Gracias a sus productos, la aldea global no se detuvo ante el virus y eso aceleró su crecimiento; Apple, Microsoft, Google, Facebook y Amazon hoy son gigantes que concentran un poder inusitado; de ellos depende una proporción demasiado significativa de la economía
Imagine que le dan esta tarea: debe escribir la lista del supermercado. Para eso, le dan solo una hoja de papel y un lápiz negro bien afilado. No parece difícil. Excepto porque lo dejan en un desierto. En minutos descubrirá que la misión es imposible. No se puede escribir apoyando la hoja sobre la arena. Cuando trata de hacerlo sobre su propia mano o sobre la pierna, el lápiz perfora el papel. Entonces le ofrecen una pequeña ayuda: una tabla de madera. De pronto, lo impracticable se vuelve sencillo y termina la lista enseguida. Este es el clásico ejemplo que se da en las clases de química para explicar el papel que juegan los catalizadores en las reacciones químicas.
"Durante veinte años la tan mentada transformación digital anduvo a pedal, como en cámara lenta. Ahora, por un virus, se logró en dos meses", me decía estos días el ejecutivo de una compañía tecnológica, para quien todas estas novedades que suenan a ciencia ficción –no ir casi nunca la oficina, la nube, las reuniones virtuales– son algo cotidiano desde hace mucho tiempo.
Pues bien, la pandemia fue el catalizador de la transformación digital. Solo que un puñado de jugadores ya estaban ahí, en un futuro que la mayoría de las compañías prefería desde hacía décadas ignorar o patear para adelante. Una anécdota echará luz acerca de la feroz brecha que existía entre uno y otro grupo de organizaciones.
En 1988, entrevisté a un investigador argentino del Laboratorio Almadén de IBM, en las oficinas que la multinacional tiene en Buenos Aires. Su trabajo en ese momento era sobre computación paralela, algo que hoy disfrutamos hasta en nuestros smartphones. Pero hay un detalle más impactante: ese ingeniero ya tenía notebook, conexión inalámbrica a la red de la compañía y correo electrónico. Internet había nacido solo cinco años antes y faltaban todavía siete para que llegara a los usuarios particulares en la Argentina. Mientras este investigador me mostraba cómo trabajaba de forma remota en su laboratorio de California, el mundo afuera de esas oficinas no estaba ni enterado de la tormenta que se avecinaba.
Pero cuando esa tormenta llegó, la mayoría de las organizaciones prefirió ignorarla. Sin embargo, esta es solo una cara de la brecha. Para muchas compañías, especialmente en un país como la Argentina, donde "productividad" es mala palabra y la presión tributaria ahoga a todos, pero especialmente a las pequeñas y medianas, invertir en la transformación digital no era una opción. Había otras urgencias.
Los supermercados son un ejemplo. Antes de la pandemia, la inmensa mayoría de sus clientes hacía compras presenciales, no por internet. Cuando el número de compras online, en mayo, ya había crecido un 300%, según la Cámara Argentina de Comercio Electrónico, sus sistemas colapsaron. Es difícil atribuir la situación -que con el paso de los meses fue mejorando, aunque está muy lejos de ser la ideal- solo a la falta de previsión. En un país donde es demasiado riesgoso invertir y donde las reglas de juego cambian constantemente, los supermercados apostaron a sus locales, no al comercio electrónico. Del mismo modo, mientras las salas de reuniones de muchas compañías de toda talla quedaban vacías, Zoom, uno de los ganadores de la pandemia, pasó de 10 millones a 300 millones de usuarios. Pero hay un detalle estremecedor: Zoom era bien conocido en el ambiente corporativo de las tecnológicas desde hacía rato. Esta herramienta, pensada específicamente para reuniones virtuales (https://www.lanacion.com.ar/2399060) fue lanzada el 10 de septiembre de 2012. Siete años antes de la pandemia.
Salvavidas digital
Pero es tal vez un exceso llamar a Zoom (o a otras tecnológicas) simples "ganadores de la pandemia". Son también quienes tenían listos los botes salvavidas para la crisis. Basta pensar en la catástrofe que habría causado el Covid-19 treinta años atrás, con los vuelos aerocomerciales en pleno auge, pero sin Internet pública y con la industria de la computación personal en pañales. Los fallecidos se habrían contado de a decenas de millones y la economía habría naufragado sin remedio.
Pero la pandemia llegó en un momento bisagra en el que la civilización cuenta con herramientas muy avanzadas para mantener funcionando un número de actividades esenciales; otras, lamentablemente, no tuvieron esa suerte, pero anoto, al margen, que la realidad virtual podría haber ayudado mucho a tiendas de vestimenta, negocios gastronómicos y otras actividades que quedaron devastadas por el confinamiento.
Ahora bien, la adopción inmediata de nuevas tecnologías ante la crisis dejó a la luz una brecha insalvable. Una parte de las industrias ya estaba viviendo en el futuro, mientras que la otra insistía con prácticas que eran (en muchos casos, no en todos) ineficientes y basadas en prejuicios antediluvianos. Otra anécdota permitirá ver esta diferencia abismal entre la ideología que ve a las tecnologías disruptivas como una ventaja y la que cree que es solo cosa de hackers y que, llegado el caso, puede resultar una amenaza para sus negocios.
Hace unos quince años, cuando el mensajero más popular era el MSN Messenger, de Microsoft, tuve una charla muy esclarecedora con el fundador de una de las agencias de relaciones públicas más importantes de la Argentina. En su opinión, me confió, habría que (y cito) "prohibirles a los empleados chatear en el trabajo, porque se la pasan charlando con sus amigos". Le respondí que a mi juicio era exactamente al revés, las compañías deberían fomentar el uso del chat, porque podía ser una herramienta de productividad extraordinaria. ¿Qué sentido tiene, le pregunté, pasar una cuarta parte del día hablando por teléfono, como hace 50 años, trasladándose a otras oficinas o caminando hasta el escritorio de un colega cuando todo eso puede resolverse con tres líneas de chat, y cuando además, gracias a Internet, es posible chatear con 50 personas a la vez? Desde luego, mis dichos le parecieron una herejía.
Hoy una empresa es impensable sin el chat, y un mensajero en particular, WhatsApp, es la herramienta que cientos de miles de pymes empleaban antes de la pandemia para facilitar su trabajo y que ahora han adoptado desde los bancos hasta los viveros. Es otro de los (muchos) prejuicios que frenaba la transformación digital: que había que estarle encima al empleado para que hiciera su trabajo. De otro modo, iba a pasarse el día chateando o mirando Netflix. Un estigma no solo antiguo, sino también pasado de moda.
Otras dinámicas
Para la mayoría de los trabajadores, su tarea, pequeña o grande, es una posesión preciosa que asumen con gran responsabilidad. Las tecnológicas lo saben desde hace rato, y en sus oficinas (incluso aquí, en Buenos Aires) muy pocos tienen un despacho o un escritorio propios. Incluso ejecutivos de alto rango, cuando tienen que ir a la oficina, buscan un puesto de trabajo libre, abren su notebook y listo. Eso, cuando van. En muchos casos, hay dos o tres días de la semana en la que hacen teletrabajo, una práctica que, bien implementada, no solo aumenta la productividad, sino que también es más eficiente en términos económicos para ambas partes.
Para las multinacionales (y no solo las tecnológicas), la pandemia no alteró sustancialmente la dinámica del trabajo. Tan diferentes son las visiones sobre el empleo de un lado y del otro de esta grieta que algunos de los mejores productos de Google han nacido de una práctica notable de esta compañía, que le permite a sus empleados invertir una parte de sus horas de trabajo en proyectos propios. La mayoría no llega a ningún lado, pero esta diversidad ha sido un semillero riquísimo para el coloso de Mountain View.
Concentración
Sin embargo, estos prejuicios y esta brecha, aunque están cayéndose a pedazos, no solo no han desaparecido, sino que además han tenido una consecuencia no deseada y potencialmente muy peligrosa. Si antes de la pandemia un puñado de tecnológicas concentraban un poder nunca antes visto, ahora esos monopolios han acentuado su poder a una escala incomprensible. Era algo esperable, incluso cuando el valor de la publicidad onlinese redujo conforme al parate económico, e insisto con una idea: estas compañías y sus productos fueron lo que permitieron a las naciones industrializadas seguir mínimamente funcionando.
Pero el pecado original de las nuevas tecnologías, la concentración, ahora se ha vuelto una condición tan crítica que ya parece irreversible. Y esa sería una muy mala noticia.
Algunos números elocuentes. En los últimos seis meses, la acción de Apple pasó de 300 a 500 dólares, con lo que la compañía fue la primera en la historia en superar una capitalización de mercado de 2 billones (doce ceros; trillion, en Estados Unidos) de dólares. Microsoft, que veinte años atrás era la compañía mejor valuada del planeta, no está muy atrás. Luego de una exitosa reconversión al negocio de la nube, su valor es de 1,7 billones de dólares. Google, por su parte, ya superó el billón.
Otra foto significativa: las seis compañías con mayor capitalización de mercado son tecnológicas. Una de ellas, la sexta, es Alibaba, el MercadoLibre chino.
Google tiene casi el 93% del mercado de las búsquedas y solo tres compañías concentran el 70% de la publicidad online en Estados Unidos: Google, Facebook y Amazon, según la consultora eMarketer. Esto afecta, por ejemplo, a los medios de comunicación, que producen buena parte de lo que el buscador y la red social explotan, y por lo tanto se convierte también en una amenaza que excede lo económico y termina afectando la cultura y algunas de las instituciones básicas de la democracia, como el periodismo.
Con este grado de concentración, ¿qué queda entonces para las pequeñas? Muy poco, a decir verdad, y no solo en términos de participación de mercado, rentabilidad y, a la larga, la posibilidad de subsistir. En estas condiciones es prácticamente imposible competir. Cuando Snapchat empezó a tallar, Instagram (que es de Facebook) simplemente le copió su función más atractiva (las Historias, que solo duran 24 horas y luego desaparecen), y la incipiente Snapchat se derrumbó.
El monopolio por sí no puede evitarse, porque si un producto es mucho mejor que el de cualquiera de sus competidores, entonces la concentración se dará naturalmente. El problema es que es prácticamente imposible que una compañía no caiga en la tentación de abusar de su posición dominante. Y nada de esto es nuevo. En 2005, Adobe, el creador de Photoshop, vio amenazado su negocio de software para crear páginas web por una pequeña compañía llamada Macromedia, que había lanzado el exitoso Dreamweaver. Entonces Adobe simplemente adquirió Macromedia.
En el caso de las nuevas tecnologías, el monopolio por sí mismo, incluso en el caso hipotético de que no haya abuso, representa un problema para toda la economía. Para entender esto, que a primera vista puede sonar exagerado, hagamos una analogía con el transporte: automóviles, camiones, trenes, aviones, barcos. Si hubiera una sola empresa que construyera estos instrumentos fundamentales, la economía dependería de las decisiones de una sola mesa de directorio. Y no solo una mala decisión podría poner en jaque la fabricación de vehículos, y por lo tanto el transporte a escala mundial, sino que con semejante poderío también podrían establecer reglas de juego unilateralmente. Pues bien, la economía hoy depende tanto del transporte como de las computadoras, los servicios online y el software.
Solo una opción
Como se sabe, y por una larga serie de motivos que no exploraremos aquí, este escenario en el que hay un solo proveedor de herramientas fundamentales nunca se presentó en la mayor parte de las industrias. Incluso con altos grados de concentración, las opciones nunca se redujeron a una y solo una. Pues bien, esto es exactamente lo contrario de lo que ocurre con las nuevas tecnologías. Un caso emblemático fue el de AT&T, que en 1982 fue dividida en siete compañías (informalmente conocidas como Baby Bells), debido al grado de concentración que había acumulado.
Pero el fenómeno se repitió. Solo hay un sistema operativo para computadoras personales, Windows, de Microsoft; Apple nunca hizo mella en ese negocio. Microsoft jamás hizo pie en las búsquedas, ni Google en las redes sociales, donde reina Facebook. Aunque cueste aceptarlo, en tecnología el que llega primero, salvo raras excepciones, se queda con todo, y de ese modo la palabra monopolio alcanza alturas insólitas. Con un agravante: llega un punto en el que un estándar industrial puede quedar en manos de una compañía privada.
Cisnes negros
Pero también es cierto que hay cisnes negros. Zoom es un caso de manual. Ninguno de los colosos -Microsoft, con Teams, y Google, con Meet- ha conseguido desbancar a esta compañía, que tiene solo 2500 empleados; en comparación, Microsoft tiene 156.000 y Google, 114.000. Es decir, las nuevas tecnologías también dan origen a lo que podríamos llamar monopolios instantáneos. Lo que nos lleva a otro de los lados oscuros de la concentración.
Si algo sale mal con el producto de una compañía que tienen casi toda la torta del mercado, las consecuencias alcanzarán, de nuevo, a toda la economía. Zoom, cuando empezó la pandemia, sufría de una serie de vulnerabilidades muy graves. Habiendo sido durante toda su historia una herramienta corporativa, estas fallas nunca quedaron expuestas (ni se las corrigió). Cuando se convirtió en la nueva forma de reunirse, afectó a cientos de millones de usuarios hogareños y profesionales independientes.
En su momento, Google fue un cisne negro. La Web estaba creciendo tan rápido que el directorio Yahoo! ya no era útil. Google automatizó las búsquedas y, veintidós años después, sus algoritmos gobiernan lo que vemos en la web. Si algo no aparece en su buscador, entonces no existe.
Si Facebook desapareciera, cientos de miles de pymes quedarían en un limbo, con sus páginas inaccesibles, sus contactos evaporados, sin ventas y sin actividad. La idea de que este gigante desaparezca puede sonar ridícula. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es que una proporción demasiado grande de la economía depende de un puñado de compañías tecnológicas.
Además, nadie tiene el futuro comprado. En enero de 1993, IBM, un imperio de apariencia inexpugnable, anunció pérdidas por 8000 millones de dólares (12.400 millones de hoy) y debió despedir a 50.000 empleados. En su momento, fue el mayor quebranto informado por una compañía estadounidense (hoy ese récord lo tiene otro gigante, AOL-Tome Warner, con pérdidas de 123.000 millones). A IBM se la daba por terminada. Gracias a una brillante estrategia de inteligencia colectiva, se reinventó y sobrevivió. Pero el desastre acecha a todos en una industria tan disruptiva. El iPhone desbancó no a uno, sino a tres titanes de la telefonía celular que parecían blindados, y sin embargo hoy ya no existen: Blackberry, Motorola y Nokia.
De modo que el hecho de que tantas compañías dependan de tan pocos es una espada de Damocles para toda la economía. Y la pandemia no ha hecho más que reforzar esa concentración.
Curiosamente, y este es tal vez un dato tan esperanzador como aleccionador, las tres tecnologías que subyacen bajo esta concentración no son monopólicas. Internet y la Web son estándares abiertos que no dependen de ninguna compañía en particular. Gracias a su existencia Google pudo, en su momento, competir con el monopolio de Yahoo!. Fue porque el conjunto de protocolos que hacen funcionar a Internet y a la Web no dependían de la suerte ni de los caprichos de nadie que Facebook, Amazon y Netflix (entre muchos otros) nacieron en un garaje o en un dormitorio universitario. Y fue también porque el poder de cómputo está muy diversificado que hubo cada vez más productos, más innovación y precios más accesibles. Círculo virtuoso se llama.