EI, la imagen de la crueldad
El grupo islámico que desafía a Occidente con su sangriento show mediático pone en evidencia, más que un choque entre civilizaciones, los extremos de sobreactuación a los que lleva la falta de horizontes y de sentido
El mundo ha quedado horrorizado por la brutalidad de las decapitaciones recientes llevadas a cabo por el grupo EI (Estado Islámico) y por las imágenes provenientes del video, que se distribuyeron por nuestros medios y pantallas. EI es una de las escisiones de Al-Qaeda, forma de terrorismo que, al haber sido a su vez decapitado, se multiplicó como la Hidra, con la particularidad de que las nuevas cabezas están mostrando ser aún más crueles que la original. Lo hemos visto también en el caso de los Soldados del Califato, que degollaron hace pocas semanas a un ciudadano francés. La foto que se distribuyó masivamente es una forma de escena primitiva que nos desconcierta y paraliza por completo. Nada se compara en terror a esa imagen, muy superior en impacto a la de un avión poniendo en su mira a un edificio y haciéndolo estallar segundos después. Lo primero, desata un terror ancestral; lo segundo, no supera a la escena de un videogame.
La astucia de estos grupos les ha permitido utilizar el eco amplificador de Occidente para vehiculizar estos actos abominables. Uno de los pocos medios que reaccionaron con justeza a esta utilización fue el diario británico The Independent, que el 5 de octubre, luego de la decapitación del trabajador humanitario británico Alan Henning, tituló sobre una página negra, lo siguiente: "El viernes un piadoso e inocente ser humano fue asesinado a sangre fría. Nuestros pensamientos están con su familia. Fue asesinado en cámara, con el solo propósito de obtener propaganda. Aquí están las noticias, no la propaganda". De este modo, omitieron publicar la foto del verdugo vestido de negro, encapuchado y con una pistola colgada del hombro, que, con un cuchillo en la mano, y un hombre arrodillado en el piso vestido de naranja como los presos de Guantánamo, se apresta a cortarle el cuello.
La depurada maquinaria de propaganda muestra que esta gente comprende bien cómo apalancarse en la civilización que desean destruir. Utilizan sus medios de comunicación, su sistema financiero, su mercado negro del petróleo y hasta su propia estética televisiva. Así, editaron hace poco un video en el que hacen hablar como vocero de la organización, y como si fuera un presentador de un programa, al periodista británico John Cantlie. El video se permite la ironía de llamarse "Lend me your ears", frase que recuerda el discurso de Marco Antonio en el funeral del Julio César de Shakespeare. La reproducción viral de estos materiales en nuestras redes tal vez sea fruto de la extraña y morbosa fascinación que produce el mal. Lo que está claro es que EI lidera la batalla psicológica, objetivo primario de su accionar.
Más allá de todo, el mundo se interroga acerca del significado de este grupo y de estos métodos en esta fase avanzada de la historia. Pero tal vez nuestro estupor provenga de que estamos inclinados a pensar transversalmente, en todas las áreas, la noción de progreso. Porque si la humanidad vive en una edad de progresiva homogeneización en términos tecnológicos y científicos, y la globalización ha generado patrones comunes de referencia, en los planos más básicos de la convivencia humana las asimetrías son inmensas. Mientras algunos degüellan alegremente a sus semejantes, en otros lugares del planeta se debate si es legítimo sacrificar a la perrita Excalibur de la enfermera que contrajo el ébola, y una corte en Nueva York analiza si un chimpancé tiene derechos como un humano. Lo que deja traslucir nuestra propia incredulidad ante estas imágenes es que hemos ido demasiado lejos en la ilusión de que la humanidad progresa moralmente. Éste es uno de los problemas que hace crujir nuestro futuro: la tensión entre un mundo que avanza como una liebre en casi todos los terrenos, y como una tortuga -o a veces un cangrejo- en este plano fundamental. El desconcierto proviene de imaginar que el paso del tiempo y de la historia va en la dirección de erradicar el Mal, cosa que se notó también en el discurso de Obama: "Estado Islámico no tiene cabida en el siglo XXI".
En todo caso, estas imágenes tocaron una fibra intolerable para el común de los mortales. "Es un acto de violencia que agita la conciencia del mundo entero", agregó Obama. Pero, en este caso, no se trata sólo de violencia. No vivimos en un mundo que reaccione ante la mera violencia: la guerra civil en Siria lleva 4 años y fueron asesinadas 200.000 personas. Aquí hay algo más profundo: la reacción colectiva llega cuando se toca la crueldad más gratuita y pura, desprovista de todo sentido. Estamos acostumbrados a tolerar la violencia que viene disfrazada de una necesidad histórica o de una finalidad mayor, pero no aquella que se agota en su propia gratuidad. Decía Baudrillard que al terrorismo cualquier masacre le sería perdonada, si tuviera un sentido, si pudiera interpretarse como violencia histórica. ("Tal es el axioma moral de la buena violencia".) Ésta es exactamente la fibra que entendió EI que tenía que tocar, para provocar la reacción de la coalición que los enfrenta, y con ello monopolizar la primera plana.
Ahora bien, lo que esta gente amenaza con degollar, además de sus rehenes, es todo entendimiento posible entre Occidente y el islam. Y éste es uno de los daños indirectos más profundos. Porque esas fotos convierten en una caricatura malvada a los 1600 millones de musulmanes que viven hoy en el mundo. Como señala en su libro Zachary Karabell (Peace Be Upon You: Fourteen Centuries of Muslim, Christian and Jewish Conflict and Cooperation), la animosidad entre el islam y Occidente es fogoneada por la ignorancia mutua y la memoria selectiva. Su libro está destinado a mostrar cómo cristianos, judíos y musulmanes han sabido vivir también a lo largo de 1400 años períodos enteros de convivencia constructiva. Karabell narra cómo los Estados musulmanes, en ese lapso, permitieron la diversidad religiosa y no insistieron en tratar de convertir a los otros credos. Y señala que es necesario que ambos, tanto el islam como Occidente, retomen esas raíces y comprendan que no es inevitable un choque entre civilizaciones. Si fue posible convivir antes, debiera ser posible hoy. Por supuesto que para ello es clave que el islam que no acuerda con los métodos de EI, ni con la intolerancia, condene ambas cosas abiertamente.
Más que un choque entre civilizaciones acaso estemos ante un choque entre espectros. Cuando se les da la oportunidad, los temores básicos que tienen los hombres tienden a ser corporizados en alguna figura. Esta tendencia proviene de la ilusión de que si se recorta con nitidez lo que nos amenaza en la vida, tendemos a sentirnos más seguros. EI trabaja para capturar los espectros de Occidente, tal como Occidente concentra para muchos musulmanes los espectros amenazantes contrarios. Pero hay en EI un terrorismo banal, es decir, no es toda gente motivada por ideas supremas. Se sabe que muchos de sus reclutas, que provienen de las entrañas de Occidente, no pasarían un test básico de conocimientos sobre el islam. Tal vez habría que entender la radicalización como la contracara de quienes padecen la ausencia de raíces. Y tal vez sea la ausencia de sentido lo que lleva a adherir a prácticas que sobreactúan el sentido y sus modalidades perversas.
Finalmente, cabe preguntarse: ¿es la crueldad del hombre anterior o posterior a sus ideas y creencias? ¿Son las ideas de determinada religión, o de determinado modo de ver el mundo lo que produce la crueldad? O, por el contrario, existe una crueldad inherente al hombre mismo, siempre latente, que encuentra luego las ideas que le sirven para vehiculizarse y para realizarse como propósito? Tenemos que comprender que la energía más profunda de la crueldad es anterior a la excusa que le sirve para expresarse. Sea que se mate por Dios, por la patria o por un texto sagrado, hay que asumir que esta pulsión no será erradicable ni superable por ningún período histórico, ni en Oriente ni en Occidente. Ésa es la vigilancia que el hombre no puede dejar de ejercer consigo mismo. Hemos avanzado en el conocimiento del macrocosmos y del microcosmos, pero apenas comprendemos todavía al hombre, lo que realmente define la vida en nuestro planeta.