micros acarreando gente. En ellas se expresaron ciudadanos que aún no encontraron una alternativa al gobierno actual pero que han advertido lo difícil de apoyar a un gobierno que gestiona la cosa pública ignorando lo que efectivamente ocurre. Allí reside el malestar central: en el desconocimiento de la realidad del que el Gobierno hace gala. Muchos carteles y cánticos reclamaban simplemente poner fin a las mentiras.
Es bueno recordar en esta hora que la política no es otra cosa que el arte de administrar la realidad. Por eso, cuando la realidad se niega, uno administra expectativas, sentimientos o palabras, pero no la realidad. Entonces la realidad se cristaliza y, si manifiesta problemas, se agrava. Ese es el preciso instante en el que la política entra en crisis para convertirse en razón de ser del malestar social.
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