Eficiencia y desregulación: objetivos, prejuicios e ideología
¿Cuál es el tamaño “óptimo” del Estado? ¿Son aplicables y beneficiosos los conceptos y métodos de las empresas privadas para reestructurar organismos públicos? ¿Hay experiencias positivas? ¿Qué lecciones dejan?
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Donald Trump acaba de designar a dos conocidos empresarios del sector tecnológico, Elon Musk y Vivek Ramaswamy, a cargo de la nueva Oficina de Eficiencia del Gobierno: una iniciativa destinada a reducir el tamaño de la burocracia estatal, simplificar o eliminar regulaciones innecesarias que desalientan la inversión, la innovación y el espíritu emprendedor y, paralelamente, implementar soluciones tecnológicas que agilicen, vuelvan más transparente y “despoliticen” (es más correcto hablar de “despartidización” o “desideologización”) el sector público. Esto actualiza un viejo debate que reverbera en (e interpela a) la Argentina actual: ¿cuál es el tamaño “óptimo” del Estado? ¿Son aplicables y beneficiosos los conceptos y métodos imperantes en las empresas privadas (con fines de lucro) para orientar las reestructuraciones de organismos públicos (sin fines de lucro)? ¿Existen experiencias positivas de intervención directa de líderes del sector privado en la gestión del Estado? ¿Qué lecciones pueden extrapolarse?
Al menos hasta ahora, cada vez que se intentó trasladar acrítica o automáticamente casos exitosos de liderazgo o de transformación del mundo privado o la sociedad civil al sector público resultó en fracaso. Eso fue así en países con culturas y tradiciones muy diferentes. Siempre aparecieron elementos en común: la especificidad y la complejidad del Estado, sus peculiares reglas y la resistencia y resiliencia de las burocracias tornan mucho más intrincados e inciertos los procesos de modernización o racionalización. Vale recordar el estrepitoso resultado que obtuvo Vicente Fox en México, cuando contrató headhunters para llenar las posiciones más importantes de su gobierno, como hacía cuando se desempeñaba como CEO de una multinacional de gaseosas en su país. O cuando un empresario sofisticado y muy exitoso como Sebastián Piñera se encontró con enormes dificultades al pretender aplicar sus métodos de toma de decisión las dos veces que ejerció la presidencia de Chile. Gonzalo Sánchez de Losada en Bolivia y Horacio Cartés en Paraguay también chocaron con obstáculos similares y enfrentaron (y tal vez sin querer promovieron) numerosos conflictos por no terminar de comprender la lógica de la política y la gestión del Estado, algo que le costó un enorme esfuerzo a Mauricio Macri, en especial en su primera gestión como jefe de gobierno de Buenos Aires. Algunos creen que terminó sobreadaptado a la dinámica más lenta que gradualista que caracteriza la cultura de nuestra administración pública y que eso sesgó sus preferencias a la hora de definir la estrategia en la primera etapa de su desaprovechada presidencia. En ese sentido, la inexperiencia de Javier Milei en materia política y de gestión pública parece ser, más que una limitación, un beneficio: pudo contagiar a su gobierno de un sentido de urgencia y de impronta de gesta transformacional más vertiginosa y efectiva.
Federico Sturzenegger, a cargo del Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado, implementa un sinnúmero de reformas orientadas a desregular, modernizar y reducir el tamaño y las áreas de involucramiento del Estado. Lleva adelante un loable esfuerzo, fruto de un riguroso trabajo previo que viene elaborando junto con su equipo desde hace 3 años: un plan de acción que nació como parte del proyecto presidencial de Patricia Bullrich. Economista de formación y destacadísimo académico, Sturzenegger trabajó hace tres décadas en la empresa pública más grande del país (YPF), integró los equipos económicos de Ricardo López Murphy y Domingo Cavallo como secretario de Estado, fue presidente del Banco Ciudad (institución que reinventó), luego diputado nacional y titular del Banco Central. Tiene un largo recorrido por el sector público y comprende sus meandros y sus típicas trabas. Sin esa rica trayectoria personal, nada de lo que está haciendo ahora sería posible.
En Estados Unidos no fue un empresario sino un político típico del establishment, formado en las universidades de élite, el que implementó la reforma del Estado más rigurosa y efectiva hasta el momento: Al Gore, vicepresidente de Clinton y malogrado candidato presidencial en 2000. Su iniciativa, que pasó a la historia con un pomposo nombre (Reinventing Government), revisó el aparato estatal y anuló una enorme cantidad de agencias y programas sin sentido y que se acumulaban inercialmente, en particular en el área de regulación del comercio y de la defensa nacional. En contraste, Trump incorporó en su primera presidencia un gran número de funcionarios que venían del sector privado (de banca, energía, farmacéuticas y consumo masivo) y, si bien se implementaron algunas desregulaciones y bajaron los impuestos a los segmentos más pudientes, no priorizó reformar o mejorar la eficiencia del aparato del Estado. En esta oportunidad ganó de forma arrolladora y tiene un control mayor de su partido y hasta cierto punto del Congreso, aunque contar con mayorías republicanas no significa que sorteará los controles que establece la Constitución ni las típicas negociaciones con “sus” legisladores, en especial, en el Senado. Hasta ahora, prevalece el nombramiento de colaboradores identificados con sus prioridades y que, al menos en principio, permanecerán alineados con él, a diferencia de lo ocurrido durante su primer mandato (2017-2021), cuando encontró resistencias entre numerosos integrantes de su gobierno y de su partido (en especial en el Congreso). Algunos, como Pete Hegseth, designado al frente del Pentágono, y Matt Gaetz, candidato a procurador general, son personajes polémicos, por ponerlo de una manera elegante, que generan controversias dentro y fuera del GOP. Incluso algunos allegados a Trump creen que el Senado difícilmente los confirme (procedimiento fundamental para cargos jerárquicos que sería muy sano emular en nuestro país).
Al margen, se desató un debate respecto de los flamantes titulares a cargo de Eficiencia del Gobierno: son dos personas brillantes y exitosas, pero carecen de pergaminos en la función pública. ¿Están capacitados estos líderes del sector privado para desempeñar eficazmente funciones complejas y desafiantes en el sector público?
Musk es la persona más adinerada del mundo y está al frente de empresas tecnológicas claves como Space X, Neuralink y xAI, mundialmente reconocidas por su capacidad para innovar y por mover la frontera del conocimiento y de su aplicación práctica. Asimismo, es CEO y principal accionista de Tesla, automotriz especializada en autos eléctricos que, curiosamente, se ha beneficiado de una enorme cantidad de subsidios que se promueven en ese segmento en el marco de la transición energética y el gradual abandono de las fuentes de energía basadas en combustibles fósiles, como naftas, gasoil y gas. Aunque parezca contradictorio, estas cuestiones son fundamentales para la agenda woke que, por sus excesos, ha sido tan criticada (a menudo, con bastante razón) por los republicanos. Ramaswany, mucho menos conocido, es un joven billonario que tuvo un raudo y extraordinario paso por la industria farmacéutica y se destacó como inversor en tecnología. Lanzó una precandidatura presidencial en este ciclo que rápidamente terminó dominando Trump. Sin trabajo previo, planes concretos ni una hoja de ruta respecto de prioridades, Musk prometió ahorros extraordinarios para el contribuyente norteamericano. Ojalá lo logre, pero resulta una paradoja que, para achicar el Estado, comiencen por crear una nueva agencia que deberá contratar empleados y gastar en oficinas. Desde afuera siempre es fácil criticar.