Tras cuatro años en la presidencia, tanto la impronta narcisista del líder que ahora busca su reelección como su desapego por las normas y las instituciones han degradado el sistema político de EE.UU. a un punto que parecía impensable,jon lee anderson. El reconocido cronista afirma que, con un presidente que desprecia los contrapesos a su poder, la democracia de Estados Unidos "hace agua"
WASHINGTON
Cuando Donald Trump ganó la elección presidencial de 2016, la mitad del país que votó en su contra y quedó desolada se aferró a una esperanza: las instituciones de Estados Unidos, un sólido andamiaje erigido a lo largo de más de dos siglos, impondrían límites a su gobierno.
Casi cuatro años después, la realidad reveló la ingenuidad de ese anhelo. Trump logró doblegar a las instituciones del país a tal punto que el mensaje central de los demócratas para sacarlo de la Casa Blanca en las elecciones del mes próximo es que la democracia norteamericana, la más longeva del mundo, tambalea.
"No dejen que les quiten su poder. No dejen que les quiten su democracia", imploró al país este año Barack Obama. El diario The Washington Post, uno de los blancos predilectos de Trump en sus ataques a la prensa, publicó por primera vez una serie de siete editoriales con un solo propósito: dar cuenta del daño inflingido por el trumpismo, y el riesgo que conllevaría un segundo mandato del magnate. "Nuestra democracia en peligro", fue el título elegido por el Post para esa serie. Y hasta un grupo de republicanos tradicionalistas, admiradores de Ronald Reagan y guardianes del conservadorismo, formaron The Lincoln Project, una organización que hace campaña en contra de Trump y los republicanos solo para prevenir heridas más profundas y cuidar el tejido institucional.
Desde que pisó la Casa Blanca, Trump -que esta semana volvió a la Casa Blanca luego de tres días de internación por Covid-19- estiró los límites de la presidencia. Vilipendió a jueces, a rivales, a sus propios funcionarios, a miembros de su propio partido que lo criticaron y a los periodistas, a quienes llamó "escoria absoluta", "la gente más deshonesta del mundo" y "el enemigo del pueblo", y les adosó el término fake news a discreción y conveniencia. Mintió, avivó guerras culturales y cavó en la grieta para acumular poder. Hizo todo lo posible para mancar las investigaciones federales sobre su campaña, su gobierno, sus negocios y su entorno, se negó a cooperar con el Congreso en el juicio político por el Ucraniagate y ocultó sus finanzas personales para escapar de un escrutinio al que se sometieron todos sus antecesores desde Gerald Ford, en 1974. Sus críticos también le achacan haber politizado al Departamento de Justicia para tumbar rivales y protegerse a si mismo y a sus leales, y haber usado la presidencia para beneficiar a sus negocios, a su familia y a sus aliados.
Ya sea la pandemia o el cambio climático -que tildó de "farsa"-, Trump ninguneó a la ciencia. Y en plena campaña llegó a poner en duda la legitimidad de las elecciones y amenazó con desconocer una eventual derrota. Para sus detractores, Trump ha sido el presidente más corrupto de la historia. Para sus seguidores, envueltos en una lealtad de amianto, es solo un presidente "poco convencional".
"En todos los frentes, Trump definitivamente es un presidente que ha tensado más que fortalecido nuestras instituciones", resumió Julian Zelizer, historiador de la Universidad Princeton.
Un temor latente en Estados Unidos es que el trumpismo, de prevalecer, termine por corroerlo todo. James Robinson y Daron Acemoglu, autores de Por qué fracasan los países y El pasillo estrecho, argumentan que las instituciones pierden poder cuando los valores democráticos son atacados, la prensa y la sociedad civil son neutralizadas, y las transgresiones quedan impunes o se normalizan. Un país queda adormecido, entumecido. Una erosión paulatina de los controles y las salvaguardas lleva a un repentino colapso institucional. "Tal fue la historia de Venezuela bajo Hugo Chávez", escribió Acemoglu, en un reciente artículo para la revista Foreign Affairs. Robinson dijo que la situación actual de Estados Unidos es "calamitosa" y "aterradora".
"El país está dirigido por personas que no creen en las instituciones. El presidente Trump no cree en las instituciones", sintetizó Robinson, profesor en la Universidad Chicago. "Esta probablemente sea la mayor prueba para las instituciones del país desde la Guerra Civil".
Ruth Bader Ginsburg, la jueza de la Corte Suprema que se convirtió en un ícono cultural y feminista, y cuya reciente muerte causó conmoción y abrió una dura pelea por el futuro del máximo tribunal -un pilar institucional que moldea el rumbo del país-, ya había advertido en el mensaje que brindó en su audiencia de confirmación ante el Senado, en 1993, que la defensa de los derechos y la protección de la constitución era responsabilidad de todos los poderes, y una tarea continua.
"Los jueces de la Corte Suprema son los guardianes de la gran carta que ha servido como instrumento fundamental de gobierno de nuestra nación durante más de 200 años. Es la constitución escrita más antigua que rige en el mundo", dijo Ginsburg. "Pero los jueces no solo protegen los derechos constitucionales. Los tribunales comparten esa profunda responsabilidad con el Congreso, el Presidente, los estados y el pueblo. La realización constante de una Unión más perfecta, aspiración de la Constitución, requiere la participación más amplia, diversa y profunda en asuntos de gobierno y política gubernamental", afirmó.
El voto y la protesta
El pueblo, señalan Robinson y Acemoglu, actúa de dos maneras: con el voto y la protesta. El asalto de Trump tocó a ambos. Trump atacó los comicios que ganó hace cuatro años, al afirmar que había perdido el voto popular porque hubo "tremenda trampa", y este año dijo que la elección será "la más fraudulenta de la historia" por la cantidad de votos que se enviarán por correo -se espera que hasta 80 millones de personas dejen su sufragio en el buzón por la pandemia-, y que su rival, Joe Biden, solo puede ganar "si la elección está arreglada", todas acusaciones sin asidero. Como corolario, se negó a comprometerse a una transferencia pacífica del poder si pierde.
Trump también cargó contra la ola de furia en las calles en contra del racismo que energizó al movimiento #BlackLivesMatter, heredero del movimiento de los derechos civiles de los años 60. Proclive a hablar en hipérbole, acusó al movimiento de ser "un símbolo de odio", tildó a los manifestantes de "anarquistas profesionales, turbas violentas, incendiarios, saqueadores, criminales, alborotadores", y borró por momentos la frontera entre la violencia -saqueos, incendios, vandalismo- y las protestas pacíficas. Para imponer "ley y orden", sacó al Ejército a las calles y mandó a reprimir una manifestación frente a la Casa Blanca para sacarse una foto frente a una iglesia sosteniendo una biblia, poco después de que se dispersó el gas lacrimógeno. Trump, acusado de racista por sus detractores, ofreció a su vez guiños a supremacistas blancos y a grupos que alientan teorías conspirativas, como QAnon.
Contra la prensa
Uno de los rasgos salientes de la presidencia de Trump fue su ofensiva incansable contra los medios de comunicación. Paradójicamente, Trump ha sido uno de los mandatarios más accesibles de la historia para los periodistas. Su cuenta de Twitter es una ventana a su mente. Y el presidente ha respondido preguntas casi a diario, ya sea en conferencias de prensa improvisadas en los jardines de la Casa Blanca, al pie del avión presidencial o desde la sala de prensa. Tiene dos canales predilectos: Fox News y OAN (su nuevo favorito), dos cadenas afines donde suele brindar entrevistas "uno a uno" que niega a CNN, NBC o MSNBC, algunos de los medios más críticos.
Jeff Jarvis, profesor de periodismo en la Universidad de la Ciudad de Nueva York, señaló que el ascenso de Trump y su ofensiva coincidió con una época en la cual los medios en Estados Unidos ya estaban bajo presión, intentando adaptarse a la era de internet y las redes sociales. Las instituciones, apuntó Jarvis, deben decidir si se adaptan o si se vuelven obsoletas y son reemplazadas. Ese era el entorno en el que navegaban los medios cuando Trump se lanzó a la política nacional, recostado en su predilección por una plataforma que usa como nadie: Twitter. En ese terreno, Chávez o Cristina Kirchner pueden ser vistos como antecesores en América Latina. Jair Bolsonaro, como un discípulo.
"Trump es la última resistencia del hombre viejo blanco. El hombre viejo blanco se da cuenta de que está perdiendo el poder, está perdiendo el control sobre el poder, está perdiendo su derecho al poder. Y en lugar de compartir las instituciones que controlan con las personas que vienen después, prefieren destruirlas, quemarlas", describió Jarvis. "El autoritarismo, para funcionar, tiene que destruir toda otra autoridad. Toda autoridad independiente. Crees en la persona, no en el principio. Entonces, ya sea ciencia, educación o periodismo, están tratando de destruir todo eso", ahondó.
Además de la necesidad de socavar la credibilidad de la prensa crítica, Jarvis dijo que los ataques de Trump a los medios también responden a su ego y su deseo de "controlar el espectáculo", moldear el relato de su presidencia, una actitud que ayuda a entender además su apego por las redes sociales. Este año, Trump rompió su propio récord en Twitter el 6 de junio, al postear 200 mensajes, 37 propios y 163 retuits.
"En el caso de Trump, es la institución de su ego. Es una creación mediática. Así que espera controlar su espectáculo y si no puede, pasa a la ofensiva", apuntó Jarvis.
Twitter ha sido su plataforma predilecta para desplegar su relato. Acumuló más de 20.000 declaraciones falsas o engañosas en su presidencia hasta julio de este año, según el conteo de The Washington Post.
En 2016, era común escuchar entre los votantes de Trump que uno de los motivos por los cuales lo apoyaban era porque esperaban que condujera al país y la presidencia como si fuera su propio negocio. Fue lo que hizo. Según el historiador Zelizer, "Trump se siente cómodo borrando las líneas entre su propio interés personal, ya sea la reelección o sus negocios, y la presidencia. No ve ninguna razón para mantener una división real formal entre ambos. Eso es bastante dramático de ver".
Desvergüenza
Zelizer dijo que cada presidencia tuvo "elementos malos". Pero lo que distingue a Trump del resto es su abierto desapego por las normas y las tradiciones, y la forma en la cual se mueve rodeado de un aura de impunidad y desvergüenza. Acorralado, contraataca. Cuando los demócratas lo acusaron de abusar de la presidencia y entrometer a otro gobierno en el proceso electoral al presionar a Ucrania para investigar a Biden y favorecer su reelección, Trump fue más allá: dijo ante las cámaras en el jardín de la Casa Blanca que China también debía investigar a Biden. En una de sus primeras entrevistas en televisión, Trump reconoció -de nuevo ante las cámaras- que había echado a James Comey, director del FBI cuando asumió, porque investigaba las conexiones de su campaña con el gobierno de Vladimir Putin.
"Cada presidencia tiene algo malo, pero Trump es único. Siempre hubo un compromiso con el gobierno y las tradiciones de las instituciones. Incluso Richard Nixon hizo todo lo malo en privado, porque entendía que no podía hacer todo lo que hizo. Trump hace todas las cosas malas a la vista, sin ningún tipo de restricción, ni ningún tipo de precaución al hacerlo", resumió Zelizer.
Esa actitud marcó un quiebre histórico. En Estados Unidos, explica Elise Boddie, abogada experta en derechos civiles y profesora de la Universidad Rutgers, las instituciones han operado bajo ciertas tradiciones y normas tácitas desarrolladas a lo largo de la historia, que fueron respetadas por la Casa Blanca, el Congreso y el Poder Judicial.
Tendencias autoritarias
Cuando Nixon cruzó una línea, las instituciones -la prensa libre, el Congreso, la Corte Suprema- lo forzaron a dejar la presidencia. "Eso ha cambiado por completo con este presidente. No se rige por normas, es narcisista, no le interesa preservar normas o instituciones democráticas, gobierna por decreto y voluntad, tiene tendencias autoritarias y se ha rodeado de gente que comparte esa visión", describió Boddie. "Debido a que las instituciones democráticas estadounidenses dependen tanto de operar de formas que se basan en normas y tradiciones, cuando tenés a alguien en la presidencia que no reconoce o no se preocupa por esas normas y tradiciones, hay muy poco control sobre ese poder, salvo a través del electorado", apuntó.
Para Boddie, Trump arrasó con la manera tradicional bajo la cual han operado las instituciones durante siglos. "El Congreso puede investigar, pero si la administración se niega a entregar documentos para esas investigaciones y los tribunales se niegan a intervenir, no hay un control real sobre el ejercicio del poder", explicó. Los tribunales federales y la Corte Suprema, continuó, son reacios a intervenir en las disputas entre la Casa Blanca y el Congreso para evitar interferir con la democracia. "Hay ejemplos a lo largo de la historia de Estados Unidos en los que los tribunales han dicho, ?no vamos a intervenir aquí, tienen que decidir esto, tienen que resolverlo por su cuenta'", afirmó Boddie.
Trump logró navegar y salir ileso de los dos escándalos y las dos investigaciones más serias en su contra, el Rusiagate y el Ucraniagate, pese a que muchos miembros de su círculo íntimo -como Michael Flynn, Michael Cohen o Roger Stone- terminaron condenados en los tribunales. Medio país esperaba que la investigación del Rusiagate de Robert Mueller, que atormentó a Trump durante dos años, lo acorralara. Mueller, antiguo jefe del FBI y uno de los investigadores federales más respetados de Washington, ensambló un equipo de sabuesos y reunió suficientes pruebas como para acusarlo. Pero no lo hizo y tampoco fue a fondo para desenterrar las finanzas del Trump, quien amenazó con despedirlo si cruzaba esa "línea roja". Uno de sus asesores más cercanos, Andrew Weissman, escribió un libro sobre la investigación donde reconoce que había pruebas para acusarlo de obstruir la Justicia, pero Mueller evitó incluso ponerlo por escrito en su informe final, a sabiendas de que el Departamento de Justicia se apegaría a una tradición: evitar presentar cargos formales contra un presidente en ejercicio.
"¿Lo habíamos dado todo, habíamos utilizado todas las herramientas disponibles para descubrir la verdad, sin dejarnos intimidar por el ataque de los poderes únicos del presidente para socavar nuestros esfuerzos?", escribió Weissmann en la introducción de su libro. "Conozco la respuesta difícil a esa simple pregunta: podríamos haber hecho más", consignó.
Los republicanos en el Congreso blindaron al magnate y se aliaron con el trumpismo para lograr objetivos que creían perdidos, como el nombramiento de jueces conservadores en los tribunales federales y la Corte Suprema, recortes de impuestos para las empresas o la desregulación de la economía. Nada alteró el respaldo de sus más fieles, que lo defienden y denuncian maniobras políticas para desbancar a su presidente. Ante ese panorama, muchos ven una última frontera: el voto de la gente. Zelizer cree que las instituciones pueden repararse -recordó la Guerra Civil, el escándalo Watergate-, pero advierte: aun si Trump deja la Casa Blanca, llevará tiempo, y el trumpismo sobrevivirá.
Lucha agonal
"El trumpismo es un partidismo sin controles, sin barreras. Es un enfoque de la política donde todo gira en torno a la obtención y el mantenimiento del poder, y donde el principio es tan fuerte que se hará cualquier cosa en pos de ese poder siempre que no sea totalmente ilegal. Eso es el trumpismo. No hay otra preocupación por el gobierno o las instituciones. Todo depende del partidismo", describe Zelizer.
Robinson coincide en que el problema es mucho más amplio que Trump. Cree que hay empresarios poderosos que prefieren instituciones débiles, y que además existen problemas como la desigualdad o la marginalización de votantes que subsistirán. Con todo, Robinson confía en otras salvaguardas, como el fuerte federalismo del país.
"Es muy difícil imaginar algo como el chavismo o el peronismo emergiendo en Estados Unidos porque Washington no tiene el mismo control que Caracas o Buenos Aires tienen sobre el resto del país", afirmó.
Boddie teme un deterioro mayor. "Los últimos cuatro años se han sentido como la historia de la rana que se pone en una olla de agua que se calienta gradualmente hasta que hierve, y entonces es demasiado tarde. El peligro de esta presidencia es que Trump erosionó tanto las normas y prácticas institucionales, y las ha ejercido de una manera autoritaria, tan a la vista de todos, que con el tiempo el peligro es que el público estadounidense se acostumbre. Si pierde, ¿seguirá la tradición de de siglos, y concederá su derrota y honrará los deseos del electorado?", se preguntó Boddie. "La democracia estadounidense ha sido puesta a prueba, tenemos que ver qué pasa. Tengo que tener la esperanza de que la democracia puede sobrevivir, pero muchas cosas dependen de esta elección", cerró.
Fuegos de artificio
En la tradición de Estados Unidos, la Casa Blanca es "la casa del pueblo". Cuando un presidente busca su reelección, la campaña se mantiene alejada de la residencia oficial. Es una de esas normas intangibles, que no está escrita en ningún lado: el presidente y el candidato pueden ser la misma persona, pero van por separado. Fue otro límite que borró Trump: su campaña montó un enorme escenario en el jardín sur de la Casa Blanca para cerrar la convención nacional republicana, un acto proselitista que terminó con un espectáculo de fuegos artificiales sobre el monumento a Washington y que trazó en el cielo la leyenda: "Trump 2020". Como en 2016, Trump fue presentado por su hija predilecta, Ivanka Trump.
"Por primera vez en mucho tiempo, tenemos un presidente que ha denunciado la hipocresía de Washington y lo odian por ello. Papá, la gente te ataca por ser poco convencional, pero yo te amo por ser real, y te respeto por ser efectivo", dijo la hija y asesora presidencial. Trump, a quien llamó "el presidente de la gente", se negaba a renunciar a sus creencias o a tratar de sumar puntos con "la élite política", continuó. "Para mi padre, ustedes son la élite. A él solo le importa sumar puntos con ustedes", insistió Ivanka. Antes de llegar al cierre de su mensaje, se acomodó el pelo, miró hacia la multitud y lanzó uno de sus remates finales: "Washington no ha cambiado a Donald Trump. Donald Trump ha cambiado Washington", dijo. La multitud la aplaudió de pie.