Ejes de una política para Malvinas
Pese a que hoy es un lugar común afirmar que la Argentina tiene una política de Estado respecto a las Malvinas/Falkland, así como en la década del 90 el lugar común fue decir que por fin se contaba con una política de Estado frente al tema de las islas y de que en la del 80, con el reinicio de la democracia, se hablara de la necesidad de forjarla, lo cierto es que no existe tal política. Ver cómo en cada década y en cada largo mandato (6 años de Alfonsín, 10 años de Menem y 12 años de kirchnerismo) se proclama su existencia es una prueba de esta carencia.
Pero, ¿qué es tener una política de Estado? A mi entender ello significa diseñar y aplicar una política pública de largo plazo en un área estratégica que hace al bienestar material y cultural de una nación. Una política pública involucra, por definición, a los tres poderes del Estado: el impulso tiende a provenir del Ejecutivo, pero no se limita a él ya que sin el concurso de los otros poderes difícilmente se pueda concretar de modo sostenido. A su vez, exige un acuerdo básico, político, social y plural en torno a los intereses colectivos en juego, las metas a procurar y los instrumentos a utilizar. Un acuerdo básico no es igual a consenso. Más aún; el disenso ideológico siempre está presente en la ejecución de una política de Estado, pues cada coalición sociopolítica en el gobierno determina los programas e iniciativas que contribuyen a su implementación. Las diferencias de énfasis, tácticas y estilos no ponen en entredicho el núcleo duro de una política de Estado. Bajo esta definición exigente la Argentina no ha tenido una política de Estado hacia las islas.
En consecuencia, en Malvinas es imprescindible ponderar la interrelación y simultaneidad de lo que llamo las cuatro D: derecho, diplomacia, divisas y defensa. En materia de derecho, se observan cambios relevantes. Si consideramos, por ejemplo, en la letra y la práctica, dos conceptos centrales -la integridad territorial y la autodeterminación-, mientras el primero parece replegarse, el segundo tiende a prosperar. Eritrea, Kosovo, Timor Este, Sudán del Sur y Crimea son, desde el fin de la Guerra Fría, ejemplos elocuentes. Si a ello sumamos los crecientes reclamos de autonomía por parte de minorías en distintos países, es posible observar cómo las concepciones absolutas de soberanía se ven erosionadas. Todo esto debería ser tenido en cuenta cuando la Argentina defiende la integridad territorial y la soberanía. La consistencia, previsibilidad y reputación son esenciales en un mundo en el que, por distintas razones, el derecho se va transformando. Cada error que se cometa se pagará caro y cada logro debe ser protegido.
La segunda D hace a la diplomacia. Como lo recuerda Hans Morgenthau, el padre del realismo en política exterior, ella implica determinar objetivos precisos; reconocer el real poder propio y el de la contraparte; y desplegar los medios adecuados para alcanzar los fines propuestos. Sin claridad al respecto pasaremos como, ya hemos pasado, de la diplomacia de la seducción de los años 90 a la actual diplomacia del enojo. Si hace dos décadas se asumió que la unipolaridad era una condición inexorable, hoy se presume que la multipolaridad es un hecho consumado. En ambos casos, el diagnóstico sobre el mundo ha tenido consecuencias sobre el manejo de Malvinas. Las sobreactuaciones de ayer y de hoy han sido, y son, improductivas. Los dos desafíos diplomáticos de la Argentina son cómo lograr la convergencia de intereses tangibles con Latinoamérica y el respaldo de potencias gravitantes (incluido, Estados Unidos) en torno a Malvinas y cómo distinguir la diferencia entre dialogar y negociar, sabiendo que es importante generar un espacio para tratar mucho mejor a los isleños como su jetos y convenir bilateralmente con Gran Bretaña sobre el futuro de las islas.
La tercera D indispensable es la que hace a las divisas. Nuestros reiterados ciclos de auge y colapso nos hacen muy mal en lo interno y también en lo externo. El país no termina de acumular recursos tangibles que puedan trasladarse al terreno internacional. Gran Bretaña hoy tiene, como parte de la declinación relativa de Occidente, menos poder que en el pasado, pero la Argentina no usó el largo ciclo democrático de tres décadas para constituirse en una potencia emergente del Sur. Estado y sociedad deberían entender que a mayor prosperidad socioeconómica, mejores probabilidades de recuperar pacíficamente las islas.
Y la cuarta D es la más controversial: la defensa. Hablar de defensa se ha tornado casi imposible. Los progresistas denuncian que ello es una excusa para frenar una política activa de derechos humanos y que deliberar al respecto tiene un potencial efecto nocivo sobre las relaciones cívicomilitares. Los conservadores pretenden incrementar la influencia y el presupuesto de las fuerzas armadas y quieren a los militares participando en la "guerra contra las drogas". El país rehúsa, en un entorno mundial muy complejo, repensar el vínculo entre política exterior y defensa. No se trata de aumentar desmedidamente los gastos militares, sino de diseñar y aplicar una elemental estrategia disuasiva y defensiva.
Así, el esbozo de una política de Estado hacia Malvinas exige, al menos, reflexionar y deliberar sobre las cuadro D. No hacerlo es un error estratégico.