Egresados de aulas cerradas, el sacrificio de una generación
Un padre y una madre sientan a su hijo o a su hija de 17 años y le dicen: "Este año no irás a la escuela, no practicarás deporte, no saldrás con tus amigos ni invitarás a nadie a casa, no harás el viaje de egresados ni irás a ninguna fiesta. No saldrás los fines de semana, no irás al cine, ni tampoco a lo de los abuelos. Olvidate, también, de hacer planes para las vacaciones". La escena parece remitirnos a un experimento cruel. Y provoca inevitables interrogantes: ¿qué secuelas le quedarán al adolescente después de semejantes restricciones? ¿Qué marcas dejará en su vida la ausencia de esas experiencias? ¿Cómo va a asimilar la pérdida de cosas que no podrá recuperar? Esta es la situación que atraviesan casi medio millón de adolescentes argentinos que deberían estar cursando su último año del colegio secundario. Es una generación de egresados virtuales, que probablemente carguen con un trauma que hoy recién se está incubando.
El cierre de las escuelas ha provocado múltiples consecuencias, muchas de ellas todavía ocultas y difíciles de dimensionar. La situación más dramática es, sin duda, la de los chicos que han perdido toda conexión con el colegio y han quedado a la intemperie, expuestos a todos los riesgos que implican los contextos de alta vulnerabilidad. Pero entre los alumnos que terminan un ciclo la situación adquiere matices singulares y podría provocar una suerte de herida generacional.
La suspensión de clases presenciales no solo ha tenido un impacto estrictamente educativo. Ha implicado, en términos psicológicos, la pérdida irreparable de una experiencia vital. Ha encerrado más a una generación que ya vivía muy encerrada. Ha acentuado la dependencia tecnológica de jóvenes que ya lidiaban con ese problema
La suspensión de clases presenciales no solo ha tenido un impacto estrictamente educativo. Ha implicado, en términos psicológicos, la pérdida irreparable de una experiencia vital. Ha encerrado más a una generación que ya vivía muy encerrada. Ha acentuado la dependencia tecnológica de jóvenes que ya lidiaban con ese problema. Los ha alejado del mundo real, del contacto físico con los otros, de los roces naturales que implican maduración y crecimiento. Los ha expuesto a una convivencia forzada en contextos y espacios familiares que en muchos casos no son ideales. Los ha dejado sin desahogo, con energías reprimidas y sueños frustrados. A muchos les ha alterado el sueño. ¿Cuáles serán las consecuencias? Varios especialistas ya hablan de un impacto en la salud emocional de los adolescentes, con mayores niveles de ansiedad y fragilidad, con mayores riesgos –también– de caer en cuadros depresivos, desórdenes alimentarios y adicciones.
Lo único que les ha quedado a los adolescentes es el celular y, con él, las redes sociales. La tecnología ha sido una tabla de salvación, porque los mantuvo conectados con el mundo. Si su vida ya pasaba en buena medida por las pantallas, esa tendencia se agudizó. Aquellos padres que intentaban limitar el uso de dispositivos tuvieron que flexibilizar o suspender esas reglas. Los chicos quedaron encorsetados en su mundo virtual, más aislados en burbujas digitales y dependientes de las redes para tejer y sostener sus vínculos sociales; más expuestos –también– al riesgo de manipulación a través de los gigantes tecnológicos. Los celulares han sido un salvavidas, pero también un peligro. Muchos padres miran con preocupación la dependencia digital, que lleva a millones de adolescentes a un sedentarismo extremo y a sumergirse en un mundo que los adultos desconocen; un mundo que puede ser estimulante pero también oscuro, que puede incentivar la creatividad pero a la vez el retraimiento, y que ayuda a conectar pero ensancha también desigualdades.
No pueden hacerse generalizaciones ni apresurar conclusiones. Es evidente que así como la tecnología los ha ayudado, también lo ha hecho la capacidad de adaptación de una generación que parece más flexible y permeable a los cambios. Por supuesto, el tránsito de los adolescentes por esta emergencia también depende, en gran medida, de sus entornos familiares, de la contención que encuentren en sus hogares y de los recursos simbólicos y emocionales que tengan a su alrededor. En cualquier caso, parece claro que necesitarán un fuerte apoyo y un buen acompañamiento para superar una especie de duelo generacional por pérdidas que nunca habían imaginado.
La pandemia y el manejo que se ha hecho de ella en la Argentina (con una cuarentena interminable que no registra parangón en el mundo) ha dejado secuelas de muy diversa naturaleza en distintos estamentos de nuestra sociedad. Pero al cabo de siete meses, es inevitable que nos preguntemos por el costo anímico y emocional en una franja generacional a la que todo este proceso le ha amputado una parte importante de su juventud y la ha expuesto a una situación sofocante. La ha dejado, además, en desventaja para iniciar la vida universitaria o laboral, para forjar en definitiva su futuro.
Se podrá decir que, ante la necesidad de preservar la salud, todo tiene una jerarquía menor. ¿Qué importan los ritos de egresados y el cierre de las escuelas en medio de una pandemia que nos amenaza a todos con la enfermedad y la muerte? Ese planteo, que domina la retórica del poder, implica sin embargo una trampa, además de encerrar falsedades y simplificaciones sin sustento científico. ¿No importa el sacrificio de una generación que ha cambiado la alegría por el miedo, la libertad por el encierro, el futuro por un presente incierto? Hay restricciones y pérdidas que, por el riesgo sanitario, fueron y son inevitables. La escuela, sin embargo, podría haber atenuado el desamparo.
Una cosa era cerrar todo hasta acomodar el sistema de salud, establecer protocolos y aprender a cuidarnos y a cuidar a los demás. Otra es persistir en esta suerte de limbo y de parálisis durante más de doscientos días, sin que eso haya garantizado índices bajos de muertes y contagios.
Se ha querido ver a la escuela como un lugar peligroso, en lugar de esforzarse para que fuera un ámbito de contención, de resguardo y de cuidado. Extraña y paradójicamente, el Ministerio de Educación de la Nación trabajó durante meses para que no volvieran las clases presenciales. Ahora intenta con timidez salir de ese laberinto, pero las consecuencias ya son muy gravosas. Con dogmatismo y rigidez, se negaron a ver que la escuela no era un espacio más riesgoso (ni menos esencial) que otros que nunca fueron cerrados. No tendría por qué haber en los colegios mayor riesgo que en un hipermercado, una comisaría o un banco. Pueden ser, incluso, mucho más seguros que esos lugares. Los chicos –es sabido– son los menos vulnerables frente al virus. En la provincia de Buenos Aires, el 67% de los alumnos viven en un radio de 20 cuadras del colegio, de manera que no dependen del transporte público. Pero ni siquiera se hizo lugar al análisis. Se cerraron las escuelas, y punto. Sin medir consecuencias a largo plazo.
Se negaron, también, a explorar opciones intermedias. No era "todo como antes" o "todo cerrado". No era lo mismo La Matanza que Laprida. No eran todos o ninguno. Faltaron voluntad e imaginación. Ahora se intenta hacer lo que se podría haber hecho hace cinco meses, como lo hizo Uruguay sin sufrir costos sanitarios. Con la cuarentena eterna se han sacrificado empleos, proyectos, comercios, empresas y educación, además de libertades. Pero se ha hipotecado también la vitalidad de una generación de adolescentes. Se les ha pedido que renuncien a cosas que nunca podrán recuperar, y a todas juntas. Es un sacrificio demasiado grande para chicos que ya estaban expuestos a otros riesgos y amenazas. Que no los veamos llorando por las calles no significa que no haya traumas profundos incubándose en los hogares. Vale la pena que pensemos en ellos, que los abracemos, los escuchemos y les demos fuerzas para encarar el futuro. Es una generación que necesita más que nunca el sostén de los adultos.